Por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la Junta de Extremadura (EL PAÍS, 13/02/08):
Nos pasa a todos y, por eso, resulta poco caritativo echarse sobre las espaldas de los prelados españoles cuando reclaman de los poderes públicos que hagan lo que ellos son incapaces de conseguir con su palabra y su ejemplo. ¿Quién no ha tenido la tentación de buscar culpables fuera de su ámbito de responsabilidad?
Vemos a los padres de alumnos pidiendo a los profesores que ejerzan la autoridad con unos hijos que ellos son incapaces de meter en vereda; cuando la autoridad familiar -materna y paterna- queda en entredicho, siempre cabe el fácil recurso de buscar en otros lo que no se es capaz de conseguir por nosotros mismos. Mil veces hemos oído decir que falta autoridad en la escuela, sabiendo que donde la ausencia de autoridad se hace notar es en la familia; conscientes como somos de esa situación, en lugar de pregonar a los cuatro vientos que somos incapaces de imponer una disciplina que ya no se lleva, reclamamos de los demás -escuela- que la impongan por nosotros, de tal suerte que cuanto más gritamos pidiendo leyes que refuercen la autoridad del profesor, más estamos poniendo en evidencia la escasez de autoridad en nuestras casas.
De igual forma nos comportamos cuando reclamamos más guardias civiles en la carretera para que controlen el comportamiento incívico en la conducción; a todos nos han enseñado a conducir en escuelas similares; a todos nos han inculcado las mismas reglas y todos hemos tenido que demostrar que conocemos bien el código de circulación para hacernos acreedores del permiso de conducir. Sabemos lo que tenemos que hacer, pero no lo hacemos y por eso gritamos que sean otros los que se encarguen de hacernos cumplir lo que nosotros no queremos, aunque eso nos cueste cientos de vidas todos los años.
¿Por qué, entonces, escandalizarse por la actitud de los obispos de la Iglesia verdadera? Cada proclama que hacen pública demandando de los poderes políticos que ajusten sus programas al ideario católico no es más que la manifestación de su fracaso y de la interiorización de que su doctrina es pura charlatanería para aquellos que deberían seguir sus mandatos y recomendaciones. Si los obispos católicos estuvieran convencidos de que su oposición al divorcio es una máxima seguida por su feligresía, no necesitarían exponerse a la crítica política cuando intentan reconducir el voto de quienes son de su parroquia pero no comulgan con sus ideas.
Debe ser descorazonador para los prelados observar el comportamiento de los fieles católicos que, a la menor oportunidad, hacen caso omiso de las recomendaciones pastorales, y se presentan a la misa de doce con otra pareja distinta de aquella con la que, ante el altar, se comprometieron a no romper aquello que su dios unió.
¿Y qué decir de aquellos fieles que, tentados por su apetito sexual, dejan en mal lugar a su obispo yéndose a vivir -y en ocasiones a convivir- con otra persona de su mismo sexo? ¿Acaso no han oído los homosexuales lo que, hasta la saciedad, han dicho sus prelados al respecto?
Ya sabemos que la Iglesia verdadera es amiga de la caridad; hasta tal punto es así, que esa virtud teologal lleva aparejado el adjetivo cristiana -de tal forma que cuando se oye decir la palabra caridad, la mente asocia indefectiblemente esa palabra con la de cristiana-, y por eso, hay que ponerse en los zapatos de los obispos católicos para entender su sufrimiento cuando al-gunos predicadores laicos escupen diaria
mente desde los micrófonos de la Cope insultos, calumnias y groserías que ponen en evidencia el ánimo conciliador y caritativo de la jerarquía eclesiástica.
A ellos, a los obispos católicos, les gustaría no tener que reclamar de los poderes públicos que adopten sus programas, sus principios y sus leyes a la doctrina verdadera; si lo hacen, y siempre lo hacen menos cuando hubo que hacerlo -¿publicaron los obispos un documento semejante al de los últimos días en la España fascista de Franco?-, no es por fastidiar al partido socialista, es sencillamente porque ellos se muestran impotentes a la hora de conducir al rebaño por el camino recto.
Los socialistas deberían dejar en paz a los obispos y agradecer que la impotencia episcopal para que sus fieles no coman de la fruta prohibida la intenten traducir en exigencia de responsabilidad a los demás. Bien preocupados deberían estar los socialistas si los obispos de la religión verdadera no tuvieran necesidad de exigirles que adopten sus propuestas al ideario católico, porque entonces estaríamos en un escenario electoral diferente. Imaginen los dirigentes socialistas qué pasaría si los divorcios no fueran consumidos por todos aquellos que, seguidores de la doctrina de la Conferencia Episcopal, se mantuvieran unidos a su pareja de por vida; y cuántos investigadores habrían cerrado sus laboratorios con tal de dejar en paz a las células madres como aconsejan sus preclaros pastores. ¿De qué hubiera servido una ley de igualdad si hombres y mujeres católicas hubieran seguido la práctica machista de la jerarquía eclesiástica? ¿Y los homosexuales? ¿Cuántos hubieran declarado su condición sexual si se hubiera respetado que la familia verdadera es la de peras con manzanas o manzanas con peras?
Este es el grave problema con el que nos encontramos: unos obispos que se desgañitan semana a semana indicándoles a sus fieles lo que se puede o no se puede hacer y unos fieles que, cada vez que les interesa, se convierten en infieles. ¿A quién puede extrañar que, ante semejante muestra de impotencia, los obispos españoles recurran a los poderes públicos para que no tienten a sus fieles con programas que, cual manzana de Eva, vuelven locos a sus adictos? Si los políticos no hubieran aprobado leyes perniciosas, los fieles católicos no hubieran tenido la oportunidad de divorciarse, abortar, morir dignamente, casarse con gente de su mismo sexo, pretender la igualdad de hombres y mujeres, etc. Vean si no es para estar hasta el gorro de socialistas y similares.
Pero todo se puede arreglar si se juega con inteligencia. Los obispos españoles podrían dejar su sermón monotemático y probar a decirle a sus fieles cosas como éstas: no es bueno apoyar a partidos que van a la guerra a matar inocentes en base a mentiras; hay que estar contra las guerras, las torturas, las dictaduras, el fraude fiscal, el enriquecimiento ilícito, el abuso de los inmigrantes, la pena de muerte, la pederastia, el abuso de menores… Prueben con ese discurso, a ver qué pasa.
Nos pasa a todos y, por eso, resulta poco caritativo echarse sobre las espaldas de los prelados españoles cuando reclaman de los poderes públicos que hagan lo que ellos son incapaces de conseguir con su palabra y su ejemplo. ¿Quién no ha tenido la tentación de buscar culpables fuera de su ámbito de responsabilidad?
Vemos a los padres de alumnos pidiendo a los profesores que ejerzan la autoridad con unos hijos que ellos son incapaces de meter en vereda; cuando la autoridad familiar -materna y paterna- queda en entredicho, siempre cabe el fácil recurso de buscar en otros lo que no se es capaz de conseguir por nosotros mismos. Mil veces hemos oído decir que falta autoridad en la escuela, sabiendo que donde la ausencia de autoridad se hace notar es en la familia; conscientes como somos de esa situación, en lugar de pregonar a los cuatro vientos que somos incapaces de imponer una disciplina que ya no se lleva, reclamamos de los demás -escuela- que la impongan por nosotros, de tal suerte que cuanto más gritamos pidiendo leyes que refuercen la autoridad del profesor, más estamos poniendo en evidencia la escasez de autoridad en nuestras casas.
De igual forma nos comportamos cuando reclamamos más guardias civiles en la carretera para que controlen el comportamiento incívico en la conducción; a todos nos han enseñado a conducir en escuelas similares; a todos nos han inculcado las mismas reglas y todos hemos tenido que demostrar que conocemos bien el código de circulación para hacernos acreedores del permiso de conducir. Sabemos lo que tenemos que hacer, pero no lo hacemos y por eso gritamos que sean otros los que se encarguen de hacernos cumplir lo que nosotros no queremos, aunque eso nos cueste cientos de vidas todos los años.
¿Por qué, entonces, escandalizarse por la actitud de los obispos de la Iglesia verdadera? Cada proclama que hacen pública demandando de los poderes políticos que ajusten sus programas al ideario católico no es más que la manifestación de su fracaso y de la interiorización de que su doctrina es pura charlatanería para aquellos que deberían seguir sus mandatos y recomendaciones. Si los obispos católicos estuvieran convencidos de que su oposición al divorcio es una máxima seguida por su feligresía, no necesitarían exponerse a la crítica política cuando intentan reconducir el voto de quienes son de su parroquia pero no comulgan con sus ideas.
Debe ser descorazonador para los prelados observar el comportamiento de los fieles católicos que, a la menor oportunidad, hacen caso omiso de las recomendaciones pastorales, y se presentan a la misa de doce con otra pareja distinta de aquella con la que, ante el altar, se comprometieron a no romper aquello que su dios unió.
¿Y qué decir de aquellos fieles que, tentados por su apetito sexual, dejan en mal lugar a su obispo yéndose a vivir -y en ocasiones a convivir- con otra persona de su mismo sexo? ¿Acaso no han oído los homosexuales lo que, hasta la saciedad, han dicho sus prelados al respecto?
Ya sabemos que la Iglesia verdadera es amiga de la caridad; hasta tal punto es así, que esa virtud teologal lleva aparejado el adjetivo cristiana -de tal forma que cuando se oye decir la palabra caridad, la mente asocia indefectiblemente esa palabra con la de cristiana-, y por eso, hay que ponerse en los zapatos de los obispos católicos para entender su sufrimiento cuando al-gunos predicadores laicos escupen diaria
mente desde los micrófonos de la Cope insultos, calumnias y groserías que ponen en evidencia el ánimo conciliador y caritativo de la jerarquía eclesiástica.
A ellos, a los obispos católicos, les gustaría no tener que reclamar de los poderes públicos que adopten sus programas, sus principios y sus leyes a la doctrina verdadera; si lo hacen, y siempre lo hacen menos cuando hubo que hacerlo -¿publicaron los obispos un documento semejante al de los últimos días en la España fascista de Franco?-, no es por fastidiar al partido socialista, es sencillamente porque ellos se muestran impotentes a la hora de conducir al rebaño por el camino recto.
Los socialistas deberían dejar en paz a los obispos y agradecer que la impotencia episcopal para que sus fieles no coman de la fruta prohibida la intenten traducir en exigencia de responsabilidad a los demás. Bien preocupados deberían estar los socialistas si los obispos de la religión verdadera no tuvieran necesidad de exigirles que adopten sus propuestas al ideario católico, porque entonces estaríamos en un escenario electoral diferente. Imaginen los dirigentes socialistas qué pasaría si los divorcios no fueran consumidos por todos aquellos que, seguidores de la doctrina de la Conferencia Episcopal, se mantuvieran unidos a su pareja de por vida; y cuántos investigadores habrían cerrado sus laboratorios con tal de dejar en paz a las células madres como aconsejan sus preclaros pastores. ¿De qué hubiera servido una ley de igualdad si hombres y mujeres católicas hubieran seguido la práctica machista de la jerarquía eclesiástica? ¿Y los homosexuales? ¿Cuántos hubieran declarado su condición sexual si se hubiera respetado que la familia verdadera es la de peras con manzanas o manzanas con peras?
Este es el grave problema con el que nos encontramos: unos obispos que se desgañitan semana a semana indicándoles a sus fieles lo que se puede o no se puede hacer y unos fieles que, cada vez que les interesa, se convierten en infieles. ¿A quién puede extrañar que, ante semejante muestra de impotencia, los obispos españoles recurran a los poderes públicos para que no tienten a sus fieles con programas que, cual manzana de Eva, vuelven locos a sus adictos? Si los políticos no hubieran aprobado leyes perniciosas, los fieles católicos no hubieran tenido la oportunidad de divorciarse, abortar, morir dignamente, casarse con gente de su mismo sexo, pretender la igualdad de hombres y mujeres, etc. Vean si no es para estar hasta el gorro de socialistas y similares.
Pero todo se puede arreglar si se juega con inteligencia. Los obispos españoles podrían dejar su sermón monotemático y probar a decirle a sus fieles cosas como éstas: no es bueno apoyar a partidos que van a la guerra a matar inocentes en base a mentiras; hay que estar contra las guerras, las torturas, las dictaduras, el fraude fiscal, el enriquecimiento ilícito, el abuso de los inmigrantes, la pena de muerte, la pederastia, el abuso de menores… Prueben con ese discurso, a ver qué pasa.
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