Por José Ignacio Torreblanca, director de la Oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (EL PAÍS, 25/02/08):
Frente a lo que muchos piensan, la lección más importante de lo sucedido en Kosovo no tiene que ver con la integridad territorial de los Estados o los límites del derecho internacional, sino con la fragmentación del poder europeo. Muchos han lamentado públicamente estos días que el futuro de Europa se decidiera en Washington. Esto sólo es cierto en parte, ya que Londres, París, Berlín y Madrid han tomado libremente sus decisiones, como lo han hecho Prístina y Belgrado. En cualquier caso, que Washington haya sido decisivo no exime a Europa de su responsabilidad, sino que la hace más evidente.
Lo más indiscutible de esta crisis es que, de todos los escenarios posibles, el que finalmente se ha materializado ha sido el peor para los intereses de Europa y el más amenazador para su unidad. Dado que ni Kosovo ni Serbia tienen otro futuro que el europeo, la solución al problema tenía que haber sido europea. Una Europa unida podría haber dejado a un lado a EE UU y a Rusia y haber impuesto a las partes un acuerdo razonable. Sin embargo, en lugar de ser Unión Europea, los 27 Estados miembros han sido exactamente eso: 20 a un lado y 7 al otro. Entre el júbilo de los kosovares y la indignación de los serbios, Europa ha vuelto a mostrar impotencia.
Eso sí, pese a no haber podido evitar la declaración unilateral de independencia, la Unión Europea actuará responsablemente: mantendrá sus tropas en Kosovo, enviará una misión civil y desembolsará cientos de millones de euros durante la próxima década para asegurar la viabilidad de este nuevo Estado. Una vez más, Europa se ve obligada a gestionar las consecuencias de decisiones tomadas por otros y a poner sus recursos al servicio de políticas que no coinciden con sus intereses, sin que ni siquiera todo ello le sirva para ganarse el respeto de los actores en liza. Desgraciadamente, este patrón se repite con demasiada frecuencia: en Afganistán, los Balcanes, Oriente Medio o el África subsahariana, Europa aparece como un poder fragmentado, incapaz de llevar a la práctica sus políticas u ofrecer una alternativa frente a EE UU, China o Rusia.
Kosovo no es sino otro desafío al poder europeo, un poder que pese a contar con una impresionante base económica, demográfica y política no consigue imponerse. Y de no mediar un cambio, estos desafíos serán cada vez más frecuentes, ya que el mundo que se está configurando desde que comenzara el siglo camina en direcciones incompatibles con los intereses y valores que Europa defiende.
Por un lado, el auge de China y el resurgir de Rusia sitúan sobre la mesa un modelo de desarrollo político y económico alternativo que despierta un notable interés entre las elites de muchas partes del mundo, atraídas por la promesa de poder compatibilizar máximo desarrollo económico y máximo control estatal. Frente al exigente modelo europeo basado en la democracia de mercado, la integración regional y los derechos humanos, China y Rusia ofrecen un capitalismo de Estado basado en la autoridad, la soberanía y la falta de libertades con el que es difícil competir.
Por otro, nos encontramos con que Estados Unidos ha abandonado la senda multilateral, no sólo dilapidando en pocos años el enorme capital de legitimidad construido después de la Segunda Guerra Mundial, sino sembrando muchas dudas sobre hasta qué punto, independientemente de quien gobierne, podremos en el futuro contar con Washington en asuntos clave como el cambio climático, la promoción de la democracia y los derechos humanos o el sostenimiento de las instituciones multilaterales.
A los desafíos de la globalización económica (ya de por sí bastante complejos de manejar pero en los que Europa jugaba con cierta ventaja), se añaden ahora los derivados de una reconfiguración progresiva de las relaciones de poder mundial en la que vuelven a campar a sus anchas elementos clásicos como el poder militar y las rivalidades económicas. Lamentablemente, el mundo se parece hoy sospechosamente a la Europa de 1914: recuérdese, una combinación sumamente inflamable de Estados muy interdependientes, en rápido desarrollo económico y en abierta competencia por las materias primas, y, a la par, escasamente integrados en instituciones internacionales y sumamente dispares en sus configuraciones de principios y valores.
En este tipo de mundo, Europa se encuentra en evidente desventaja, ya que la naturaleza de su proyecto, eminentemente pacífico, abierto, democrático y consensual, le impone severas (aunque aceptables) limitaciones a la hora de ejercer su poder. Europa ya recorrió en el pasado el camino imperial, por lo que es plenamente consciente de las consecuencias. Esto no quiere decir que Europa deba resignarse a disponer sólo del llamado poder blando. Primero, porque en un mundo poblado de depredadores, ser herbívoro es una opción muy problemática. Segundo, porque el poder de Europa no sólo se basa en la atracción que pueda ejercer su modelo, sino en su inmenso poder real: Europa es la primera economía mundial, el segundo bloque comercial, el primer donante de ayuda oficial al desarrollo y, aunque se olvide, una enorme potencia militar. Por tanto, el problema de Europa no es que carezca de poder, blando o duro, sino que éste se encuentra fragmentado y, en consecuencia, es ineficaz. Sólo desde esa fragmentación puede entenderse que Moscú pueda desafiar tan abiertamente a los europeos cuando éstos superan a Rusia tres veces y media en población, diez veces en gasto militar o quince veces en términos económicos.
En consecuencia, la limitación más importante del poder europeo tiene que ver con la miopía de sus líderes y, por qué no decirlo, de algunos de sus electorados. Con toda seguridad, la historia prestará mucha atención a la desgraciada primavera de 2005, cuando Europa, abocada a asumir su “destino manifiesto” en el mundo, dudó, y luego retrocedió. El efecto contagio que siguió a los fallidos referendos en Francia y los Países Bajos dejó entrever una preferencia clara en muchos Estados miembros por dar una respuesta a la globalización consistente en reforzar los Estados-nación y las identidades nacionales, no en reforzar el poder europeo.
Extrañamente, como si se tratara de la compresión del universo que según algunas teorías seguirá al Big Bang, la Europa de la ampliación, aquella que había culminado con éxito tareas increíbles como la reunificación del continente y la unión monetaria, decidió enfriarse. Y aunque el enfriamiento se ha detenido temporalmente con el rescate del Tratado Constitucional plasmado en el Tratado de Lisboa, las mismas tendencias renacionalizadoras son observables en la indisimulada hostilidad que preside la política europea de Brown; en la política exterior de Sarkozy, que concibe la UE como una mera correa de transmisión del interés nacional francés, e incluso en Alemania, partidaria de resolver por su cuenta sus problemas bilaterales con Rusia, cuando no empeñada en lograr su propio asiento en el Consejo de Seguridad. Por tanto. Pese a las evidentes mejoras en materia de política exterior que introducirá el nuevo Tratado de Lisboa, si éste algo deja claro es hasta qué punto se ha antepuesto el carácter irrenunciablemente intergubernamental de la política exterior a los intereses y necesidades europeos.
Hoy nadie duda de las ventajas del euro: gracias a la unión monetaria, Europa ha podido capear una crisis hipotecaria que en su ausencia se hubiera llevado por delante las monedas más débiles. En este sentido, la crisis de Kosovo se parece sospechosamente a las tormentas monetarias de los años noventa. Estados Unidos y Rusia, pero también Serbia y Kosovo, han explotado las divisiones europeas, obligando a romper filas. El resultado ha sido una devaluación de la política exterior europea.
La lección es clara: al igual que los bancos centrales de los noventa se mostraron incapaces de garantizar la estabilidad monetaria de la economía europea, los ministerios de asuntos exteriores europeos se muestran cada vez más impotentes para gestionar por sí solos las crisis internacionales que se suceden ante nosotros. Esto no quiere decir que deban desaparecer, pero sí que deben reflexionar a fondo sobre cuál va a ser su papel al servicio de una Europa que defienda los intereses generales de los europeos y que sea capaz de superar la fragmentación de su poder.
Frente a lo que muchos piensan, la lección más importante de lo sucedido en Kosovo no tiene que ver con la integridad territorial de los Estados o los límites del derecho internacional, sino con la fragmentación del poder europeo. Muchos han lamentado públicamente estos días que el futuro de Europa se decidiera en Washington. Esto sólo es cierto en parte, ya que Londres, París, Berlín y Madrid han tomado libremente sus decisiones, como lo han hecho Prístina y Belgrado. En cualquier caso, que Washington haya sido decisivo no exime a Europa de su responsabilidad, sino que la hace más evidente.
Lo más indiscutible de esta crisis es que, de todos los escenarios posibles, el que finalmente se ha materializado ha sido el peor para los intereses de Europa y el más amenazador para su unidad. Dado que ni Kosovo ni Serbia tienen otro futuro que el europeo, la solución al problema tenía que haber sido europea. Una Europa unida podría haber dejado a un lado a EE UU y a Rusia y haber impuesto a las partes un acuerdo razonable. Sin embargo, en lugar de ser Unión Europea, los 27 Estados miembros han sido exactamente eso: 20 a un lado y 7 al otro. Entre el júbilo de los kosovares y la indignación de los serbios, Europa ha vuelto a mostrar impotencia.
Eso sí, pese a no haber podido evitar la declaración unilateral de independencia, la Unión Europea actuará responsablemente: mantendrá sus tropas en Kosovo, enviará una misión civil y desembolsará cientos de millones de euros durante la próxima década para asegurar la viabilidad de este nuevo Estado. Una vez más, Europa se ve obligada a gestionar las consecuencias de decisiones tomadas por otros y a poner sus recursos al servicio de políticas que no coinciden con sus intereses, sin que ni siquiera todo ello le sirva para ganarse el respeto de los actores en liza. Desgraciadamente, este patrón se repite con demasiada frecuencia: en Afganistán, los Balcanes, Oriente Medio o el África subsahariana, Europa aparece como un poder fragmentado, incapaz de llevar a la práctica sus políticas u ofrecer una alternativa frente a EE UU, China o Rusia.
Kosovo no es sino otro desafío al poder europeo, un poder que pese a contar con una impresionante base económica, demográfica y política no consigue imponerse. Y de no mediar un cambio, estos desafíos serán cada vez más frecuentes, ya que el mundo que se está configurando desde que comenzara el siglo camina en direcciones incompatibles con los intereses y valores que Europa defiende.
Por un lado, el auge de China y el resurgir de Rusia sitúan sobre la mesa un modelo de desarrollo político y económico alternativo que despierta un notable interés entre las elites de muchas partes del mundo, atraídas por la promesa de poder compatibilizar máximo desarrollo económico y máximo control estatal. Frente al exigente modelo europeo basado en la democracia de mercado, la integración regional y los derechos humanos, China y Rusia ofrecen un capitalismo de Estado basado en la autoridad, la soberanía y la falta de libertades con el que es difícil competir.
Por otro, nos encontramos con que Estados Unidos ha abandonado la senda multilateral, no sólo dilapidando en pocos años el enorme capital de legitimidad construido después de la Segunda Guerra Mundial, sino sembrando muchas dudas sobre hasta qué punto, independientemente de quien gobierne, podremos en el futuro contar con Washington en asuntos clave como el cambio climático, la promoción de la democracia y los derechos humanos o el sostenimiento de las instituciones multilaterales.
A los desafíos de la globalización económica (ya de por sí bastante complejos de manejar pero en los que Europa jugaba con cierta ventaja), se añaden ahora los derivados de una reconfiguración progresiva de las relaciones de poder mundial en la que vuelven a campar a sus anchas elementos clásicos como el poder militar y las rivalidades económicas. Lamentablemente, el mundo se parece hoy sospechosamente a la Europa de 1914: recuérdese, una combinación sumamente inflamable de Estados muy interdependientes, en rápido desarrollo económico y en abierta competencia por las materias primas, y, a la par, escasamente integrados en instituciones internacionales y sumamente dispares en sus configuraciones de principios y valores.
En este tipo de mundo, Europa se encuentra en evidente desventaja, ya que la naturaleza de su proyecto, eminentemente pacífico, abierto, democrático y consensual, le impone severas (aunque aceptables) limitaciones a la hora de ejercer su poder. Europa ya recorrió en el pasado el camino imperial, por lo que es plenamente consciente de las consecuencias. Esto no quiere decir que Europa deba resignarse a disponer sólo del llamado poder blando. Primero, porque en un mundo poblado de depredadores, ser herbívoro es una opción muy problemática. Segundo, porque el poder de Europa no sólo se basa en la atracción que pueda ejercer su modelo, sino en su inmenso poder real: Europa es la primera economía mundial, el segundo bloque comercial, el primer donante de ayuda oficial al desarrollo y, aunque se olvide, una enorme potencia militar. Por tanto, el problema de Europa no es que carezca de poder, blando o duro, sino que éste se encuentra fragmentado y, en consecuencia, es ineficaz. Sólo desde esa fragmentación puede entenderse que Moscú pueda desafiar tan abiertamente a los europeos cuando éstos superan a Rusia tres veces y media en población, diez veces en gasto militar o quince veces en términos económicos.
En consecuencia, la limitación más importante del poder europeo tiene que ver con la miopía de sus líderes y, por qué no decirlo, de algunos de sus electorados. Con toda seguridad, la historia prestará mucha atención a la desgraciada primavera de 2005, cuando Europa, abocada a asumir su “destino manifiesto” en el mundo, dudó, y luego retrocedió. El efecto contagio que siguió a los fallidos referendos en Francia y los Países Bajos dejó entrever una preferencia clara en muchos Estados miembros por dar una respuesta a la globalización consistente en reforzar los Estados-nación y las identidades nacionales, no en reforzar el poder europeo.
Extrañamente, como si se tratara de la compresión del universo que según algunas teorías seguirá al Big Bang, la Europa de la ampliación, aquella que había culminado con éxito tareas increíbles como la reunificación del continente y la unión monetaria, decidió enfriarse. Y aunque el enfriamiento se ha detenido temporalmente con el rescate del Tratado Constitucional plasmado en el Tratado de Lisboa, las mismas tendencias renacionalizadoras son observables en la indisimulada hostilidad que preside la política europea de Brown; en la política exterior de Sarkozy, que concibe la UE como una mera correa de transmisión del interés nacional francés, e incluso en Alemania, partidaria de resolver por su cuenta sus problemas bilaterales con Rusia, cuando no empeñada en lograr su propio asiento en el Consejo de Seguridad. Por tanto. Pese a las evidentes mejoras en materia de política exterior que introducirá el nuevo Tratado de Lisboa, si éste algo deja claro es hasta qué punto se ha antepuesto el carácter irrenunciablemente intergubernamental de la política exterior a los intereses y necesidades europeos.
Hoy nadie duda de las ventajas del euro: gracias a la unión monetaria, Europa ha podido capear una crisis hipotecaria que en su ausencia se hubiera llevado por delante las monedas más débiles. En este sentido, la crisis de Kosovo se parece sospechosamente a las tormentas monetarias de los años noventa. Estados Unidos y Rusia, pero también Serbia y Kosovo, han explotado las divisiones europeas, obligando a romper filas. El resultado ha sido una devaluación de la política exterior europea.
La lección es clara: al igual que los bancos centrales de los noventa se mostraron incapaces de garantizar la estabilidad monetaria de la economía europea, los ministerios de asuntos exteriores europeos se muestran cada vez más impotentes para gestionar por sí solos las crisis internacionales que se suceden ante nosotros. Esto no quiere decir que deban desaparecer, pero sí que deben reflexionar a fondo sobre cuál va a ser su papel al servicio de una Europa que defienda los intereses generales de los europeos y que sea capaz de superar la fragmentación de su poder.
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