Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 25/02/08):
Estamos en épocas electorales y los partidos políticos llevan varias semanas bombardeándonos con multitud de propuestas económicas. Quizás por eso resulte oportuno exponer algunos sencillos criterios que permitan al lector valorar tales propuestas. Partamos de que tenemos encima una importante crisis financiera de ámbito mundial. Esa crisis se aproxima rápidamente a los sectores reales de las economías de nuestro entorno, que están viendo disminuidas sus expectativas de crecimiento en este año y en el próximo.
Nuestro país, aunque no lo crea su Gobierno, también está afectado por esa crisis. Sus entidades financieras no han participado en la loca aventura de las subprime, pues han seguido criterios más ortodoxos a la hora de conceder créditos, pero están afectadas por dos hechos muy importantes en esta coyuntura. El primero, porque el reciente crecimiento de la economía española se ha fundamentado, bastante más que en otros países, en la construcción, y las entidades financieras españolas han financiado lo que se producía y se les demandaba, es decir, bienes inmuebles en altas proporciones. Por eso, al afectar especialmente la crisis al sector inmobiliario, su impacto sobre nuestro crecimiento y sobre quienes lo han financiado puede ser importante.
El segundo, porque nuestra economía ha venido necesitando de ingentes cantidades de recursos exteriores para financiarse -entre un 8,1% y un 9,5% del PIB en los dos últimos años- y los mercados financieros están cerrados para todos, pero especialmente para quienes, al comenzar a vencer los plazos de esas deudas exteriores, se vean obligados a demandar recursos para cubrir sus vencimientos. La restricción de créditos a consumidores y empresas resultará inevitable si antes la desaceleración de la actividad no origina una fuerte contracción de la demanda de recursos financieros por la caída de la inversión y de las compras de bienes de consumo duradero.
Hay que situarse en ese contexto -y no en el de un panorama placentero sobre cifras del pasado en lugar de atender expectativas de futuro- para valorar los programas que se nos ofrecen. Y el primer criterio de evaluación ha de ser el de si se ha elegido un objetivo de crecimiento coherente con el potencial de nuestra economía y compatible con el aumento que experimente nuestra población. No ha de olvidarse que el nivel medio de bienestar material de los ciudadanos depende del crecimiento del PIB y de lo que aumente la población que lo disfruta. De ahí que la primera evaluación del programa tenga que referirse tanto al crecimiento de la producción como al enfoque que se haga de la inmigración, fenómeno necesario para asegurar ese crecimiento pero que ha de contenerse en límites compatibles con el bienestar medio que se pretenda.
El segundo criterio se refiere a la filosofía de la política económica con que se quiera alcanzar ese objetivo. Más iniciativa privada y más mercado o, alternativamente, más sector público y más empresas controladas por el sector público. En definitiva, más libertad o más intervención. Esto es muy importante, porque está comprobado que España y todos los países de su entorno se han desarrollado siempre mucho más en épocas de libertad que con políticas de intervención. Si un programa elige este último camino o selecciona el sector público como motor del crecimiento, tengan la seguridad de que no alcanzará sus objetivos de bienestar. Si elige el de la libertad y del mercado, es posible que fracase si no está bien articulado en sus restantes aspectos, pues la libertad es requisito indispensable, aunque no suficiente. Pero con la libertad como norte, ese programa tendrá ya recorrido un largo camino hacia el éxito.
El tercer criterio de evaluación ha de referirse a los sectores que en cada programa se señalen como prioritarios para el crecimiento. Para nuestro país, el suministro de energía y de agua, así como su coste, constituyen hoy problemas muy importantes e igual comienza a ocurrir con los suministros alimenticios básicos. Por eso, las acciones que se propugnen en beneficio de la liberalización y del impulso a la producción de esos sectores deberían constituir elementos esenciales del programa. Además, como España es una economía de servicios, también éstos deberían ser objeto de atención, sobre todo aquellos cuyos costes repercutan directamente en los precios al consumo y los que representen una producción de alto valor añadido.
En una situación de crisis, los programas solventes también deberán incrementar la renta disponible de los ciudadanos con menores posibilidades económicas, pero sin afectar a los costes de producción elevando los salarios; impulsar fuertemente las inversiones empresariales que incorporen innovaciones de importancia y mejorar sustancialmente la formación de nuestros jóvenes para el empleo. Las exportaciones serán muy necesarias, pero su aumento dependerá de lo que se consiga en costes de producción, de las ventajas tecnológicas que incorporen las nuevas inversiones y, desde luego, de la coyuntura por la que atraviesen los demandantes exteriores de nuestros productos y servicios, aspecto sobre el que poco podrán aportar los programas electorales, salvo modestas e inconcretas incursiones en el campo del marketing y la publicidad.
El cuarto criterio de evaluación se refiere a lo que esos programas propugnen respecto al sector público. Dos reglas primarias y otra de segundo nivel, pero no menos importante, resultan esenciales. La primera, la valoración que se haga del equilibrio presupuestario, modulado por el saldo exterior de la economía en su conjunto. Ese equilibrio es indispensable para un crecimiento sostenido y estable de la producción, pero debería transformarse en superávit si las necesidades de financiación exterior continuasen siendo elevadas. La segunda se refiere a lo que se pretenda con los impuestos, especialmente con los directos. En esos impuestos las tarifas elevadas frenan la iniciativa privada, reducen sustancialmente el consumo de las familias de rentas más reducidas, desaniman la inversión empresarial y espantan a quienes aquí pretenden establecerse.
Finalmente, la tercera regla se refiere al gasto público. Si se busca el equilibrio presupuestario -o el superávit en su caso- y se propugnan, además, rebajas de impuestos, los programas habrán de ser especialmente cuidadosos con los gastos públicos, lo que no significa que tengan que reducirlos en términos absolutos. Bastará con que en cada ejercicio su crecimiento real sea inferior al del PIB y superior al de la población. Si se respeta esa regla, si se reestructura el contenido de tales gastos ampliando los que concedan a los ciudadanos mayor igualdad de oportunidades; si se eliminan los superfluos y de pura imagen y si se administran hábilmente las rebajas impositivas, la mayor producción generada por la reducción de impuestos concederá margen para que crezcan también los auténticos bienes y servicios públicos por habitante sin arriesgar el equilibrio o superávit del presupuesto. Esa fue la clave de la política fiscal entre 1996 y 2004, que permitió reducir rápidamente nuestro elevadísimo déficit fiscal al tiempo que se rebajaban sustancialmente los impuestos y se aumentaba, en términos reales, el valor de los bienes y servicios públicos a disposición de cada ciudadano.
El quinto criterio de evaluación ha de referirse a las necesidades de financiación externa. No creo que a estas alturas nadie se atreva a decir aquello tan repetido hasta hace poco de que no importa el déficit exterior porque estamos en el euro. El déficit exterior importa y mucho, como bien saben hoy nuestros bancos y cajas de ahorros. Por eso hay que apostar por dos bloques de medidas. El primero, para seleccionar muy bien nuestras inversiones eligiendo sólo aquellas que sean auténticamente productivas. El segundo, para fomentar el ahorro a largo plazo de familias y empresas. Así será posible financiar razonablemente nuestro crecimiento.
Y para terminar, algo sobre la estructura básica de la política económica, concretamente sobre unidad de mercado y capacidad de actuación. Nos hemos unido a un gran mercado europeo y estamos concienzudamente fragmentando en 17 trozos nuestro mercado interior. Al mismo tiempo hemos reducido la capacidad de nuestra política fiscal -casi la única en manos del Gobierno- a poco más del 22 % del gasto público total. Por eso, algo deberán decir también los programas sobre tan desafortunadas situaciones.
No son más que media docena de criterios. Pero utilícenlos cuidadosamente para valorar los programas, reflexionen sobre las verdaderas posibilidades de que esos programas se apliquen y no solo se proclamen ampulosamente en los mítines de estos días, olvídense de tópicos antiguos y, después, elijan en libertad. Seguro que aciertan.
Estamos en épocas electorales y los partidos políticos llevan varias semanas bombardeándonos con multitud de propuestas económicas. Quizás por eso resulte oportuno exponer algunos sencillos criterios que permitan al lector valorar tales propuestas. Partamos de que tenemos encima una importante crisis financiera de ámbito mundial. Esa crisis se aproxima rápidamente a los sectores reales de las economías de nuestro entorno, que están viendo disminuidas sus expectativas de crecimiento en este año y en el próximo.
Nuestro país, aunque no lo crea su Gobierno, también está afectado por esa crisis. Sus entidades financieras no han participado en la loca aventura de las subprime, pues han seguido criterios más ortodoxos a la hora de conceder créditos, pero están afectadas por dos hechos muy importantes en esta coyuntura. El primero, porque el reciente crecimiento de la economía española se ha fundamentado, bastante más que en otros países, en la construcción, y las entidades financieras españolas han financiado lo que se producía y se les demandaba, es decir, bienes inmuebles en altas proporciones. Por eso, al afectar especialmente la crisis al sector inmobiliario, su impacto sobre nuestro crecimiento y sobre quienes lo han financiado puede ser importante.
El segundo, porque nuestra economía ha venido necesitando de ingentes cantidades de recursos exteriores para financiarse -entre un 8,1% y un 9,5% del PIB en los dos últimos años- y los mercados financieros están cerrados para todos, pero especialmente para quienes, al comenzar a vencer los plazos de esas deudas exteriores, se vean obligados a demandar recursos para cubrir sus vencimientos. La restricción de créditos a consumidores y empresas resultará inevitable si antes la desaceleración de la actividad no origina una fuerte contracción de la demanda de recursos financieros por la caída de la inversión y de las compras de bienes de consumo duradero.
Hay que situarse en ese contexto -y no en el de un panorama placentero sobre cifras del pasado en lugar de atender expectativas de futuro- para valorar los programas que se nos ofrecen. Y el primer criterio de evaluación ha de ser el de si se ha elegido un objetivo de crecimiento coherente con el potencial de nuestra economía y compatible con el aumento que experimente nuestra población. No ha de olvidarse que el nivel medio de bienestar material de los ciudadanos depende del crecimiento del PIB y de lo que aumente la población que lo disfruta. De ahí que la primera evaluación del programa tenga que referirse tanto al crecimiento de la producción como al enfoque que se haga de la inmigración, fenómeno necesario para asegurar ese crecimiento pero que ha de contenerse en límites compatibles con el bienestar medio que se pretenda.
El segundo criterio se refiere a la filosofía de la política económica con que se quiera alcanzar ese objetivo. Más iniciativa privada y más mercado o, alternativamente, más sector público y más empresas controladas por el sector público. En definitiva, más libertad o más intervención. Esto es muy importante, porque está comprobado que España y todos los países de su entorno se han desarrollado siempre mucho más en épocas de libertad que con políticas de intervención. Si un programa elige este último camino o selecciona el sector público como motor del crecimiento, tengan la seguridad de que no alcanzará sus objetivos de bienestar. Si elige el de la libertad y del mercado, es posible que fracase si no está bien articulado en sus restantes aspectos, pues la libertad es requisito indispensable, aunque no suficiente. Pero con la libertad como norte, ese programa tendrá ya recorrido un largo camino hacia el éxito.
El tercer criterio de evaluación ha de referirse a los sectores que en cada programa se señalen como prioritarios para el crecimiento. Para nuestro país, el suministro de energía y de agua, así como su coste, constituyen hoy problemas muy importantes e igual comienza a ocurrir con los suministros alimenticios básicos. Por eso, las acciones que se propugnen en beneficio de la liberalización y del impulso a la producción de esos sectores deberían constituir elementos esenciales del programa. Además, como España es una economía de servicios, también éstos deberían ser objeto de atención, sobre todo aquellos cuyos costes repercutan directamente en los precios al consumo y los que representen una producción de alto valor añadido.
En una situación de crisis, los programas solventes también deberán incrementar la renta disponible de los ciudadanos con menores posibilidades económicas, pero sin afectar a los costes de producción elevando los salarios; impulsar fuertemente las inversiones empresariales que incorporen innovaciones de importancia y mejorar sustancialmente la formación de nuestros jóvenes para el empleo. Las exportaciones serán muy necesarias, pero su aumento dependerá de lo que se consiga en costes de producción, de las ventajas tecnológicas que incorporen las nuevas inversiones y, desde luego, de la coyuntura por la que atraviesen los demandantes exteriores de nuestros productos y servicios, aspecto sobre el que poco podrán aportar los programas electorales, salvo modestas e inconcretas incursiones en el campo del marketing y la publicidad.
El cuarto criterio de evaluación se refiere a lo que esos programas propugnen respecto al sector público. Dos reglas primarias y otra de segundo nivel, pero no menos importante, resultan esenciales. La primera, la valoración que se haga del equilibrio presupuestario, modulado por el saldo exterior de la economía en su conjunto. Ese equilibrio es indispensable para un crecimiento sostenido y estable de la producción, pero debería transformarse en superávit si las necesidades de financiación exterior continuasen siendo elevadas. La segunda se refiere a lo que se pretenda con los impuestos, especialmente con los directos. En esos impuestos las tarifas elevadas frenan la iniciativa privada, reducen sustancialmente el consumo de las familias de rentas más reducidas, desaniman la inversión empresarial y espantan a quienes aquí pretenden establecerse.
Finalmente, la tercera regla se refiere al gasto público. Si se busca el equilibrio presupuestario -o el superávit en su caso- y se propugnan, además, rebajas de impuestos, los programas habrán de ser especialmente cuidadosos con los gastos públicos, lo que no significa que tengan que reducirlos en términos absolutos. Bastará con que en cada ejercicio su crecimiento real sea inferior al del PIB y superior al de la población. Si se respeta esa regla, si se reestructura el contenido de tales gastos ampliando los que concedan a los ciudadanos mayor igualdad de oportunidades; si se eliminan los superfluos y de pura imagen y si se administran hábilmente las rebajas impositivas, la mayor producción generada por la reducción de impuestos concederá margen para que crezcan también los auténticos bienes y servicios públicos por habitante sin arriesgar el equilibrio o superávit del presupuesto. Esa fue la clave de la política fiscal entre 1996 y 2004, que permitió reducir rápidamente nuestro elevadísimo déficit fiscal al tiempo que se rebajaban sustancialmente los impuestos y se aumentaba, en términos reales, el valor de los bienes y servicios públicos a disposición de cada ciudadano.
El quinto criterio de evaluación ha de referirse a las necesidades de financiación externa. No creo que a estas alturas nadie se atreva a decir aquello tan repetido hasta hace poco de que no importa el déficit exterior porque estamos en el euro. El déficit exterior importa y mucho, como bien saben hoy nuestros bancos y cajas de ahorros. Por eso hay que apostar por dos bloques de medidas. El primero, para seleccionar muy bien nuestras inversiones eligiendo sólo aquellas que sean auténticamente productivas. El segundo, para fomentar el ahorro a largo plazo de familias y empresas. Así será posible financiar razonablemente nuestro crecimiento.
Y para terminar, algo sobre la estructura básica de la política económica, concretamente sobre unidad de mercado y capacidad de actuación. Nos hemos unido a un gran mercado europeo y estamos concienzudamente fragmentando en 17 trozos nuestro mercado interior. Al mismo tiempo hemos reducido la capacidad de nuestra política fiscal -casi la única en manos del Gobierno- a poco más del 22 % del gasto público total. Por eso, algo deberán decir también los programas sobre tan desafortunadas situaciones.
No son más que media docena de criterios. Pero utilícenlos cuidadosamente para valorar los programas, reflexionen sobre las verdaderas posibilidades de que esos programas se apliquen y no solo se proclamen ampulosamente en los mítines de estos días, olvídense de tópicos antiguos y, después, elijan en libertad. Seguro que aciertan.
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