Por Juan Antonio Cebrián de Miguel (EL CORREO DIGITAL, 12/02/08):
Hace ahora tres meses, pronuncié la conferencia inaugural del congreso organizado por la Sociedad Argentina de Estudios Geográficos utilizando este título, ‘Los nuevos españoles: geografía de una inmigración sin precedentes’, porque subraya dos características de la corriente inmigratoria en España: su vocación de permanencia y su excepcionalidad, tanto en el ritmo de llegada como en la procedencia. La inmigración actual en nuestro país tiene tal intensidad que en el plazo de dos décadas ha hecho posible el asentamiento de cerca de cinco millones de extranjeros, según la estimación del INE a partir del Padrón Municipal de habitantes de enero de 2007. Se trata de un movimiento acelerado, ya que en el año 1998 los residentes extranjeros eran solamente 637.085. En otras palabras, en los últimos diez años la población residente extranjera se ha multiplicado por ocho, aproximadamente. Y aunque su distribución regional aparece claramente dominada por las comunidades más dinámicas económicamente, con el paso de los años los inmigrantes se han extendido por el territorio nacional, siendo muy numerosos en todas las provincias. La cornisa mediterránea, Madrid, Canarias y Baleares acogen al mayor número de residentes extranjeros; a continuación se sitúan Aragón y el País Vasco, cuya población extranjera ha crecido mucho proporcionalmente en los últimos cinco años.
La procedencia de los inmigrantes resulta también excepcional, por su variedad. Las comunidades más numerosas se caracterizan por la proximidad, geográfica y/o cultural de su país de origen. Por ello, entre las diez nacionalidades más frecuentes aparecen varias europeas, la marroquí y algunas latinoamericanas. Temporalmente, podemos distinguir varias oleadas de inmigrantes: una primera fase en la que ha predominado la inmigración de europeos jubilados, seguida de la llegada de marroquíes durante los años 90, de latinoamericanos en el período 1995-2005, y de los rumanos a partir de 2005. Como resultado, nos encontramos actualmente con cuatro categorías de nacionalidades de origen más representadas, que rondan los 500.000 residentes en el primer grupo (Marruecos, Rumania y Ecuador); en el segundo, los 300.000 (Reino Unido, Colombia y Argentina); en el tercero, los 200.000 (Alemania, Francia, Bolivia); y en el cuarto, Perú, los 150.000.
Con un 10% de población extranjera, España es, por primera vez en su historia contemporánea, un país de inmigrantes. Una transformación que ha tenido lugar en muy breve espacio de tiempo. En tales circunstancias, las políticas migratorias han tenido que formularse con carácter de urgencia, ampliando continuamente el marco de la legalidad y concediendo repetidas amnistías. La Administración española se ve obligada a divagar por un espacio complejo, ya que el ordenamiento de la inmigración tiene que tener en cuenta realidades económicas, sociales, diplomáticas, humanitarias, legales. Paulatinamente, el tratamiento de los problemas migratorios se ha ido descentralizando.
Si pensamos en las funciones que cumplen los inmigrantes en la España del siglo XXI, distinguiremos, sin ser exhaustivos, la económica, la demográfica y la cultural. Los inmigrantes desempeñan un papel importante en la nueva estructura económica de nuestro país, que se ve afectada por una modificación importante del mercado de trabajo a raíz de la aparición de un nuevo tejido empresarial, con los siguientes rasgos fundamentales: llegada de las multinacionales buscando mano de obra barata y sumisa, y un sistema político estable; reducción drástica de la empresa pública; proliferación de las pymes; reconversión industrial, robotización, industria ligera y transporte; transformación de la agricultura de subsistencia en agricultura especulativa; ‘boom’ de la construcción; consolidación del sector turístico. Al mismo tiempo, han tenido lugar dos transformaciones sociales de primera magnitud: la incorporación de la mujer al trabajo y el envejecimiento de la población. Se comprende que en esta nueva situación la creación de empleo haya sido superior a la oferta de trabajo de la sociedad autóctona. Sobre todo, se ha creado un número elevadísimo de puestos de escasa categoría y remuneración que los naturales no han reclamado y que los inmigrantes han aceptado como agua caída del cielo. Este tipo de trabajos se concentra, fundamentalmente, en el servicio doméstico, la hostelería, la construcción y, en las regiones mediterráneas, en la agricultura.
Sin solución de continuidad, los inmigrantes cumplen una función cultural y una función demográfica, esta última con un carácter extraordinario. Los inmigrantes han hecho posible que España supere con creces su límite histórico demográfico. Los españoles siguen siendo 40.000.000, pero los nuevos españoles son cinco millones más. En proyecciones de la población española a medio plazo se baraja la cifra de cincuenta millones de personas, gracias a la inyección inmigratoria y a su movimiento natural. La población inmigrante adopta pautas de fecundidad muy superiores a las de la población autóctona: los nacimientos de madre extranjera en España son ya superiores al 10,5% del total. Aunque las tasas de fecundidad de los inmigrantes tiendan a moderarse con el tiempo, la población inmigrante con vocación de permanencia está cambiando drásticamente las condiciones demográficas de nuestro país, ahuyentando la sombra del colapso demográfico. Al tiempo, los inmigrantes necesitan también cubrir sus necesidades, que, naturalmente, deberá facilitar el cuerpo social que los acoge: permisos de residencia y trabajo, puestos laborales, vivienda, educación, sanidad e integración, entre otras. En España se han multiplicado las actuaciones asistenciales y las asociaciones pro inmigrantes y de inmigrantes, que, junto con los gobiernos locales y regionales, prestan atención a estas necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo procedente del extranjero.
Finalmente, me interesa reflejar el crecimiento de la voluntad de los inmigrantes no nacionalizados de participar en la vida política de nuestro país, porque pienso que es la sociedad civil la que debe canalizar las inquietudes de la población inmigrante no naturalizada, con representación en foros a todos los niveles. Forzar su participación plena en la vida política sería banalizar todavía más la esencia de la democracia española, facilitando la creación de líderes ‘mediáticos’. Si los españoles hemos descubierto que nos resulta complicado compartir un ‘pasado común’, no parece honesto forzar la integración de los inmigrantes españoles no naturalizados. El respeto por cada comunidad étnica o histórica es fundamental en cualquier sociedad plural que no esté en descomposición.
Hace ahora tres meses, pronuncié la conferencia inaugural del congreso organizado por la Sociedad Argentina de Estudios Geográficos utilizando este título, ‘Los nuevos españoles: geografía de una inmigración sin precedentes’, porque subraya dos características de la corriente inmigratoria en España: su vocación de permanencia y su excepcionalidad, tanto en el ritmo de llegada como en la procedencia. La inmigración actual en nuestro país tiene tal intensidad que en el plazo de dos décadas ha hecho posible el asentamiento de cerca de cinco millones de extranjeros, según la estimación del INE a partir del Padrón Municipal de habitantes de enero de 2007. Se trata de un movimiento acelerado, ya que en el año 1998 los residentes extranjeros eran solamente 637.085. En otras palabras, en los últimos diez años la población residente extranjera se ha multiplicado por ocho, aproximadamente. Y aunque su distribución regional aparece claramente dominada por las comunidades más dinámicas económicamente, con el paso de los años los inmigrantes se han extendido por el territorio nacional, siendo muy numerosos en todas las provincias. La cornisa mediterránea, Madrid, Canarias y Baleares acogen al mayor número de residentes extranjeros; a continuación se sitúan Aragón y el País Vasco, cuya población extranjera ha crecido mucho proporcionalmente en los últimos cinco años.
La procedencia de los inmigrantes resulta también excepcional, por su variedad. Las comunidades más numerosas se caracterizan por la proximidad, geográfica y/o cultural de su país de origen. Por ello, entre las diez nacionalidades más frecuentes aparecen varias europeas, la marroquí y algunas latinoamericanas. Temporalmente, podemos distinguir varias oleadas de inmigrantes: una primera fase en la que ha predominado la inmigración de europeos jubilados, seguida de la llegada de marroquíes durante los años 90, de latinoamericanos en el período 1995-2005, y de los rumanos a partir de 2005. Como resultado, nos encontramos actualmente con cuatro categorías de nacionalidades de origen más representadas, que rondan los 500.000 residentes en el primer grupo (Marruecos, Rumania y Ecuador); en el segundo, los 300.000 (Reino Unido, Colombia y Argentina); en el tercero, los 200.000 (Alemania, Francia, Bolivia); y en el cuarto, Perú, los 150.000.
Con un 10% de población extranjera, España es, por primera vez en su historia contemporánea, un país de inmigrantes. Una transformación que ha tenido lugar en muy breve espacio de tiempo. En tales circunstancias, las políticas migratorias han tenido que formularse con carácter de urgencia, ampliando continuamente el marco de la legalidad y concediendo repetidas amnistías. La Administración española se ve obligada a divagar por un espacio complejo, ya que el ordenamiento de la inmigración tiene que tener en cuenta realidades económicas, sociales, diplomáticas, humanitarias, legales. Paulatinamente, el tratamiento de los problemas migratorios se ha ido descentralizando.
Si pensamos en las funciones que cumplen los inmigrantes en la España del siglo XXI, distinguiremos, sin ser exhaustivos, la económica, la demográfica y la cultural. Los inmigrantes desempeñan un papel importante en la nueva estructura económica de nuestro país, que se ve afectada por una modificación importante del mercado de trabajo a raíz de la aparición de un nuevo tejido empresarial, con los siguientes rasgos fundamentales: llegada de las multinacionales buscando mano de obra barata y sumisa, y un sistema político estable; reducción drástica de la empresa pública; proliferación de las pymes; reconversión industrial, robotización, industria ligera y transporte; transformación de la agricultura de subsistencia en agricultura especulativa; ‘boom’ de la construcción; consolidación del sector turístico. Al mismo tiempo, han tenido lugar dos transformaciones sociales de primera magnitud: la incorporación de la mujer al trabajo y el envejecimiento de la población. Se comprende que en esta nueva situación la creación de empleo haya sido superior a la oferta de trabajo de la sociedad autóctona. Sobre todo, se ha creado un número elevadísimo de puestos de escasa categoría y remuneración que los naturales no han reclamado y que los inmigrantes han aceptado como agua caída del cielo. Este tipo de trabajos se concentra, fundamentalmente, en el servicio doméstico, la hostelería, la construcción y, en las regiones mediterráneas, en la agricultura.
Sin solución de continuidad, los inmigrantes cumplen una función cultural y una función demográfica, esta última con un carácter extraordinario. Los inmigrantes han hecho posible que España supere con creces su límite histórico demográfico. Los españoles siguen siendo 40.000.000, pero los nuevos españoles son cinco millones más. En proyecciones de la población española a medio plazo se baraja la cifra de cincuenta millones de personas, gracias a la inyección inmigratoria y a su movimiento natural. La población inmigrante adopta pautas de fecundidad muy superiores a las de la población autóctona: los nacimientos de madre extranjera en España son ya superiores al 10,5% del total. Aunque las tasas de fecundidad de los inmigrantes tiendan a moderarse con el tiempo, la población inmigrante con vocación de permanencia está cambiando drásticamente las condiciones demográficas de nuestro país, ahuyentando la sombra del colapso demográfico. Al tiempo, los inmigrantes necesitan también cubrir sus necesidades, que, naturalmente, deberá facilitar el cuerpo social que los acoge: permisos de residencia y trabajo, puestos laborales, vivienda, educación, sanidad e integración, entre otras. En España se han multiplicado las actuaciones asistenciales y las asociaciones pro inmigrantes y de inmigrantes, que, junto con los gobiernos locales y regionales, prestan atención a estas necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo procedente del extranjero.
Finalmente, me interesa reflejar el crecimiento de la voluntad de los inmigrantes no nacionalizados de participar en la vida política de nuestro país, porque pienso que es la sociedad civil la que debe canalizar las inquietudes de la población inmigrante no naturalizada, con representación en foros a todos los niveles. Forzar su participación plena en la vida política sería banalizar todavía más la esencia de la democracia española, facilitando la creación de líderes ‘mediáticos’. Si los españoles hemos descubierto que nos resulta complicado compartir un ‘pasado común’, no parece honesto forzar la integración de los inmigrantes españoles no naturalizados. El respeto por cada comunidad étnica o histórica es fundamental en cualquier sociedad plural que no esté en descomposición.
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