Por Carlos Fuentes, escritor mexicano (09/02/08):
Francia se cuestiona. La nación se asombra. El país se desconcierta. ¿Qué es la pipolización? ¿Una moda? ¿Una plaga? ¿Un hecho pasajero? ¿Un nuevo determinante de la vida política y social? La palabra misma es una galificación de la palabra inglesa people, la “gente” en general pero más específicamente, quienes aparecen en la revista People dedicada a celebrar, escrutinar y a veces censurar a las “celebridades” del entretenimiento, la moda, el deporte en general, los favorecidos de la fortuna.
Francia, en particular, ha distanciado a sus gobernantes de la frivolidad y la farándula privilegiando la formalidad. En un célebre debate electoral de 1988 entre el entonces presidente, François Mitterrand, y su opositor Jacques Chirac, candidato a la presidencia pero también primer ministro en el régimen de cohabitación, Chirac le pidió a Mitterrand: -Seamos menos formales. No me trate de primer ministro y yo no lo trataré de señor presidente. Aligeremos el debate. Usted es François Mitterrand y yo soy Jacques Chirac.
A lo que Mitterrand, el más zorro de todos los zorros, contestó: -Tiene usted toda la razón, señor primer ministro.
En la Quinta República, el formalismo político francés se presentaba, con ritmos diversos, como una herencia de la autoridad estatal que Francia, antes que cualquier otro país europeo, conquistó desde la creación del servicio civil por Felipe Augusto en 1180, formando una burocracia de funcionarios burgueses.
El estatismo francés sobrevivió a la revolución de 1789, al régimen bonapartista y a las guerras -victoriosas o perdidas- de los siglos XIX y XX. El Estado francés se reclutó entre los alumnos de “las grandes escuelas” y rarísima vez entre la clase obrera, verdadero contrapoder de la Francia industrial. El Estado encuentra élites, forma élites, las recupera.
La humillación de Francia por Hitler en 1940 obligó a De Gaulle a rechazar la derrota, conducir el movimiento de la Francia Libre y, al cabo, inaugurar la Quinta República con una mezcla de brío imperial, cazurronería política y fe en el destino de la nación (”la particularidad francesa”) fácil de caricaturizar.
De Gaulle ante el Consejo de Ministros: “He decidido arrojar la bomba atómica sobre Moscú”.
Un ministro: “¡Dios mío!”
De Gaulle: “No exageremos”.
Quiero decir que la dignidad cuasi-imperial de la presidencia francesa ha sido cultivada y protegida por los sucesores del general con grados diversos de éxito. El mayor fue el de Mitterrand, presidente durante catorce años, a partir de 1981 y después de dos derrotas electorales en 1965 y en 1974. La dignidad presidencial de Mitterrand no era, sino en parte, asunto de tradición. Lo era, sobre todo, de inteligencia. Era un verdadero hombre de Estado y su vida personal -su enfermedad, su casa chica, su hija fuera de matrimonio- pertenecían (y allí se quedaron) a su vida privada.
Es ésta la tradición con la que, ruidosamente, ha roto Nicolas Sarkozy. El nuevo presidente exhibe en público su vida privada. Las tensiones con su mujer, Cécilia, culminan en el divorcio. La señora parece acusar a su ex-marido de tacaño, egoísta, mal esposo, y mal padre. Sarkozy se lía y acaba casándose con una mujer bella y vivida, Carla Bruni. Los dos se embarcan en giras por el Mediterráneo seguidos por ejércitos de periodistas y fotógrafos. Sarkozy y Bruni ingresan de lleno en la pipolización. La presidencia discreta, lejana, intocable, ha muerto. En Egipto, a Napoleón lo contemplaron cuatro siglos. En Egipto, a Sarkozy, lo retratan cuatrocientos fotógrafos.
Bruno le Maire ha escrito un libro titulado Des hommes D’Etat (Hombres de Estado) protagonizado por el presidente Jacques Chirac, el ministro del Interior y luego primer ministro Dominique de Villepin y el ministro del Interior y al cabo presidente de la República Nicolas Sarkozy. El autor fue consejero y director de gabinete de Villepin, de manera que se esfuerza por equilibrar el retrato que hace de los tres protagonistas. Es explicable que, a pesar de todo, sus simpatías se inclinen hacia Villepin. Resulta claro que su semblanza de Chirac oscila entre la admiración hacia el viejo político experimentado, astuto y mal-hablado, y la constatación de que el presidente es un hombre cansado, enfermo y dado a bostezar, pero capaz aun de imponerse tanto por su conocimiento de la agenda interior como de la internacional. Personaje “intuitivo, autoritario, persuasivo e inquieto”, Chirac supera sus debilidades avanzando siempre, sin complejos, provocando, proclamando.
La sintonía de Chirac con Villepin se dio sobre todo en política exterior. Es ésta la política que Villepin le explica a Sarkozy como deber ético y pragmático de Francia: no darle apoyo incondicional a la diplomacia norteamericana. Es sólo uno de muchos intercambios entre los dos funcionarios estrella del Gabinete a la luz de la sucesión presidencial. Evento plagado de problemas porque, como advierte Villepin, “lo más difícil en política, es irse con dignidad”, receta que, al cabo, debe aplicarse a sí mismo.
Chirac, en espera de un ocaso que quisiera retrasar, recomienda a sus allegados: “No se ocupen de Sarkozy. Es un hombre imposible de dominar. La mejor manera de dominarlo es no hacerle caso”. El núcleo duro del libro de Le Maire es la rivalidad mortal entre Villepin y Sarkozy, “dos rivales ligados por el odio, el miedo, la admiración y el respeto”. La pavana que ambos bailan es primero una “lucha verbal, brillante, asesina y amarga”, en la que Villepin lleva todas las de perder. En el fondo, sin antecedentes electorales, sabe que no basta una brillante carrera burocrática para ser candidato. Acaso su enfrentamiento a Sarkozy es un deber. El de limitar a un político que fluctúa entre la autocompasión (”Estoy solo. Me hice solo. Seguiré solo”) y la auto-exaltación (”Soy libre. Sólo yo soy libre”). Villepin, el intelectual, el historiador, el hombre de cultura, confronta a un Sarkozy que se dice movido por el instinto. “No soy intelectual. Soy animal”. La convicción de Villepin es la tradición. La convicción de Sarkozy es el cambio.
Y Le Maire se pregunta: “¿cómo pueden dos hombres que se han prometido una admiración real, ceder, poco a poco, bajo el peso de los acontecimientos, al odio?”.
Provocador, brillante y seductor, Nicolas Sarkozy insulta a Villepin cuando le propone al primer ministro ser su “patiño”: mero presentador de Sarkozy en la Asamblea del partido golista, UMP, Villepin le advierte a Sarkozy: “No acabes en el papel del buitre”. Sarkozy gana la elección en mayo del 2007, habiendo declarado que con su victoria, desaparecerán “los pilares del mundo antiguo”, es decir, las élites que mencioné al principio de este artículo.
Ahora, Sarkozy se enfrenta a la dura prueba de un país con antiguas y sólidas tradiciones que, acaso, no tolere el exhibicionismo y la frivolidad del presidente de la República. Pero la República misma ha cambiado y se pregunta si el viejo Estado nacional francés ya no es sino el árbitro entre el interés público y el interés privado y si éste, el mundo privado, no es ya un mundo público que, por vía de la globalización, se le impone por arriba al Estado mientras que, por debajo, una ciudadanía inteligente, educada y alerta asume la vigilancia abandonada por una oposición de izquierda peleonera, fracturada, más enemiga de sí misma que del Gobierno.
Sea como sea, la agenda pendiente de Francia está a la vista. El desempleo ha sido y sigue siendo la plaga de la economía francesa. ¿En qué condiciones entrarán los jóvenes al mercado de trabajo? ¿A qué edad y en qué condiciones debe jubilarse un trabajador? ¿Cómo establecer con equidad y oportunidad el horario semanal de trabajo? ¿Cómo dinamizar la función pública, al empresariado y al trabajador en la era global? ¿Cómo conciliar crecimiento y justicia? ¿Cómo ajustar el progreso social a la economía global? Previsión social. Política de familia. Consenso de clases e intereses gracias a la mediación del Estado.
Éstas -y muchas más- son cuestiones que el Gobierno de Sarkozy no podrá evadir, so pena de dejar a Francia en estado de retraso frente a una realidad global que no está fijada, que fluye y que nos obliga a pensar, actuar e influir. Globalidad no es fatalidad, puede ser oportunidad.
Lo demás, la pipolización, Sarkozy y sus mujeres, sólo es, como dice un viejo y sabio francés y muy querido amigo, “entretenimiento”: “C’est amusant”.
Francia se cuestiona. La nación se asombra. El país se desconcierta. ¿Qué es la pipolización? ¿Una moda? ¿Una plaga? ¿Un hecho pasajero? ¿Un nuevo determinante de la vida política y social? La palabra misma es una galificación de la palabra inglesa people, la “gente” en general pero más específicamente, quienes aparecen en la revista People dedicada a celebrar, escrutinar y a veces censurar a las “celebridades” del entretenimiento, la moda, el deporte en general, los favorecidos de la fortuna.
Francia, en particular, ha distanciado a sus gobernantes de la frivolidad y la farándula privilegiando la formalidad. En un célebre debate electoral de 1988 entre el entonces presidente, François Mitterrand, y su opositor Jacques Chirac, candidato a la presidencia pero también primer ministro en el régimen de cohabitación, Chirac le pidió a Mitterrand: -Seamos menos formales. No me trate de primer ministro y yo no lo trataré de señor presidente. Aligeremos el debate. Usted es François Mitterrand y yo soy Jacques Chirac.
A lo que Mitterrand, el más zorro de todos los zorros, contestó: -Tiene usted toda la razón, señor primer ministro.
En la Quinta República, el formalismo político francés se presentaba, con ritmos diversos, como una herencia de la autoridad estatal que Francia, antes que cualquier otro país europeo, conquistó desde la creación del servicio civil por Felipe Augusto en 1180, formando una burocracia de funcionarios burgueses.
El estatismo francés sobrevivió a la revolución de 1789, al régimen bonapartista y a las guerras -victoriosas o perdidas- de los siglos XIX y XX. El Estado francés se reclutó entre los alumnos de “las grandes escuelas” y rarísima vez entre la clase obrera, verdadero contrapoder de la Francia industrial. El Estado encuentra élites, forma élites, las recupera.
La humillación de Francia por Hitler en 1940 obligó a De Gaulle a rechazar la derrota, conducir el movimiento de la Francia Libre y, al cabo, inaugurar la Quinta República con una mezcla de brío imperial, cazurronería política y fe en el destino de la nación (”la particularidad francesa”) fácil de caricaturizar.
De Gaulle ante el Consejo de Ministros: “He decidido arrojar la bomba atómica sobre Moscú”.
Un ministro: “¡Dios mío!”
De Gaulle: “No exageremos”.
Quiero decir que la dignidad cuasi-imperial de la presidencia francesa ha sido cultivada y protegida por los sucesores del general con grados diversos de éxito. El mayor fue el de Mitterrand, presidente durante catorce años, a partir de 1981 y después de dos derrotas electorales en 1965 y en 1974. La dignidad presidencial de Mitterrand no era, sino en parte, asunto de tradición. Lo era, sobre todo, de inteligencia. Era un verdadero hombre de Estado y su vida personal -su enfermedad, su casa chica, su hija fuera de matrimonio- pertenecían (y allí se quedaron) a su vida privada.
Es ésta la tradición con la que, ruidosamente, ha roto Nicolas Sarkozy. El nuevo presidente exhibe en público su vida privada. Las tensiones con su mujer, Cécilia, culminan en el divorcio. La señora parece acusar a su ex-marido de tacaño, egoísta, mal esposo, y mal padre. Sarkozy se lía y acaba casándose con una mujer bella y vivida, Carla Bruni. Los dos se embarcan en giras por el Mediterráneo seguidos por ejércitos de periodistas y fotógrafos. Sarkozy y Bruni ingresan de lleno en la pipolización. La presidencia discreta, lejana, intocable, ha muerto. En Egipto, a Napoleón lo contemplaron cuatro siglos. En Egipto, a Sarkozy, lo retratan cuatrocientos fotógrafos.
Bruno le Maire ha escrito un libro titulado Des hommes D’Etat (Hombres de Estado) protagonizado por el presidente Jacques Chirac, el ministro del Interior y luego primer ministro Dominique de Villepin y el ministro del Interior y al cabo presidente de la República Nicolas Sarkozy. El autor fue consejero y director de gabinete de Villepin, de manera que se esfuerza por equilibrar el retrato que hace de los tres protagonistas. Es explicable que, a pesar de todo, sus simpatías se inclinen hacia Villepin. Resulta claro que su semblanza de Chirac oscila entre la admiración hacia el viejo político experimentado, astuto y mal-hablado, y la constatación de que el presidente es un hombre cansado, enfermo y dado a bostezar, pero capaz aun de imponerse tanto por su conocimiento de la agenda interior como de la internacional. Personaje “intuitivo, autoritario, persuasivo e inquieto”, Chirac supera sus debilidades avanzando siempre, sin complejos, provocando, proclamando.
La sintonía de Chirac con Villepin se dio sobre todo en política exterior. Es ésta la política que Villepin le explica a Sarkozy como deber ético y pragmático de Francia: no darle apoyo incondicional a la diplomacia norteamericana. Es sólo uno de muchos intercambios entre los dos funcionarios estrella del Gabinete a la luz de la sucesión presidencial. Evento plagado de problemas porque, como advierte Villepin, “lo más difícil en política, es irse con dignidad”, receta que, al cabo, debe aplicarse a sí mismo.
Chirac, en espera de un ocaso que quisiera retrasar, recomienda a sus allegados: “No se ocupen de Sarkozy. Es un hombre imposible de dominar. La mejor manera de dominarlo es no hacerle caso”. El núcleo duro del libro de Le Maire es la rivalidad mortal entre Villepin y Sarkozy, “dos rivales ligados por el odio, el miedo, la admiración y el respeto”. La pavana que ambos bailan es primero una “lucha verbal, brillante, asesina y amarga”, en la que Villepin lleva todas las de perder. En el fondo, sin antecedentes electorales, sabe que no basta una brillante carrera burocrática para ser candidato. Acaso su enfrentamiento a Sarkozy es un deber. El de limitar a un político que fluctúa entre la autocompasión (”Estoy solo. Me hice solo. Seguiré solo”) y la auto-exaltación (”Soy libre. Sólo yo soy libre”). Villepin, el intelectual, el historiador, el hombre de cultura, confronta a un Sarkozy que se dice movido por el instinto. “No soy intelectual. Soy animal”. La convicción de Villepin es la tradición. La convicción de Sarkozy es el cambio.
Y Le Maire se pregunta: “¿cómo pueden dos hombres que se han prometido una admiración real, ceder, poco a poco, bajo el peso de los acontecimientos, al odio?”.
Provocador, brillante y seductor, Nicolas Sarkozy insulta a Villepin cuando le propone al primer ministro ser su “patiño”: mero presentador de Sarkozy en la Asamblea del partido golista, UMP, Villepin le advierte a Sarkozy: “No acabes en el papel del buitre”. Sarkozy gana la elección en mayo del 2007, habiendo declarado que con su victoria, desaparecerán “los pilares del mundo antiguo”, es decir, las élites que mencioné al principio de este artículo.
Ahora, Sarkozy se enfrenta a la dura prueba de un país con antiguas y sólidas tradiciones que, acaso, no tolere el exhibicionismo y la frivolidad del presidente de la República. Pero la República misma ha cambiado y se pregunta si el viejo Estado nacional francés ya no es sino el árbitro entre el interés público y el interés privado y si éste, el mundo privado, no es ya un mundo público que, por vía de la globalización, se le impone por arriba al Estado mientras que, por debajo, una ciudadanía inteligente, educada y alerta asume la vigilancia abandonada por una oposición de izquierda peleonera, fracturada, más enemiga de sí misma que del Gobierno.
Sea como sea, la agenda pendiente de Francia está a la vista. El desempleo ha sido y sigue siendo la plaga de la economía francesa. ¿En qué condiciones entrarán los jóvenes al mercado de trabajo? ¿A qué edad y en qué condiciones debe jubilarse un trabajador? ¿Cómo establecer con equidad y oportunidad el horario semanal de trabajo? ¿Cómo dinamizar la función pública, al empresariado y al trabajador en la era global? ¿Cómo conciliar crecimiento y justicia? ¿Cómo ajustar el progreso social a la economía global? Previsión social. Política de familia. Consenso de clases e intereses gracias a la mediación del Estado.
Éstas -y muchas más- son cuestiones que el Gobierno de Sarkozy no podrá evadir, so pena de dejar a Francia en estado de retraso frente a una realidad global que no está fijada, que fluye y que nos obliga a pensar, actuar e influir. Globalidad no es fatalidad, puede ser oportunidad.
Lo demás, la pipolización, Sarkozy y sus mujeres, sólo es, como dice un viejo y sabio francés y muy querido amigo, “entretenimiento”: “C’est amusant”.
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