Por Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China, Casa Asia- IGADI (EL PAÍS, 06/02/08):
La comunidad china en todo el mundo celebra ahora la Fiesta de la Primavera, que marca la entrada en el nuevo año lunar. Máximos dirigentes de numerosos países cursan sus felicitaciones como expresión de reconocimiento. La presencia cultural china es cada vez más apreciable en todos los rincones del planeta. En China, la fiesta, celebrada con gran estruendo, al igual que otras expresiones culturales, evidencia la identificación social con tradiciones que no decaen en absoluto a pesar de vivir un vertiginoso proceso de tránsito desde una sociedad rural y atrasada a otra urbana y moderna.
En los últimos 30 años, China ha experimentado una transformación apreciable a primera vista. Casi de repente, el empeño revolucionario en dejar a un lado las viejas tradiciones dejó paso al temor a que la apertura al mundo sugerida por la reforma provocase un naufragio de la propia identidad.
Lo innegable es que usos y costumbres, especialmente en el medio urbano, se han ido alterando a medida que la presencia occidental se ha hecho más evidente en el país y pudiera pensarse que esa “invasión” de otras culturas y modos de vida amenaza con reducir la cultura china tradicional a un entorno marginal, a la defensiva y decadente. Bien es verdad que las nuevas prioridades exigidas por esa primacía otorgada ahora al desarrollo tienen su impacto en las relaciones humanas y culturales, pero, casi con toda seguridad, fue mayor la lógica destructora del maoísmo con su voracidad a la hora de eliminar los Cuatro Viejos (viejas ideas, vieja cultura, viejas costumbres y viejos usos) que los epidérmicos efectos del nuevo auge modernizador. Y cabe imaginar que, al igual que ocurrió con el maoísmo, los vaticinios de un arrinconamiento de la cultura tradicional no se vean corroborados por la realidad.
La sociedad china dispone de una enorme capacidad para digerir cuanta influencia llega del exterior y hacerla propia, adaptándola a su peculiar idiosincrasia y dotándola de una identidad específica que refleja la fuerza de su nacionalismo. Así ha ocurrido a lo largo de su dilatada y compleja historia.
La China milenaria, la republicana, la maoísta, y la de los tiempos de la reforma se decantan y superponen a modo de capas sucesivas, y sin dejar que las contradicciones pesen más que sus atributos globales. Hoy, la comida rápida de firmas occidentales goza de atractivo entre los más jóvenes, pero ello no equivale en modo alguno a desprecio de su riquísima gastronomía, quizás lo que más añoran de su país los chinos residentes en el extranjero.
Los dirigentes de la China actual apuestan por la fórmula decombinar el progreso con una identidad alejada del debate ideológico clásico y basada en la apropiación utilitaria del viejo pensamiento confuciano. Es algo más que nacionalismo en tiempos de bonanza. Es el reconocimiento, al fin y al cabo, de que su lógica mental, en cierta medida, es diferente a la nuestra, y una concesión al valor de tradiciones y supersticiones en una sociedad cuyo laicismo le ahorra enormes debates estériles. Que el 8 del mes octavo de 2008 se inauguren los Juegos Olímpicos -el ocho es el número de la suerte para los chinos- ejemplifica la intensidad de esa comunión social que sirve de sólido aglutinante de tan amplia y compleja colectividad.
A simple vista, pudiera parecer que esa cultura tradicional va perdiendo terreno en favor de comportamientos más ajenos que gozan de amplio predicamento en diversos medios, pero lo cierto es que hoy día solo cabe hablar, en términos generales, de usos ocasionales y retóricos. Por otra parte, son inmensa mayoría los intelectuales que reclaman la tradición cultural china y a nadie se le ocurre decir ahora, como ocurrió durante el Movimiento del Cuatro de Mayo de 1919, que la tradición china es la culpable de nada. Por eso, en lo sustancial, China sigue siendo china.
Pero en una sociedad globalizada, el problema tiene otra dimensión. ¿Será capaz China de internacionalizar su cultura? Cabe suponer que en paralelo al crecimiento económico y de su influencia en el mundo, la cultura tratará de ganar su espacio en una concepción diplomática que reconoce cada día más el valor del soft power.
Los centros del Instituto Confucio, que se multiplican a un ritmo que no admite comparación, aunque volcados en la difusión del idioma, reflejan en cierta medida esa realidad. Pero, en paralelo, se puede constatar un reto difícil de salvar: el atractivo general de la cultura china, cuya base para nosotros es el exotismo, es inversamente proporcional a la capacidad de comprensión por parte de la mayoría de los extranjeros. Lo cual es una limitación seria.
Los puntos comunes entre la cultura china y otras del planeta son escasos. Casi todo es original y diferente, y en ello radica gran parte de su atractivo y de su fuerza, dimanada de una cosmovisión que todo lo abarca desde un prisma propio. Para nosotros, ello dificulta mucho la apreciación de los matices, por ejemplo, de las artes marciales o de la Ópera de Pekín, y complica enormemente las posibilidades de audiencia exterior de la cultura china, que exigirá un gigantesco esfuerzo pedagógico.
A pesar de ello, más allá de las cuestiones que a primera vista pueden llamar nuestra atención acerca de la supervivencia y la universalidad de la cultura china, el cambio más acentuado y de mayores consecuencias ya se ha iniciado. Es aquel que reivindica un nuevo papel para la ley en la sociedad china.
Si la apertura al exterior promovida por Deng Xiaoping supuso una ruptura histórica de mucho mayor trascendencia que la propia reforma, la sustitución del cultivo de la virtud individual -que merodea aún en las proclamas del presidente Hu Jintao sobre los 10 tabúes de los funcionarios o los ocho honores y deshonores- como base de la estabilidad y armonía social equivale a una auténtica revolución que, lentamente y sin apenas hacer ruido, incorpora la potencialidad suficiente como para transformar de raíz un aspecto clave y esencial de su identidad y tradición. Ese profundísimo cambio establecerá un más inteligible hilo de comunicación entre Oriente y Occidente que facilitará la comprensión desde la diferencia y el encuentro cultural y global.
La comunidad china en todo el mundo celebra ahora la Fiesta de la Primavera, que marca la entrada en el nuevo año lunar. Máximos dirigentes de numerosos países cursan sus felicitaciones como expresión de reconocimiento. La presencia cultural china es cada vez más apreciable en todos los rincones del planeta. En China, la fiesta, celebrada con gran estruendo, al igual que otras expresiones culturales, evidencia la identificación social con tradiciones que no decaen en absoluto a pesar de vivir un vertiginoso proceso de tránsito desde una sociedad rural y atrasada a otra urbana y moderna.
En los últimos 30 años, China ha experimentado una transformación apreciable a primera vista. Casi de repente, el empeño revolucionario en dejar a un lado las viejas tradiciones dejó paso al temor a que la apertura al mundo sugerida por la reforma provocase un naufragio de la propia identidad.
Lo innegable es que usos y costumbres, especialmente en el medio urbano, se han ido alterando a medida que la presencia occidental se ha hecho más evidente en el país y pudiera pensarse que esa “invasión” de otras culturas y modos de vida amenaza con reducir la cultura china tradicional a un entorno marginal, a la defensiva y decadente. Bien es verdad que las nuevas prioridades exigidas por esa primacía otorgada ahora al desarrollo tienen su impacto en las relaciones humanas y culturales, pero, casi con toda seguridad, fue mayor la lógica destructora del maoísmo con su voracidad a la hora de eliminar los Cuatro Viejos (viejas ideas, vieja cultura, viejas costumbres y viejos usos) que los epidérmicos efectos del nuevo auge modernizador. Y cabe imaginar que, al igual que ocurrió con el maoísmo, los vaticinios de un arrinconamiento de la cultura tradicional no se vean corroborados por la realidad.
La sociedad china dispone de una enorme capacidad para digerir cuanta influencia llega del exterior y hacerla propia, adaptándola a su peculiar idiosincrasia y dotándola de una identidad específica que refleja la fuerza de su nacionalismo. Así ha ocurrido a lo largo de su dilatada y compleja historia.
La China milenaria, la republicana, la maoísta, y la de los tiempos de la reforma se decantan y superponen a modo de capas sucesivas, y sin dejar que las contradicciones pesen más que sus atributos globales. Hoy, la comida rápida de firmas occidentales goza de atractivo entre los más jóvenes, pero ello no equivale en modo alguno a desprecio de su riquísima gastronomía, quizás lo que más añoran de su país los chinos residentes en el extranjero.
Los dirigentes de la China actual apuestan por la fórmula decombinar el progreso con una identidad alejada del debate ideológico clásico y basada en la apropiación utilitaria del viejo pensamiento confuciano. Es algo más que nacionalismo en tiempos de bonanza. Es el reconocimiento, al fin y al cabo, de que su lógica mental, en cierta medida, es diferente a la nuestra, y una concesión al valor de tradiciones y supersticiones en una sociedad cuyo laicismo le ahorra enormes debates estériles. Que el 8 del mes octavo de 2008 se inauguren los Juegos Olímpicos -el ocho es el número de la suerte para los chinos- ejemplifica la intensidad de esa comunión social que sirve de sólido aglutinante de tan amplia y compleja colectividad.
A simple vista, pudiera parecer que esa cultura tradicional va perdiendo terreno en favor de comportamientos más ajenos que gozan de amplio predicamento en diversos medios, pero lo cierto es que hoy día solo cabe hablar, en términos generales, de usos ocasionales y retóricos. Por otra parte, son inmensa mayoría los intelectuales que reclaman la tradición cultural china y a nadie se le ocurre decir ahora, como ocurrió durante el Movimiento del Cuatro de Mayo de 1919, que la tradición china es la culpable de nada. Por eso, en lo sustancial, China sigue siendo china.
Pero en una sociedad globalizada, el problema tiene otra dimensión. ¿Será capaz China de internacionalizar su cultura? Cabe suponer que en paralelo al crecimiento económico y de su influencia en el mundo, la cultura tratará de ganar su espacio en una concepción diplomática que reconoce cada día más el valor del soft power.
Los centros del Instituto Confucio, que se multiplican a un ritmo que no admite comparación, aunque volcados en la difusión del idioma, reflejan en cierta medida esa realidad. Pero, en paralelo, se puede constatar un reto difícil de salvar: el atractivo general de la cultura china, cuya base para nosotros es el exotismo, es inversamente proporcional a la capacidad de comprensión por parte de la mayoría de los extranjeros. Lo cual es una limitación seria.
Los puntos comunes entre la cultura china y otras del planeta son escasos. Casi todo es original y diferente, y en ello radica gran parte de su atractivo y de su fuerza, dimanada de una cosmovisión que todo lo abarca desde un prisma propio. Para nosotros, ello dificulta mucho la apreciación de los matices, por ejemplo, de las artes marciales o de la Ópera de Pekín, y complica enormemente las posibilidades de audiencia exterior de la cultura china, que exigirá un gigantesco esfuerzo pedagógico.
A pesar de ello, más allá de las cuestiones que a primera vista pueden llamar nuestra atención acerca de la supervivencia y la universalidad de la cultura china, el cambio más acentuado y de mayores consecuencias ya se ha iniciado. Es aquel que reivindica un nuevo papel para la ley en la sociedad china.
Si la apertura al exterior promovida por Deng Xiaoping supuso una ruptura histórica de mucho mayor trascendencia que la propia reforma, la sustitución del cultivo de la virtud individual -que merodea aún en las proclamas del presidente Hu Jintao sobre los 10 tabúes de los funcionarios o los ocho honores y deshonores- como base de la estabilidad y armonía social equivale a una auténtica revolución que, lentamente y sin apenas hacer ruido, incorpora la potencialidad suficiente como para transformar de raíz un aspecto clave y esencial de su identidad y tradición. Ese profundísimo cambio establecerá un más inteligible hilo de comunicación entre Oriente y Occidente que facilitará la comprensión desde la diferencia y el encuentro cultural y global.
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