Por Kishore Mahbubani, decano y catedrático de Práctica Política en la Escuela Lee Kuan Yew de Política (Universidad Nacional de Singapur). Este artículo es un comentario del autor sobre su libro The New Asian Hemisphere: the irresistible shift of global power to the East (El nuevo hemisferio asiático: el irresistible traspaso del poder mundial a Oriente), recién publicado en inglés. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 13/02/08):
La ascensión de Occidente transformó el mundo. La ascensión de Asia producirá una transformación equivalente. Mi nuevo libro, The New Asian Hemisphere, explica por qué está Asia en ascenso, cómo va a alterar el mundo y por qué a Occidente, que debería celebrar la ascensión asiática, le va a ser muy difícil adaptarse a estos cambios. También sugiere algunas recetas para hacer frente a los nuevos retos que se nos avecinan.
La ascensión de Asia será positiva para el mundo. Rescatará a cientos de millones de personas de las garras de la pobreza. De hecho, la modernización de China ya ha servido para que disminuya en dicho país el número de personas que viven en la pobreza absoluta, de 600 millones a 200 millones. El crecimiento de India también está teniendo un impacto comparable.
Con arreglo a los criterios de la filosofía moral occidental, desde los filósofos utilitarios británicos del siglo XIX hasta los imperativos morales de Emmanuel Kant, es evidente que la ascensión de Asia ha aportado más “bondad” al mundo. En términos puramente éticos, Occidente debería acoger con agrado la transformación de la situación en Asia. Pero las ventajas de la ascensión asiática no son sólo éticas. El mundo, en general, será más pacífico y estable.
Lo verdaderamente positivo para el mundo es que la modernización de Asia está empezando a extenderse a todos los rincones del continente. Hace medio siglo, parecía no haber más que dos sociedades modernas en Asia, en sus extremos oriental y occidental: Japón e Israel. Entre estos dos países se extendía un mar de humanidad que parecía indiferente a la modernización y el crecimiento. Sin embargo, el ejemplo de Japón fue emulado por los cuatro tigres económicos: Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur. Cuando China empezó a darse cuenta de que los países de su periferia vivían mejor, decidió unirse a ellos con el lanzamiento de su propio programa de “Cuatro modernizaciones”. Desde hace treinta años, China tiene la economía de más rápido crecimiento del mundo. A su vez, el éxito chino ha inspirado el progreso de India. Hoy son miles de millones de asiáticos los que avanzan hacia la modernidad.
Otra noticia todavía mejor para el mundo es que esta marcha hacia la modernidad está a punto de entrar asimismo en el mundo islámico de la parte occidental de Asia. Quizá parezca un sueño descabellado, pero es fundamental comprender que el crecimiento y el éxito de Asia en los últimos decenios ha sobrepasado los sueños más descabellados de casi todos los asiáticos. Mi nuevo libro, escrito desde un punto de vista realista, se funda en el optimismo sobre el papel de Asia en el futuro del mundo. Surge así una nueva paradoja mundial: hasta ahora, las sociedades más optimistas han sido siempre las sociedades occidentales, pero ahora parecen estar perdiendo ese optimismo, en un momento en el que deberían estar celebrando la modernización galopante del mundo.
Muchos ojos occidentales, cuando contemplan el siglo XXI, no ven más que imágenes oscuras, no un nuevo amanecer en la historia de la civilización humana. Es un fenómeno extraño. A lo largo de los últimos siglos, Occidente ha sido siempre la civilización más abierta y resistente y, en gran parte, ha llevado el peso del mundo sobre sus hombros. Fue Occidente el que desencadenó la marcha asiática hacia la modernidad, por lo que debería alegrarse de esta nueva dirección positiva en la historia. Sin embargo, las grandes mentes occidentales están llenas de miedo y malos presagios.
Está claro que Asia y Occidente no tienen todavía una interpretación común de cómo es el mundo. Y la necesidad de que la tengan es mayor que nunca. Estamos entrando en uno de los periodos más moldeables de la historia mundial. Las decisiones que tomemos hoy pueden decidir el rumbo del siglo XXI. Nunca habíamos tenido tantas posibilidades de crear un mundo mejor para los 6.500 millones de personas que habitan nuestro planeta. La explosión del conocimiento, sobre todo en ciencia y tecnología, nos ofrece esta oportunidad. También está claro que las mentes más destacadas del mundo, sobre todo en Occidente, tienen unos croquis mentales atrapados en el pasado, y se resisten o son incapaces de concebir la posibilidad de que tengan que cambiar su visión del mundo. Ahora bien, si no lo hacen, cometerán errores estratégicos, tal vez de dimensiones catastróficas.
Durante la mayor parte de los tres últimos siglos, los pueblos de Asia, África y Latinoamérica fueron objetos de la historia. Las decisiones se tomaban en unas cuantas capitales occidentales, casi siempre Londres, París, Berlín, Madrid y Washington, D.C. Hoy, los 6.500 millones de personas que viven fuera del universo de Occidente ya no van a aceptar que se tomen decisiones en capitales occidentales en su nombre.
Hoy hay más personas que nunca en el mundo en busca del sueño occidental de una cómoda vida burguesa. Su ideal es conseguir lo que han conseguido Norteamérica y Europa. No quieren dominar a Occidente, sino reproducirlo. Para Occidente, esa universalización de su sueño debería ser un instante triunfal. Y, sin embargo, muchos de sus dirigentes comienzan sus discursos haciendo advertencias sobre lo “peligroso” que está volviéndose el mundo.
La manera más fácil de explicar en qué se diferencia mi nuevo libro del discurso occidental es que señala que, en nuestros esfuerzos para reestructurar el orden mundial, Occidente forma parte, al mismo tiempo, de la solución y del problema, pero este último elemento no suele mencionarse en los discursos occidentales.
En Occidente, pocos han comprendido a fondo las repercusiones de las dos principales características de nuestra época. La primera es que hemos llegado al final de la era en la que Occidente dominaba la historia mundial (no al final de Occidente, que seguirá siendo la civilización más fuerte durante muchos más años). La segunda, que vamos a presenciar un tremendo renacimiento de las sociedades asiáticas. El discurso estratégico occidental debería estar centrado en cómo adaptarse y, sin embargo, no ha sido así. Para empeorar aún más las cosas, Occidente ha pasado de ser competente a ser incompetente a la hora de enfrentarse a numerosos problemas mundiales, desde la amenaza del terrorismo hasta la importancia de mantener vivo el régimen de no proliferación nuclear. Esta incompetencia, que, como es natural, tiene consecuencias desastrosas, agrava la sensación de inseguridad de Occidente. Y el resultado es que, como Occidente no cambie de rumbo, nos dirigimos hacia una verdadera crisis en la gestión de nuestro mundo.
La ascensión de Occidente transformó el mundo. La ascensión de Asia producirá una transformación equivalente. Mi nuevo libro, The New Asian Hemisphere, explica por qué está Asia en ascenso, cómo va a alterar el mundo y por qué a Occidente, que debería celebrar la ascensión asiática, le va a ser muy difícil adaptarse a estos cambios. También sugiere algunas recetas para hacer frente a los nuevos retos que se nos avecinan.
La ascensión de Asia será positiva para el mundo. Rescatará a cientos de millones de personas de las garras de la pobreza. De hecho, la modernización de China ya ha servido para que disminuya en dicho país el número de personas que viven en la pobreza absoluta, de 600 millones a 200 millones. El crecimiento de India también está teniendo un impacto comparable.
Con arreglo a los criterios de la filosofía moral occidental, desde los filósofos utilitarios británicos del siglo XIX hasta los imperativos morales de Emmanuel Kant, es evidente que la ascensión de Asia ha aportado más “bondad” al mundo. En términos puramente éticos, Occidente debería acoger con agrado la transformación de la situación en Asia. Pero las ventajas de la ascensión asiática no son sólo éticas. El mundo, en general, será más pacífico y estable.
Lo verdaderamente positivo para el mundo es que la modernización de Asia está empezando a extenderse a todos los rincones del continente. Hace medio siglo, parecía no haber más que dos sociedades modernas en Asia, en sus extremos oriental y occidental: Japón e Israel. Entre estos dos países se extendía un mar de humanidad que parecía indiferente a la modernización y el crecimiento. Sin embargo, el ejemplo de Japón fue emulado por los cuatro tigres económicos: Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur. Cuando China empezó a darse cuenta de que los países de su periferia vivían mejor, decidió unirse a ellos con el lanzamiento de su propio programa de “Cuatro modernizaciones”. Desde hace treinta años, China tiene la economía de más rápido crecimiento del mundo. A su vez, el éxito chino ha inspirado el progreso de India. Hoy son miles de millones de asiáticos los que avanzan hacia la modernidad.
Otra noticia todavía mejor para el mundo es que esta marcha hacia la modernidad está a punto de entrar asimismo en el mundo islámico de la parte occidental de Asia. Quizá parezca un sueño descabellado, pero es fundamental comprender que el crecimiento y el éxito de Asia en los últimos decenios ha sobrepasado los sueños más descabellados de casi todos los asiáticos. Mi nuevo libro, escrito desde un punto de vista realista, se funda en el optimismo sobre el papel de Asia en el futuro del mundo. Surge así una nueva paradoja mundial: hasta ahora, las sociedades más optimistas han sido siempre las sociedades occidentales, pero ahora parecen estar perdiendo ese optimismo, en un momento en el que deberían estar celebrando la modernización galopante del mundo.
Muchos ojos occidentales, cuando contemplan el siglo XXI, no ven más que imágenes oscuras, no un nuevo amanecer en la historia de la civilización humana. Es un fenómeno extraño. A lo largo de los últimos siglos, Occidente ha sido siempre la civilización más abierta y resistente y, en gran parte, ha llevado el peso del mundo sobre sus hombros. Fue Occidente el que desencadenó la marcha asiática hacia la modernidad, por lo que debería alegrarse de esta nueva dirección positiva en la historia. Sin embargo, las grandes mentes occidentales están llenas de miedo y malos presagios.
Está claro que Asia y Occidente no tienen todavía una interpretación común de cómo es el mundo. Y la necesidad de que la tengan es mayor que nunca. Estamos entrando en uno de los periodos más moldeables de la historia mundial. Las decisiones que tomemos hoy pueden decidir el rumbo del siglo XXI. Nunca habíamos tenido tantas posibilidades de crear un mundo mejor para los 6.500 millones de personas que habitan nuestro planeta. La explosión del conocimiento, sobre todo en ciencia y tecnología, nos ofrece esta oportunidad. También está claro que las mentes más destacadas del mundo, sobre todo en Occidente, tienen unos croquis mentales atrapados en el pasado, y se resisten o son incapaces de concebir la posibilidad de que tengan que cambiar su visión del mundo. Ahora bien, si no lo hacen, cometerán errores estratégicos, tal vez de dimensiones catastróficas.
Durante la mayor parte de los tres últimos siglos, los pueblos de Asia, África y Latinoamérica fueron objetos de la historia. Las decisiones se tomaban en unas cuantas capitales occidentales, casi siempre Londres, París, Berlín, Madrid y Washington, D.C. Hoy, los 6.500 millones de personas que viven fuera del universo de Occidente ya no van a aceptar que se tomen decisiones en capitales occidentales en su nombre.
Hoy hay más personas que nunca en el mundo en busca del sueño occidental de una cómoda vida burguesa. Su ideal es conseguir lo que han conseguido Norteamérica y Europa. No quieren dominar a Occidente, sino reproducirlo. Para Occidente, esa universalización de su sueño debería ser un instante triunfal. Y, sin embargo, muchos de sus dirigentes comienzan sus discursos haciendo advertencias sobre lo “peligroso” que está volviéndose el mundo.
La manera más fácil de explicar en qué se diferencia mi nuevo libro del discurso occidental es que señala que, en nuestros esfuerzos para reestructurar el orden mundial, Occidente forma parte, al mismo tiempo, de la solución y del problema, pero este último elemento no suele mencionarse en los discursos occidentales.
En Occidente, pocos han comprendido a fondo las repercusiones de las dos principales características de nuestra época. La primera es que hemos llegado al final de la era en la que Occidente dominaba la historia mundial (no al final de Occidente, que seguirá siendo la civilización más fuerte durante muchos más años). La segunda, que vamos a presenciar un tremendo renacimiento de las sociedades asiáticas. El discurso estratégico occidental debería estar centrado en cómo adaptarse y, sin embargo, no ha sido así. Para empeorar aún más las cosas, Occidente ha pasado de ser competente a ser incompetente a la hora de enfrentarse a numerosos problemas mundiales, desde la amenaza del terrorismo hasta la importancia de mantener vivo el régimen de no proliferación nuclear. Esta incompetencia, que, como es natural, tiene consecuencias desastrosas, agrava la sensación de inseguridad de Occidente. Y el resultado es que, como Occidente no cambie de rumbo, nos dirigimos hacia una verdadera crisis en la gestión de nuestro mundo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario