Por Tzvetan Todorov, lingüista, historiador y filósofo. Traducción de Martí Sampons (EL PAÍS, 24/02/08):
Durante la campaña presidencial francesa de 2007, el candidato que terminaría ganando las elecciones declaraba que, una vez elegido, iba a dedicarse a “liquidar de una vez por todas la herencia del 68″. Sin embargo, Mayo del 68 fue un acontecimiento con múltiples facetas, y no tengo la certeza de que todas sean ajenas al proyecto del actual presidente francés.
Viví aquellos acontecimientos de manera un tanto diferida. En mayo de 1968 me encontraba en Estados Unidos, donde había pasado el año ejerciendo la docencia. El 31 de mayo regresé a París con el primer avión que pudo aterrizar en suelo francés. Por esta razón, o quizás debido a mis orígenes búlgaros, observé lo que estaba ocurriendo desde una cierta distancia. Me llamó particularmente la atención la presencia simultánea de dos componentes que tenían sentidos opuestos y que se encontraban en planos muy distintos: uno social y otro político.
La transformación de las relaciones sociales fue espectacular. Se derrumbaron jerarquías rígidas, heredadas del pasado, entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, notables y plebeyos; jerarquías que ya eran injustificables en aquel momento. Fue posible utilizar un lenguaje más directo, menos formal, y comportarse en público de forma menos convencional. Florecieron los movimientos feministas, las mujeres pudieron imponerse en aquellas profesiones de las que quedaban excluidas hasta entonces, o en las que sólo podían optar a cargos subalternos (como en la política).
También se desmoronaron tabúes, en particular aquellos referentes a las relaciones sexuales. Que una pareja conviviera sin la intención de casarse dejó de suscitar el oprobio. A la vez, aunque algunos años más tarde, la ruptura del matrimonio dejó de verse forzosamente como un pecado: se permitió el divorcio por mutuo consentimiento.
¿Quién querría hoy liquidar esta herencia?
En el plano de los discursos políticos todo discurría, sin embargo, de modo muy distinto. Las ideas que se expresaban en las innumerables asambleas generales y comités de acción debían enmarcarse todas ellas dentro de los límites de la ideología comunista. Es cierto que la diversidad recuperaba inmediatamente sus derechos: el polo conservador lo ocupaban los miembros ortodoxos del fosilizado PC francés; la extrema izquierda estaba encarnada por los maoístas, y en medio estaban los trotskistas, los seguidores de Althusser, los anarquistas, los situacionistas, el Movimiento del 22 de Marzo, los fieles a Fidel y unos cuantos más. Pero mientras que en el terreno social soplaban vientos de liberación, los discursos políticos alentaban el dogmatismo y ensalzaban (con frecuencia sin saberlo) la dictadura. Para alguien como yo, que venía de un país del “socialismo real”, parecían además descansar sobre una visión de la sociedad totalmente quimérica.
A primera vista, esta herencia política ha desaparecido hoy casi del todo de la vida pública, a excepción de esa particularidad francesa que tanto sorprende en los países vecinos: la popularidad de los líderes trotskistas en las elecciones presidenciales. Aunque también es probable que este pasado se mantenga vivo bajo nuevas formas.
Los programas políticos de los partidos suelen dividirse en dos grandes grupos. Unos prometen la salvación. Consideran que en el mundo terrenal impera el mal y que hay que destruir el mundo y reemplazarlo por otro donde todo funcione mejor. Los otros, se conforman con proponer medidas de adaptación y de acomodamiento. Reconocen que el mundo que nos rodea no es perfecto, por lo que hay que emprender reformas, pero también que debemos rebajar nuestras expectativas.
Los discursos políticos del 68 formaban parte claramente de la primera categoría. Por fortuna, no hubo ningún Lenin en ciernes entre aquellos revolucionarios en potencia. Sin embargo, algunos años más tarde, el proyecto de transformación radical y violento de la sociedad ha renacido bajo otra forma, en el seno de una doctrina erróneamente llamada neo-conservadurismo (se trata en realidad de neorevolucionarios). La única diferencia es que, esta vez, no se ha querido salvar al propio país, sino a un país extranjero. A veces también llamamos esta doctrina “derecho de injerencia”. Decidimos que para salvar a los demás, en este caso con la democracia y la economía de mercado, es lícito, o más bien plausible, invadirles militarmente e imponerles un nuevo régimen.
Los neoconservadores han estado próximos al poder en EE UU y son los responsables tanto de la invasión de Irak como de otras intervenciones en Oriente Próximo. Pero parece que también son capaces de tener peso en la política del Gobierno francés, que recientemente se ha declarado dispuesto a reforzar su presencia en Afganistán, a entrar en Irak y a bombardear Irán si fuera necesario. La revolución permanente, ensalzada en el pasado por los izquierdistas de mayo del 68 (aún me acuerdo de los discursos incendiarios que pronunciaba André Glucksmann, jefe de los maoístas, en la facultad de Vincennes) ha cambiado de objeto, pero no de naturaleza: se sigue reclamando la destrucción del enemigo. Y, muchas veces, por parte de los mismos que en 1968.
He aquí una herencia del 68 que sí debiera liquidarse.
Durante la campaña presidencial francesa de 2007, el candidato que terminaría ganando las elecciones declaraba que, una vez elegido, iba a dedicarse a “liquidar de una vez por todas la herencia del 68″. Sin embargo, Mayo del 68 fue un acontecimiento con múltiples facetas, y no tengo la certeza de que todas sean ajenas al proyecto del actual presidente francés.
Viví aquellos acontecimientos de manera un tanto diferida. En mayo de 1968 me encontraba en Estados Unidos, donde había pasado el año ejerciendo la docencia. El 31 de mayo regresé a París con el primer avión que pudo aterrizar en suelo francés. Por esta razón, o quizás debido a mis orígenes búlgaros, observé lo que estaba ocurriendo desde una cierta distancia. Me llamó particularmente la atención la presencia simultánea de dos componentes que tenían sentidos opuestos y que se encontraban en planos muy distintos: uno social y otro político.
La transformación de las relaciones sociales fue espectacular. Se derrumbaron jerarquías rígidas, heredadas del pasado, entre hombres y mujeres, viejos y jóvenes, notables y plebeyos; jerarquías que ya eran injustificables en aquel momento. Fue posible utilizar un lenguaje más directo, menos formal, y comportarse en público de forma menos convencional. Florecieron los movimientos feministas, las mujeres pudieron imponerse en aquellas profesiones de las que quedaban excluidas hasta entonces, o en las que sólo podían optar a cargos subalternos (como en la política).
También se desmoronaron tabúes, en particular aquellos referentes a las relaciones sexuales. Que una pareja conviviera sin la intención de casarse dejó de suscitar el oprobio. A la vez, aunque algunos años más tarde, la ruptura del matrimonio dejó de verse forzosamente como un pecado: se permitió el divorcio por mutuo consentimiento.
¿Quién querría hoy liquidar esta herencia?
En el plano de los discursos políticos todo discurría, sin embargo, de modo muy distinto. Las ideas que se expresaban en las innumerables asambleas generales y comités de acción debían enmarcarse todas ellas dentro de los límites de la ideología comunista. Es cierto que la diversidad recuperaba inmediatamente sus derechos: el polo conservador lo ocupaban los miembros ortodoxos del fosilizado PC francés; la extrema izquierda estaba encarnada por los maoístas, y en medio estaban los trotskistas, los seguidores de Althusser, los anarquistas, los situacionistas, el Movimiento del 22 de Marzo, los fieles a Fidel y unos cuantos más. Pero mientras que en el terreno social soplaban vientos de liberación, los discursos políticos alentaban el dogmatismo y ensalzaban (con frecuencia sin saberlo) la dictadura. Para alguien como yo, que venía de un país del “socialismo real”, parecían además descansar sobre una visión de la sociedad totalmente quimérica.
A primera vista, esta herencia política ha desaparecido hoy casi del todo de la vida pública, a excepción de esa particularidad francesa que tanto sorprende en los países vecinos: la popularidad de los líderes trotskistas en las elecciones presidenciales. Aunque también es probable que este pasado se mantenga vivo bajo nuevas formas.
Los programas políticos de los partidos suelen dividirse en dos grandes grupos. Unos prometen la salvación. Consideran que en el mundo terrenal impera el mal y que hay que destruir el mundo y reemplazarlo por otro donde todo funcione mejor. Los otros, se conforman con proponer medidas de adaptación y de acomodamiento. Reconocen que el mundo que nos rodea no es perfecto, por lo que hay que emprender reformas, pero también que debemos rebajar nuestras expectativas.
Los discursos políticos del 68 formaban parte claramente de la primera categoría. Por fortuna, no hubo ningún Lenin en ciernes entre aquellos revolucionarios en potencia. Sin embargo, algunos años más tarde, el proyecto de transformación radical y violento de la sociedad ha renacido bajo otra forma, en el seno de una doctrina erróneamente llamada neo-conservadurismo (se trata en realidad de neorevolucionarios). La única diferencia es que, esta vez, no se ha querido salvar al propio país, sino a un país extranjero. A veces también llamamos esta doctrina “derecho de injerencia”. Decidimos que para salvar a los demás, en este caso con la democracia y la economía de mercado, es lícito, o más bien plausible, invadirles militarmente e imponerles un nuevo régimen.
Los neoconservadores han estado próximos al poder en EE UU y son los responsables tanto de la invasión de Irak como de otras intervenciones en Oriente Próximo. Pero parece que también son capaces de tener peso en la política del Gobierno francés, que recientemente se ha declarado dispuesto a reforzar su presencia en Afganistán, a entrar en Irak y a bombardear Irán si fuera necesario. La revolución permanente, ensalzada en el pasado por los izquierdistas de mayo del 68 (aún me acuerdo de los discursos incendiarios que pronunciaba André Glucksmann, jefe de los maoístas, en la facultad de Vincennes) ha cambiado de objeto, pero no de naturaleza: se sigue reclamando la destrucción del enemigo. Y, muchas veces, por parte de los mismos que en 1968.
He aquí una herencia del 68 que sí debiera liquidarse.
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