Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 06/02/08):
Desde los años noventa, dos clases de combate difieren del modelo de la guerra tradicional: por una parte, las intervenciones de carácter internacional (en los Balcanes, en Timor Oriental, en África…) y, por otra, la “guerra contra el terrorismo” y sus prolongaciones en Afganistán e Iraq.
Carl von Clausewitz, su teórico prusiano, concibió la guerra moderna tras la epopeya napoleónica como “la continuación de la política por otros medios”. En su De la guerra distingue dos dimensiones. De una parte, el concepto de guerra. La guerra tiene su lógica, sus leyes; es una violencia sin límites, que no conduce más que a los extremos; es un “conflicto de fuerzas abandonadas a sí mismas y que sólo obedecen a las leyes de su propia naturaleza”.
Pero, de otra parte, “la guerra no es jamás un acto aislado”; nunca estalla de repente, se prepara y no es un choque ilimitado. “Su resultado - dice nuestro autor- no es nunca absoluto”, los adversarios no son “abstracciones sino estados y gobiernos reales” y la “ley de los extremos” que corresponde al concepto puro cede el lugar a objetivos políticos. Porque en el fondo la causa inicial de la guerra es política, afirma Clausewitz, y si bien hay una gran diversidad de guerras, ello obedece a que las combinaciones posibles de lo político y lo exclusivamente militar son innumerables. La guerra no puede ser absoluta, pura, reducida a su propio concepto; es, también, instrumental. Sólo es menester que política y combate no entren en conflicto. “Cuando la política - dice Clausewitz- es lo que debe ser; es decir, cuando es la inteligencia misma del Estado, nada se halla en principio en condiciones de escapar a su control, y la guerra (…) no queda por ello menos sometida a sus cálculos”.
Pero hoy el recurso a la fuerza desborda todo objetivo político para convertirse en meta o suprapolítico, y en especial religioso. El terrorismo crea situaciones en que la guerra ya no es la prolongación de la política, sino un combate total en el que cada enemigo trata al otro como mal absoluto. Cuando un Estado usa la fuerza para destruir al enemigo, negarlo y eliminarlo crea las condiciones de una violencia extrema con analogías con el concepto puro y absoluto de la guerra, sin que la política tenga cabida. Y estamos, si no allende la idea de Carl von Clausewitz que hace de la guerra un acto de fuerza “por el que intentamos obligar al adversario a someterse a nuestra voluntad”, al menos ciertamente en sus mismos márgenes, en una situación extrema: se trata de aniquilar al otro.
Las dos caras de la guerra, la que corresponde a su concepto absoluto y la que corresponde a su objetivo político, parecen hoy y en lo sucesivo más bien escindirse que articularse. La guerra es un desencadenamiento de violencia sin límites, sin respeto de las normas del derecho, nacional o internacional, ni intentos de alcanzar una paz; así es desde el momento en que uno de los protagonistas, estatal o no, quiere la aniquilación pura y simple de su enemigo y cuando se reemplaza la política por invocaciones a absolutos: el bien contra el mal. Y, por otra parte, y en el caso de las intervenciones internacionales, la guerra corresponde a un empleo limitado de la fuerza para proyectos políticos que no tienen nada que ver con los intereses inmediatos de quienes la ponen en práctica. Se trata de evitar la catástrofe humana, restablecer la paz, promover la estabilidad del sistema político, crear las condiciones del desarrollo democrático y económico. El espacio de la guerra clásica parece así haberse hecho añicos para ceder a lógicas extremas de violencia o a misiones armadas de nivel de violencia muy controlado: unas y otras merecen un calificativo distinto.
Según Von Clausewitz, el uso de la fuerza no conoce “más límites a su acción que algunas restricciones insignificantes que no debilitan en esencia su poder y que, por lo demás, acepta bajo el nombre de derecho de gentes”. Pero hoy el “derecho de gentes” es ampliamente reconocido - lo llamamos “derechos humanos”- por la Cruz Roja, el inmenso tejido de las ONG humanitarias, la ONU o las convenciones de Ginebra. Y tal “derecho de gentes” es tan omnipresente que fundamenta la praxis actual de las coaliciones multinacionales, bajo mandato internacional, que emprenden operaciones armadas no para imponer su poder y sus propias metas políticas, sino para poner fin a los crímenes contra la humanidad, crear las condiciones para la instauración de la paz, solucionar una crisis local y establecer o restablecer la democracia o los derechos humanos.
La guerra contemporánea desborda el marco de los Estados nación, moviliza ejércitos crecientemente profesionales e incluso a mercenarios, causando más víctimas civiles (en proporción) que en la época clásica. Todos estos cambios provocan fenómenos de desarticulación y rearticulación de las esferas política y militar. En adelante, la guerra si por un lado tiende a la barbarie - una regresión-, por otro deja de hallar su legitimidad en los intereses de los países enfrentados para encontrarlo más bien en su carácter de instrumento político de civilización - objeto de consenso de geometría variable entre las potencias-, lo que ya constituye un avance.
Desde los años noventa, dos clases de combate difieren del modelo de la guerra tradicional: por una parte, las intervenciones de carácter internacional (en los Balcanes, en Timor Oriental, en África…) y, por otra, la “guerra contra el terrorismo” y sus prolongaciones en Afganistán e Iraq.
Carl von Clausewitz, su teórico prusiano, concibió la guerra moderna tras la epopeya napoleónica como “la continuación de la política por otros medios”. En su De la guerra distingue dos dimensiones. De una parte, el concepto de guerra. La guerra tiene su lógica, sus leyes; es una violencia sin límites, que no conduce más que a los extremos; es un “conflicto de fuerzas abandonadas a sí mismas y que sólo obedecen a las leyes de su propia naturaleza”.
Pero, de otra parte, “la guerra no es jamás un acto aislado”; nunca estalla de repente, se prepara y no es un choque ilimitado. “Su resultado - dice nuestro autor- no es nunca absoluto”, los adversarios no son “abstracciones sino estados y gobiernos reales” y la “ley de los extremos” que corresponde al concepto puro cede el lugar a objetivos políticos. Porque en el fondo la causa inicial de la guerra es política, afirma Clausewitz, y si bien hay una gran diversidad de guerras, ello obedece a que las combinaciones posibles de lo político y lo exclusivamente militar son innumerables. La guerra no puede ser absoluta, pura, reducida a su propio concepto; es, también, instrumental. Sólo es menester que política y combate no entren en conflicto. “Cuando la política - dice Clausewitz- es lo que debe ser; es decir, cuando es la inteligencia misma del Estado, nada se halla en principio en condiciones de escapar a su control, y la guerra (…) no queda por ello menos sometida a sus cálculos”.
Pero hoy el recurso a la fuerza desborda todo objetivo político para convertirse en meta o suprapolítico, y en especial religioso. El terrorismo crea situaciones en que la guerra ya no es la prolongación de la política, sino un combate total en el que cada enemigo trata al otro como mal absoluto. Cuando un Estado usa la fuerza para destruir al enemigo, negarlo y eliminarlo crea las condiciones de una violencia extrema con analogías con el concepto puro y absoluto de la guerra, sin que la política tenga cabida. Y estamos, si no allende la idea de Carl von Clausewitz que hace de la guerra un acto de fuerza “por el que intentamos obligar al adversario a someterse a nuestra voluntad”, al menos ciertamente en sus mismos márgenes, en una situación extrema: se trata de aniquilar al otro.
Las dos caras de la guerra, la que corresponde a su concepto absoluto y la que corresponde a su objetivo político, parecen hoy y en lo sucesivo más bien escindirse que articularse. La guerra es un desencadenamiento de violencia sin límites, sin respeto de las normas del derecho, nacional o internacional, ni intentos de alcanzar una paz; así es desde el momento en que uno de los protagonistas, estatal o no, quiere la aniquilación pura y simple de su enemigo y cuando se reemplaza la política por invocaciones a absolutos: el bien contra el mal. Y, por otra parte, y en el caso de las intervenciones internacionales, la guerra corresponde a un empleo limitado de la fuerza para proyectos políticos que no tienen nada que ver con los intereses inmediatos de quienes la ponen en práctica. Se trata de evitar la catástrofe humana, restablecer la paz, promover la estabilidad del sistema político, crear las condiciones del desarrollo democrático y económico. El espacio de la guerra clásica parece así haberse hecho añicos para ceder a lógicas extremas de violencia o a misiones armadas de nivel de violencia muy controlado: unas y otras merecen un calificativo distinto.
Según Von Clausewitz, el uso de la fuerza no conoce “más límites a su acción que algunas restricciones insignificantes que no debilitan en esencia su poder y que, por lo demás, acepta bajo el nombre de derecho de gentes”. Pero hoy el “derecho de gentes” es ampliamente reconocido - lo llamamos “derechos humanos”- por la Cruz Roja, el inmenso tejido de las ONG humanitarias, la ONU o las convenciones de Ginebra. Y tal “derecho de gentes” es tan omnipresente que fundamenta la praxis actual de las coaliciones multinacionales, bajo mandato internacional, que emprenden operaciones armadas no para imponer su poder y sus propias metas políticas, sino para poner fin a los crímenes contra la humanidad, crear las condiciones para la instauración de la paz, solucionar una crisis local y establecer o restablecer la democracia o los derechos humanos.
La guerra contemporánea desborda el marco de los Estados nación, moviliza ejércitos crecientemente profesionales e incluso a mercenarios, causando más víctimas civiles (en proporción) que en la época clásica. Todos estos cambios provocan fenómenos de desarticulación y rearticulación de las esferas política y militar. En adelante, la guerra si por un lado tiende a la barbarie - una regresión-, por otro deja de hallar su legitimidad en los intereses de los países enfrentados para encontrarlo más bien en su carácter de instrumento político de civilización - objeto de consenso de geometría variable entre las potencias-, lo que ya constituye un avance.
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