Por María José Fariñas Dulce (EL CORREO DIGITAL, 07/02/08):
Muchos políticos y sus partidos parece que siguen sin ser conscientes de lo grave que puede llegar a ser el ‘jugar’ con las identidades de las personas. Por eso, vemos cómo en la confrontación política constantemente se están utilizando los temas identitarios, especialmente en relación con algunos colectivos de inmigrantes o en los debates territoriales, con la finalidad de obtener ventajas electorales, porque saben que con estos asuntos se puede movilizar fácilmente a la gente. Cuando desde el debate político se sugieren acciones tendentes a desnaturalizar o suprimir por la fuerza algún elemento o signo que tiene que ver con la identidad cultural o religiosa de las personas (por ejemplo, la prohibición de uso del ‘velo’ en las escuelas), éstas lo perciben como un ataque directo a lo más sagrado de su ser. El problema no sólo está en los conflictos sociales que la utilización de determinados signos identitarios pudiera ocasionar, sino también, y lo que es más importante, en ciertas respuestas políticas, sociales y jurídicas de carácter restrictivo, que podrían provocar como efecto boomerang que las personas se replieguen o encierren en sus identidades más abismales, alejándose peligrosamente de la realidad. Parafraseando a Amin Maaluof, «es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos». Ese tipo de respuestas alimentaría, además, un círculo vicioso de carácter perverso, porque se justificaría la marginación de la víctima construyendo en torno a ella la figura del ‘chivo expiatorio’.
En épocas, como la actual, en las que existe una gran precariedad existencial y una incertidumbre respecto al futuro que impide a los seres humanos realizar proyectos a largo plazo, encerrándolos en el ansiógeno presente de la supervivencia cotidiana, algunos rasgos identitarios se refuerzan simbólicamente desde una perspectiva trascendental. Hemos de ser conscientes de su importancia. Ciertos rasgos identitarios se van configurando como un nuevo vínculo sagrado de unión frente a la pérdida de la dimensión emancipatoria de los tradicionales vínculos sociales y cívicos de la integración social. El resurgir de las identidades culturales y religiosas es una consecuencia de la progresiva vaciedad de las identidades sociales y políticas que han caracterizado a las sociedades del siglo pasado.
Lo identitario en sí mismo no es negativo. Lo peligroso está en la utilización de este tipo de identidades como mercancía política, alentando un discurso de la incomprensión o el temor hacia determinados rasgos o prácticas identitarias. Es claro que todos necesitamos reconocernos en una identidad y que vamos adquiriéndola reflexivamente mediante continuos procesos sociales de confrontación y de negociación de ideas. Más allá de su posible relevancia moral, la identidad es una construcción pragmática, fruto de la efectiva existencia individual y colectiva de los seres humanos y de sus relaciones discursivas, históricas y de poder con el entorno que les haya tocado vivir. Los seres humanos somos seres en relación. Por ello, la identidad remite siempre a la alteridad y al reconocimiento. En primer lugar, cuanto más conocemos de otras identidades culturales, étnicas o religiosas, más necesidad sentimos de afirmar nuestra propia identidad. En segundo lugar, la afirmación de una identidad requiere ser reconocida como tal para evitar sentimientos de marginación o exclusión. El reconocimiento, en fin, mediante el conocimiento de otras identidades culturales y la relación con ‘el otro’, que no es sino una búsqueda de uno mismo.
Por ello, la identidad no debería considerarse algo inamovible ni homogéneo, no es una esencia inmutable, sino que se va construyendo y reconstruyendo constantemente tomando de aquí y de allí en un proceso de diálogo siempre inacabado. Como afirma Zygmunt Bauman, la identidad es como un gran mosaico al que le faltan algunas teselas. No se debería encontrar nunca fijada, estática o libre de contradicciones internas. Lo identitario debería ser visto como un importante elemento constitutivo de la libertad humana, en cuanto representa una forma relacional y cambiante de ser, así como de la responsabilidad de elegir y razonar de los seres humanos. No es incompatible, pues, con la configuración de elementos comunes que permitan la convivencia colectiva. El hecho de compartir principios y objetivos sociopolíticos, no quiere decir que todos debamos tener una identidad común y homogénea. Por ejemplo, la tan buscada por algunos ‘identidad europea’ no tiene por qué ser una identidad única, homogénea ni mucho menos cerrada, sino una ‘identidad plural’ capaz de compartir unos ideales comunes de convivencia social, política y económica.
La aceptación de que las identidades pueden y deben ser consideradas como plurales, múltiples y cambiantes contribuiría a una mejor comprensión de la historia y de las sociedades actuales, evitando caer en prejuicios diferenciales, bien sean etnoculturales o etnonacionalistas que tanto han contaminado y contaminan la acción política. Alentando demagógicamente el debate sobre este tipo de identidades, se corre un grave riesgo de debilitamiento de la propia estructura democrática de nuestras sociedades. Quizá necesitaríamos ahora un renovado intento de reforzar la identidad social y política de todos los seres humanos. Una identidad inclusiva, plural y gestionada política y democráticamente por todos, aprovechando también las nuevas oportunidades que la sociedad de la información y la comunicación ofrece. Es decir, reubicar de nuevo el ámbito de la identidad en lo social y lo político (y también en el ámbito de la política informal), evitando los peligros de las derivas culturalistas y religiosas.
Muchos políticos y sus partidos parece que siguen sin ser conscientes de lo grave que puede llegar a ser el ‘jugar’ con las identidades de las personas. Por eso, vemos cómo en la confrontación política constantemente se están utilizando los temas identitarios, especialmente en relación con algunos colectivos de inmigrantes o en los debates territoriales, con la finalidad de obtener ventajas electorales, porque saben que con estos asuntos se puede movilizar fácilmente a la gente. Cuando desde el debate político se sugieren acciones tendentes a desnaturalizar o suprimir por la fuerza algún elemento o signo que tiene que ver con la identidad cultural o religiosa de las personas (por ejemplo, la prohibición de uso del ‘velo’ en las escuelas), éstas lo perciben como un ataque directo a lo más sagrado de su ser. El problema no sólo está en los conflictos sociales que la utilización de determinados signos identitarios pudiera ocasionar, sino también, y lo que es más importante, en ciertas respuestas políticas, sociales y jurídicas de carácter restrictivo, que podrían provocar como efecto boomerang que las personas se replieguen o encierren en sus identidades más abismales, alejándose peligrosamente de la realidad. Parafraseando a Amin Maaluof, «es nuestra mirada la que muchas veces encierra a los demás en sus pertenencias más limitadas, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos». Ese tipo de respuestas alimentaría, además, un círculo vicioso de carácter perverso, porque se justificaría la marginación de la víctima construyendo en torno a ella la figura del ‘chivo expiatorio’.
En épocas, como la actual, en las que existe una gran precariedad existencial y una incertidumbre respecto al futuro que impide a los seres humanos realizar proyectos a largo plazo, encerrándolos en el ansiógeno presente de la supervivencia cotidiana, algunos rasgos identitarios se refuerzan simbólicamente desde una perspectiva trascendental. Hemos de ser conscientes de su importancia. Ciertos rasgos identitarios se van configurando como un nuevo vínculo sagrado de unión frente a la pérdida de la dimensión emancipatoria de los tradicionales vínculos sociales y cívicos de la integración social. El resurgir de las identidades culturales y religiosas es una consecuencia de la progresiva vaciedad de las identidades sociales y políticas que han caracterizado a las sociedades del siglo pasado.
Lo identitario en sí mismo no es negativo. Lo peligroso está en la utilización de este tipo de identidades como mercancía política, alentando un discurso de la incomprensión o el temor hacia determinados rasgos o prácticas identitarias. Es claro que todos necesitamos reconocernos en una identidad y que vamos adquiriéndola reflexivamente mediante continuos procesos sociales de confrontación y de negociación de ideas. Más allá de su posible relevancia moral, la identidad es una construcción pragmática, fruto de la efectiva existencia individual y colectiva de los seres humanos y de sus relaciones discursivas, históricas y de poder con el entorno que les haya tocado vivir. Los seres humanos somos seres en relación. Por ello, la identidad remite siempre a la alteridad y al reconocimiento. En primer lugar, cuanto más conocemos de otras identidades culturales, étnicas o religiosas, más necesidad sentimos de afirmar nuestra propia identidad. En segundo lugar, la afirmación de una identidad requiere ser reconocida como tal para evitar sentimientos de marginación o exclusión. El reconocimiento, en fin, mediante el conocimiento de otras identidades culturales y la relación con ‘el otro’, que no es sino una búsqueda de uno mismo.
Por ello, la identidad no debería considerarse algo inamovible ni homogéneo, no es una esencia inmutable, sino que se va construyendo y reconstruyendo constantemente tomando de aquí y de allí en un proceso de diálogo siempre inacabado. Como afirma Zygmunt Bauman, la identidad es como un gran mosaico al que le faltan algunas teselas. No se debería encontrar nunca fijada, estática o libre de contradicciones internas. Lo identitario debería ser visto como un importante elemento constitutivo de la libertad humana, en cuanto representa una forma relacional y cambiante de ser, así como de la responsabilidad de elegir y razonar de los seres humanos. No es incompatible, pues, con la configuración de elementos comunes que permitan la convivencia colectiva. El hecho de compartir principios y objetivos sociopolíticos, no quiere decir que todos debamos tener una identidad común y homogénea. Por ejemplo, la tan buscada por algunos ‘identidad europea’ no tiene por qué ser una identidad única, homogénea ni mucho menos cerrada, sino una ‘identidad plural’ capaz de compartir unos ideales comunes de convivencia social, política y económica.
La aceptación de que las identidades pueden y deben ser consideradas como plurales, múltiples y cambiantes contribuiría a una mejor comprensión de la historia y de las sociedades actuales, evitando caer en prejuicios diferenciales, bien sean etnoculturales o etnonacionalistas que tanto han contaminado y contaminan la acción política. Alentando demagógicamente el debate sobre este tipo de identidades, se corre un grave riesgo de debilitamiento de la propia estructura democrática de nuestras sociedades. Quizá necesitaríamos ahora un renovado intento de reforzar la identidad social y política de todos los seres humanos. Una identidad inclusiva, plural y gestionada política y democráticamente por todos, aprovechando también las nuevas oportunidades que la sociedad de la información y la comunicación ofrece. Es decir, reubicar de nuevo el ámbito de la identidad en lo social y lo político (y también en el ámbito de la política informal), evitando los peligros de las derivas culturalistas y religiosas.
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