Por Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 24/02/08):
Tal como van las primarias, es muy posible que los candidatos a la Presidencia de Estados Unidos sean los senadores Barack Obama, por el Partido Demócrata, y John McCain por el Republicano. Y, si es así, qué duda cabe que las polémicas en la campaña serán afiebradas, dadas las discrepancias que mantienen sobre la guerra en Irak, la política económica, la seguridad social y muchos otros temas. Pero, por lo menos en uno, su coincidencia es total, y es seguro que cualquiera que resulte triunfador interpondrá sus buenos oficios para que el Gobierno ruso cese, o por lo menos atenúe, el encarnizamiento con que persigue al antiguo dueño de la compañía petrolera Yukos, Mijáil Jodorkovski, ahora sepultado en una cárcel de Siberia. En efecto, el 18 de noviembre de 2005, McCain y Obama presentaron en el Senado de Estados Unidos una resolución que fue aprobada por unanimidad contra las condenas de Jodorkovski y su socio Platón Lébedev que, según aquel texto, recordaban las peores prácticas judiciales de la era soviética.
Confieso que hasta hace poco no tenía la menor simpatía por Mijáil Jodorkovski de cuyo caso sabía muy poco y al que, de manera vaga, asociaba a los antiguos burócratas comunistas que, en la época de Yelstin, se vendieron a sí mismos, en una mascarada de privatización, las industrias que administraban, volviéndose de este modo millonarios de la noche a la mañana.
Pero un artículo de André Glucksmann en Le Monde y las referencias que en él se hacían a declaraciones de dos grandes luchadoras democráticas rusas, Elena Bonner-Sajarov y la asesinada periodista Anna Politkóvskaya sobre este caso, me pararon las orejas y me llevaron a investigar. Ahora creo que los tres tenían razón y que los castigos y atropellos judiciales de que es víctima el antiguo patrón de Yukos no tienen nada que ver con los delitos económicos que pudo cometer en la actividad empresarial que lo convirtió por un tiempo en el hombre más rico de Rusia, y sí, en cambio, con los apoyos que prestó a instituciones y partidos políticos de corte demócratico, a organizaciones de derechos humanos, a sus intentos de introducir en sus empresas métodos de apertura y transparencia a la usanza occidental y, sobre todo, a su pretensión -quimérica, dadas las circunstancias de su país- de intervenir en la política rusa como crítico y opositor del nuevo zar, Vladimir Putin.
Su historia es novelesca. Nacido en 1963, fue líder del Komsomol (juventudes comunistas) mientras estudiaba Ingeniería. Durante la perestroika comenzó a hacer negocios, abriendo primero una cafetería y luego un comercio que importaba computadoras y mercancías de lujo. Sus ganancias le permitieron abrir un pequeño banco en 1988, que, gracias a su empeño y a sus influencias políticas, creció como la espuma. En 1995 realizó la compra de Yukos, por unos 350 millones de dólares. Dos años después, el valor de Yukos se había multiplicado a nueve mil millones. Era la época de esa orgía de privatizaciones luctuosas en la agonizante URSS y quién puede dudar que esta operación sólo pudo ser posible gracias a tráficos y privilegios de índole política.
Ahora bien, si los orígenes de la enorme fortuna que alcanzó con sus empresas son sospechosas, y acaso delincuenciales, como los de todas las grandes fortunas que surgieron en Rusia de la noche a la mañana en la behetría de la transición de la Unión Soviética a la Rusia actual, todos los testimonios que he podido consultar señalan que Jodorkovski, una vez al frente de Yukos, introdujo una gestión moderna, publicando balances rigurosos, revelando los nombres de sus accionistas, pagando impuestos y distribuyendo dividendos. Estas prácticas le permitieron entablar relaciones estrechas con grandes compañías occidentales, con las que inició operaciones conjuntas. Al ser detenido, negociaba una fusión de Yukos con la Exxon Mobile.
A la vez, empezó a financiar órganos de prensa y centros de información independientes, fundaciones dedicadas a los derechos humanos, organizaciones políticas de índole democrática y liberal e hizo saber -fue, sin duda, su delito capital- que tenía la intención de participar en política activa oponiéndose a Putin, cuyas decisiones y úcases contra empresarios criticó abiertamente. Mientras algunos de éstos, como Boris Berezovsky, presintiendo lo que se venía, huían al extranjero, Jodorkovski hizo saber que no abandonaría Rusia porque no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista legal.
Así le fue. Meses antes de las elecciones de 2004 a las que quería presentarse, en octubre del 2003 fue arrestado y acusado de fraude y de haber evadido mil millones de dólares en impuestos. En mayo de 2005, luego de una mascarada de juicio en el que los abogados de la defensa fueron acosados por las autoridades y, a menudo, impedidos incluso de asistir a las sesiones del tribunal, lo condenaron a ocho años de cárcel. Enviado a Siberia y puesto por largos períodos en situación de confinamiento, fue víctima de un extraño intento de homicidio por otro recluso que intentó clavarle un cuchillo en la garganta. Cuando cumplió la mitad de la pena y, según la legislación rusa, podía salir en libertad condicional, ésta le fue denegada y la fiscalía se apresuró a acusarlo de nuevo, ahora por malversación y lavado de dinero, imputaciones por las que podría ser condenado a 22 años más de prisión.
Entretanto el Gobierno de Putin se había incautado de Yukos y llevado a la más próspera empresa petrolera rusa a orillas de la extinción, con el fin de concentrar en el Estado todo el control de la energía, el principal instrumento de influencia y coerción con que cuenta Putin frente a sus vecinos en particular y a Europa en general. El hombre más rico de Rusia no quedó reducido a la pobreza extrema, desde luego, pero su astronómica fortuna simplemente se desintegró y, con ella, se encogió considerablemente el sector privado de la economía rusa.
La situación de Jodorkovski en la prisión siberiana de Chita donde languidece, y en la que, a menos que la presión internacional consiga salvarlo, acaso deje los huesos, se halla cerca de la frontera con Mongolia y las condiciones de los presos son durísimas. El hostigamiento a sus abogados es sistemático y los permisos de visita reducidos a una hora. Una de las razones esgrimidas por la justicia para negarle la libertad condicional fue que durante los paseos en la prisión se negaba a llevar las manos unidas a la espalda. Hasta el momento, todas las protestas de gobiernos e instituciones -entre ellos los de la canciller Angela Merkel y el presidente Bush-, de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, del Senado de Estados Unidos, del Parlamento Europeo, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de innumerables Colegios de Abogados e instituciones de derechos humanos, han sido inútiles.
El caso Jodorkovski ilustra bastante bien la trágica historia contemporánea de su país. Luego de setenta años de autoritarismo dictatorial y economía estatizada el sistema comunista se desplomó por implosión interna y lo sucedió no la libertad sino el libertinaje y la anarquía. En esta situación de caos institucional, desintegración del orden público y colapso de la economía, proliferaron las mafias y el gangsterismo, la corrupción se generalizó, surgieron fortunas vertiginosas y los niveles de vida, ya mediocres o ínfimos de una mayoría de ciudadanos, empeoró a la vez que la desaparición del orden y de la seguridad pública creaban las condiciones propicias para un nuevo autoritarismo. Es lo que trajeron Vladimir Putin y su rosca de antiguos compañeros de la más eficiente (y repelente) supervivencia de la vieja URSS: el KGB, la policía política. La inexperiencia y el desorden en que vivía hizo que el pueblo ruso viera en el nuevo autócrata a su salvador y aceptara con beneplácito el nuevo régimen.
En la nueva Rusia de Vladimir Putin no ha muerto el capitalismo ni mucho menos. Hay muchos empresarios que hacen grandes negocios. Pero a condición de ser dóciles y trabajar en estrecha complicidad con el poder político, que es, ahora, como en todas las sociedades autoritarias, la fuente del éxito y del fracaso de una empresa, algo que depende de los privilegios que concede el poder y no del favor del público consumidor. Y para que no lo olviden, y, sobre todo, para que no vayan a experimentar esa forma de locura que es querer actuar libremente y hasta intervenir en política, ahí está el insensato de Mijáil Jodorkovski, helándose a 40 grados bajo cero, durmiendo en una tarima de madera y preguntándose sin duda por qué maldita suerte la realidad rusa -comunista o capitalista- se parece tanto a las pesadillas de Dostoyevski.
Tal como van las primarias, es muy posible que los candidatos a la Presidencia de Estados Unidos sean los senadores Barack Obama, por el Partido Demócrata, y John McCain por el Republicano. Y, si es así, qué duda cabe que las polémicas en la campaña serán afiebradas, dadas las discrepancias que mantienen sobre la guerra en Irak, la política económica, la seguridad social y muchos otros temas. Pero, por lo menos en uno, su coincidencia es total, y es seguro que cualquiera que resulte triunfador interpondrá sus buenos oficios para que el Gobierno ruso cese, o por lo menos atenúe, el encarnizamiento con que persigue al antiguo dueño de la compañía petrolera Yukos, Mijáil Jodorkovski, ahora sepultado en una cárcel de Siberia. En efecto, el 18 de noviembre de 2005, McCain y Obama presentaron en el Senado de Estados Unidos una resolución que fue aprobada por unanimidad contra las condenas de Jodorkovski y su socio Platón Lébedev que, según aquel texto, recordaban las peores prácticas judiciales de la era soviética.
Confieso que hasta hace poco no tenía la menor simpatía por Mijáil Jodorkovski de cuyo caso sabía muy poco y al que, de manera vaga, asociaba a los antiguos burócratas comunistas que, en la época de Yelstin, se vendieron a sí mismos, en una mascarada de privatización, las industrias que administraban, volviéndose de este modo millonarios de la noche a la mañana.
Pero un artículo de André Glucksmann en Le Monde y las referencias que en él se hacían a declaraciones de dos grandes luchadoras democráticas rusas, Elena Bonner-Sajarov y la asesinada periodista Anna Politkóvskaya sobre este caso, me pararon las orejas y me llevaron a investigar. Ahora creo que los tres tenían razón y que los castigos y atropellos judiciales de que es víctima el antiguo patrón de Yukos no tienen nada que ver con los delitos económicos que pudo cometer en la actividad empresarial que lo convirtió por un tiempo en el hombre más rico de Rusia, y sí, en cambio, con los apoyos que prestó a instituciones y partidos políticos de corte demócratico, a organizaciones de derechos humanos, a sus intentos de introducir en sus empresas métodos de apertura y transparencia a la usanza occidental y, sobre todo, a su pretensión -quimérica, dadas las circunstancias de su país- de intervenir en la política rusa como crítico y opositor del nuevo zar, Vladimir Putin.
Su historia es novelesca. Nacido en 1963, fue líder del Komsomol (juventudes comunistas) mientras estudiaba Ingeniería. Durante la perestroika comenzó a hacer negocios, abriendo primero una cafetería y luego un comercio que importaba computadoras y mercancías de lujo. Sus ganancias le permitieron abrir un pequeño banco en 1988, que, gracias a su empeño y a sus influencias políticas, creció como la espuma. En 1995 realizó la compra de Yukos, por unos 350 millones de dólares. Dos años después, el valor de Yukos se había multiplicado a nueve mil millones. Era la época de esa orgía de privatizaciones luctuosas en la agonizante URSS y quién puede dudar que esta operación sólo pudo ser posible gracias a tráficos y privilegios de índole política.
Ahora bien, si los orígenes de la enorme fortuna que alcanzó con sus empresas son sospechosas, y acaso delincuenciales, como los de todas las grandes fortunas que surgieron en Rusia de la noche a la mañana en la behetría de la transición de la Unión Soviética a la Rusia actual, todos los testimonios que he podido consultar señalan que Jodorkovski, una vez al frente de Yukos, introdujo una gestión moderna, publicando balances rigurosos, revelando los nombres de sus accionistas, pagando impuestos y distribuyendo dividendos. Estas prácticas le permitieron entablar relaciones estrechas con grandes compañías occidentales, con las que inició operaciones conjuntas. Al ser detenido, negociaba una fusión de Yukos con la Exxon Mobile.
A la vez, empezó a financiar órganos de prensa y centros de información independientes, fundaciones dedicadas a los derechos humanos, organizaciones políticas de índole democrática y liberal e hizo saber -fue, sin duda, su delito capital- que tenía la intención de participar en política activa oponiéndose a Putin, cuyas decisiones y úcases contra empresarios criticó abiertamente. Mientras algunos de éstos, como Boris Berezovsky, presintiendo lo que se venía, huían al extranjero, Jodorkovski hizo saber que no abandonaría Rusia porque no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista legal.
Así le fue. Meses antes de las elecciones de 2004 a las que quería presentarse, en octubre del 2003 fue arrestado y acusado de fraude y de haber evadido mil millones de dólares en impuestos. En mayo de 2005, luego de una mascarada de juicio en el que los abogados de la defensa fueron acosados por las autoridades y, a menudo, impedidos incluso de asistir a las sesiones del tribunal, lo condenaron a ocho años de cárcel. Enviado a Siberia y puesto por largos períodos en situación de confinamiento, fue víctima de un extraño intento de homicidio por otro recluso que intentó clavarle un cuchillo en la garganta. Cuando cumplió la mitad de la pena y, según la legislación rusa, podía salir en libertad condicional, ésta le fue denegada y la fiscalía se apresuró a acusarlo de nuevo, ahora por malversación y lavado de dinero, imputaciones por las que podría ser condenado a 22 años más de prisión.
Entretanto el Gobierno de Putin se había incautado de Yukos y llevado a la más próspera empresa petrolera rusa a orillas de la extinción, con el fin de concentrar en el Estado todo el control de la energía, el principal instrumento de influencia y coerción con que cuenta Putin frente a sus vecinos en particular y a Europa en general. El hombre más rico de Rusia no quedó reducido a la pobreza extrema, desde luego, pero su astronómica fortuna simplemente se desintegró y, con ella, se encogió considerablemente el sector privado de la economía rusa.
La situación de Jodorkovski en la prisión siberiana de Chita donde languidece, y en la que, a menos que la presión internacional consiga salvarlo, acaso deje los huesos, se halla cerca de la frontera con Mongolia y las condiciones de los presos son durísimas. El hostigamiento a sus abogados es sistemático y los permisos de visita reducidos a una hora. Una de las razones esgrimidas por la justicia para negarle la libertad condicional fue que durante los paseos en la prisión se negaba a llevar las manos unidas a la espalda. Hasta el momento, todas las protestas de gobiernos e instituciones -entre ellos los de la canciller Angela Merkel y el presidente Bush-, de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, del Senado de Estados Unidos, del Parlamento Europeo, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y de innumerables Colegios de Abogados e instituciones de derechos humanos, han sido inútiles.
El caso Jodorkovski ilustra bastante bien la trágica historia contemporánea de su país. Luego de setenta años de autoritarismo dictatorial y economía estatizada el sistema comunista se desplomó por implosión interna y lo sucedió no la libertad sino el libertinaje y la anarquía. En esta situación de caos institucional, desintegración del orden público y colapso de la economía, proliferaron las mafias y el gangsterismo, la corrupción se generalizó, surgieron fortunas vertiginosas y los niveles de vida, ya mediocres o ínfimos de una mayoría de ciudadanos, empeoró a la vez que la desaparición del orden y de la seguridad pública creaban las condiciones propicias para un nuevo autoritarismo. Es lo que trajeron Vladimir Putin y su rosca de antiguos compañeros de la más eficiente (y repelente) supervivencia de la vieja URSS: el KGB, la policía política. La inexperiencia y el desorden en que vivía hizo que el pueblo ruso viera en el nuevo autócrata a su salvador y aceptara con beneplácito el nuevo régimen.
En la nueva Rusia de Vladimir Putin no ha muerto el capitalismo ni mucho menos. Hay muchos empresarios que hacen grandes negocios. Pero a condición de ser dóciles y trabajar en estrecha complicidad con el poder político, que es, ahora, como en todas las sociedades autoritarias, la fuente del éxito y del fracaso de una empresa, algo que depende de los privilegios que concede el poder y no del favor del público consumidor. Y para que no lo olviden, y, sobre todo, para que no vayan a experimentar esa forma de locura que es querer actuar libremente y hasta intervenir en política, ahí está el insensato de Mijáil Jodorkovski, helándose a 40 grados bajo cero, durmiendo en una tarima de madera y preguntándose sin duda por qué maldita suerte la realidad rusa -comunista o capitalista- se parece tanto a las pesadillas de Dostoyevski.
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