Por Enrique Murillo, escritor y editor (EL PAÍS, 13/02/08):
Me río solo cada vez que me acuerdo del día en que, a espaldas de George W. Bush, y mientras el presidente norteamericano soltaba una de sus arengas, un mozalbete daba cabezadas en lugar de mostrar una sonrisa de aprobación como el resto de personas que formaban parte del grupo de figurantes que, desde hace unos años, rodean de calor y apoyo a los políticos en todos los mítines. Es un invento diabólico. Nosotros, los ciudadanos-televidentes, nos miramos en el espejo formado por un grupo de partidarios acérrimos del líder, y su aprobación acrítica se pega a nuestro rostro como un chicle usado se pega a la suela del zapato que lo pisa. Supongo que este truco escenográfico funciona muy bien, pues ha sido imitado a diestra y siniestra por todas las facciones políticas. Las masas televidentes no pueden impedir que asome a su rostro la sonrisa pelotilla, bobalicona o arrobada de los fieles que les miran desde el escenario. De esta forma sencilla el líder logra la aprobación, sube puntos en las encuestas, y, finalmente, capta votos.
Pero incluso los mejores inventos tienen sus fallos. Así ocurrió en aquella ocasión, cuando el chico, en lugar de aprobar, se durmió. El efecto era contraproducente, pues resultaba sobremanera cómico que el encendido discurso presidencial de Bush produjese en el muchacho un sopor tan profundo. Por un instante, todo se venía abajo. Focos, tramoyas, atrezzo, figurantes y todo lo demás, incluido el texto escrito por algún oscuro redactor y mediocremente pronunciado por el amo del mundo, toda la generalmente creíble mentira escenográfica del acto de propaganda, se hundía. La mentira seductora se convertía en una verdad hilarante.
He recordado aquellas imágenes ante la proximidad de las elecciones generales en España. Y esta vez, en lugar de reírme, me han entrado toda clase de agobios, tal vez porque, como ciudadano de Cataluña, llevo una saturación de campañas electorales que ya no doy más de mí. ¡La que se nos viene encima! Como dice, con sabio escepticismo, el historiador Guy Hermet en L’hiver de la démocratie, sin que nos diéramos cuenta la democracia está a día de hoy tan acabada como lo estaba el Ancien Régime mucho antes de 1789. Lo que queda es una panoplia, un mal espectáculo televisado, formas renovadas del populismo que han encarnado o encarnan cada uno a su modo Blair, Berlusconi, Aznar, Sarkozy o Zapatero.
Para la inmensa mayoría de los ciudadanos no habrá más campaña electoral que la que den las televisiones. En tono más o menos vibrante, siempre sin contexto, oiremos a uno y otro líder pronunciar media frase, y con esto y un bizcocho nos iremos a votar. O no. O integraremos las prietas filas del partido mayoritario de casi todas las convocatorias electorales occidentales, que es el del chico que ronca a espaldas del líder y que, sin duda, acaba encontrando el día de las elecciones algo mejor que hacer que echar una papeleta en la urna, y que se unirá como el 40% o más de los electores al partido de los abstencionistas, militantes o abúlicos.
Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que en estas elecciones oiremos hablar muy poco de asuntos serios y mucho de mera táctica. Se hablará mucho de terrorismo y poco de cambio climático, mucho de rebajillas fiscales y poco de la subida del Euríbor, mucho de política social y poco de reformas que regulen adecuadamente el aborto, que permitan de una vez controlar la violencia doméstica, o disponer de normas que nos permitan, ya que no en vida, tener cierta dignidad en la agonía y la muerte. Seguramente no se hablará de los peligros que trae consigo la actual fase financiera del capitalismo, en la que la maximización del beneficio ha dejado su puesto estelar al aumento del valor en Bolsa. Seguramente no se mencionará el hecho de que el reparto del valor añadido entre salario y capital está desequilibrándose peligrosamente hacia el capital, según afirmaciones del nada sospechoso Alan Greenspan (citado por François Ruffin en Le Monde Diplomatique de enero pasado), ni se hablará apenas de que el sistema educativo español es un verdadero desastre.
Como no lo remedie un milagro (y tal vez los expertos en la materia, a saber, los obispos, nos echen una mano) nada nos sacará del sopor. Pero nuestro ronquido, como el del muchacho que no escuchaba a Bush, podría estar ocultando una terrible pesadilla. La de unas vidas cada vez más extrañas, nerviosas, asfixiadas, hipotecadas y, como con razón dirán el día después de la votación nuestros queridos líderes, mayoritariamente desmotivadas.
Me río solo cada vez que me acuerdo del día en que, a espaldas de George W. Bush, y mientras el presidente norteamericano soltaba una de sus arengas, un mozalbete daba cabezadas en lugar de mostrar una sonrisa de aprobación como el resto de personas que formaban parte del grupo de figurantes que, desde hace unos años, rodean de calor y apoyo a los políticos en todos los mítines. Es un invento diabólico. Nosotros, los ciudadanos-televidentes, nos miramos en el espejo formado por un grupo de partidarios acérrimos del líder, y su aprobación acrítica se pega a nuestro rostro como un chicle usado se pega a la suela del zapato que lo pisa. Supongo que este truco escenográfico funciona muy bien, pues ha sido imitado a diestra y siniestra por todas las facciones políticas. Las masas televidentes no pueden impedir que asome a su rostro la sonrisa pelotilla, bobalicona o arrobada de los fieles que les miran desde el escenario. De esta forma sencilla el líder logra la aprobación, sube puntos en las encuestas, y, finalmente, capta votos.
Pero incluso los mejores inventos tienen sus fallos. Así ocurrió en aquella ocasión, cuando el chico, en lugar de aprobar, se durmió. El efecto era contraproducente, pues resultaba sobremanera cómico que el encendido discurso presidencial de Bush produjese en el muchacho un sopor tan profundo. Por un instante, todo se venía abajo. Focos, tramoyas, atrezzo, figurantes y todo lo demás, incluido el texto escrito por algún oscuro redactor y mediocremente pronunciado por el amo del mundo, toda la generalmente creíble mentira escenográfica del acto de propaganda, se hundía. La mentira seductora se convertía en una verdad hilarante.
He recordado aquellas imágenes ante la proximidad de las elecciones generales en España. Y esta vez, en lugar de reírme, me han entrado toda clase de agobios, tal vez porque, como ciudadano de Cataluña, llevo una saturación de campañas electorales que ya no doy más de mí. ¡La que se nos viene encima! Como dice, con sabio escepticismo, el historiador Guy Hermet en L’hiver de la démocratie, sin que nos diéramos cuenta la democracia está a día de hoy tan acabada como lo estaba el Ancien Régime mucho antes de 1789. Lo que queda es una panoplia, un mal espectáculo televisado, formas renovadas del populismo que han encarnado o encarnan cada uno a su modo Blair, Berlusconi, Aznar, Sarkozy o Zapatero.
Para la inmensa mayoría de los ciudadanos no habrá más campaña electoral que la que den las televisiones. En tono más o menos vibrante, siempre sin contexto, oiremos a uno y otro líder pronunciar media frase, y con esto y un bizcocho nos iremos a votar. O no. O integraremos las prietas filas del partido mayoritario de casi todas las convocatorias electorales occidentales, que es el del chico que ronca a espaldas del líder y que, sin duda, acaba encontrando el día de las elecciones algo mejor que hacer que echar una papeleta en la urna, y que se unirá como el 40% o más de los electores al partido de los abstencionistas, militantes o abúlicos.
Ojalá me equivoque, pero tengo la impresión de que en estas elecciones oiremos hablar muy poco de asuntos serios y mucho de mera táctica. Se hablará mucho de terrorismo y poco de cambio climático, mucho de rebajillas fiscales y poco de la subida del Euríbor, mucho de política social y poco de reformas que regulen adecuadamente el aborto, que permitan de una vez controlar la violencia doméstica, o disponer de normas que nos permitan, ya que no en vida, tener cierta dignidad en la agonía y la muerte. Seguramente no se hablará de los peligros que trae consigo la actual fase financiera del capitalismo, en la que la maximización del beneficio ha dejado su puesto estelar al aumento del valor en Bolsa. Seguramente no se mencionará el hecho de que el reparto del valor añadido entre salario y capital está desequilibrándose peligrosamente hacia el capital, según afirmaciones del nada sospechoso Alan Greenspan (citado por François Ruffin en Le Monde Diplomatique de enero pasado), ni se hablará apenas de que el sistema educativo español es un verdadero desastre.
Como no lo remedie un milagro (y tal vez los expertos en la materia, a saber, los obispos, nos echen una mano) nada nos sacará del sopor. Pero nuestro ronquido, como el del muchacho que no escuchaba a Bush, podría estar ocultando una terrible pesadilla. La de unas vidas cada vez más extrañas, nerviosas, asfixiadas, hipotecadas y, como con razón dirán el día después de la votación nuestros queridos líderes, mayoritariamente desmotivadas.
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