Por Guy Sorman (ABC, 25/02/08):
EL crecimiento estadounidense se ralentiza: ¿es ésta una crisis estadounidense o es la crisis del capitalismo? En la izquierda europea, los que se adaptan mal a los éxitos de la economía de mercado siguen esperando, en su fuero interno, una gran ruptura revolucionaria. ¿Y si Marx, en el fondo, tenía razón? Incluso en Estados Unidos, la izquierda en campaña electoral acoge esta «crisis» con cierto júbilo; le es indispensable que con George W. Bush todo vaya mal, sobre todo cuando Irak va mejor. Para los medios de comunicación, que en todo el mundo adoran las catástrofes, para los analistas cuyo anticapitalismo y antiamericanismo constituyen un fondo de comercio, la ralentización estadounidense es también un chollo. Más allá de este revoltijo ideológico, intentemos volver de nuevo al principio de realidad y distinguir lo que la ciencia económica nos enseña claramente.
En primer lugar, y nos guste o no, el sistema capitalista -debería más bien llamársele economía libre- se ha vuelto infranqueable para nuestra época. Obviamente, este sistema es imperfecto porque refleja la naturaleza humana, muy imperfecta en sí misma. Pero la economía de mercado ha demostrado su eficacia superior contra los incendios del sistema comunista y sus derivados que, entre 1960 y 1990, causaron estragos en tantos países pobres. Se recordará que, desde la universalización de la economía libre, el planeta se desarrolla a un ritmo medio anual del 5 por ciento. Esta cifra no es abstracta: la economía libre ha aproximado Europa Central a Europa Occidental, y, en estos últimos veinte años, ha sacado a 800 millones de personas de la pobreza absoluta en India, en China y en Brasil. Que el crecimiento de Estados Unidos se ralentice en un uno por ciento o en un dos por ciento es importante, pero hay que saber relativizar lo que no es más que un sobresalto coyuntural en la escena mundial.
Es verdad que se debe conceder una importancia especial al crecimiento estadounidense porque, a pesar de la retórica recurrente sobre su decadencia, Estados Unidos sigue siendo la locomotora del crecimiento mundial: la innovación en Estados Unidos, así como el consumo y el ahorro de los estadounidenses, determinan el dinamismo de Europa, de China o de Brasil. ¿Se le reprochará esto a Estados Unidos? ¿O a Europa, cuyo mercado no siempre está unificado y donde un exceso de Estado siempre asfixia la innovación?
¿Está realmente enferma esta economía estadounidense, cuya salud, buena o mala, es tan contagiosa? Un análisis justo de la situación económica debe basarse en la distinción esencial entre la tendencia de fondo y la coyuntura. La tendencia estadounidense que, desde hace un siglo, determina la tendencia mundial es del orden de un tres por ciento anual: gracias a la tendencia de fondo, la riqueza estadounidense se mantiene en un tercio de la riqueza mundial, a pesar del auge de China, Europa o India. La perturbación actual no parece encaminada a afectar a la tendencia de fondo, porque ésta se apoya en unas ventajas fundamentales: el liderazgo de la innovación, la seguridad jurídica de las inversiones, un sistema fiscal favorable a la creación de empresas y el dólar como moneda de las reservas. Estas ventajas fundamentales siguen siendo estables y no tienen competencia. A esta tendencia histórica se incorporan fluctuaciones que no son crisis. Una crisis afecta al sistema en sí mismo; así ocurrió en 1930. Pero una fluctuación en el sistema no es una crisis.
En el siglo XX, Estados Unidos sufrió dos crisis auténticas: en 1930, porque el Banco Central de Estados Unidos cometió el error de suspender el crédito. En 1973, porque Jimmy Carter aplicó la errónea teoría keynesiana de reactivación por medio de la demanda y no hizo más que generar inflación y desempleo. Pero desde hace 35 años, las fluctuaciones ya no han degenerado nunca en crisis: los gobiernos estadounidenses (demócratas y republicanos) aprendieron de sus errores pasados. Desde entonces, el Banco Federal cumple con su función alimentando las demandas de crédito, pero no demasiado, de forma que no provoca inflación. Por su parte, el Congreso concede algunas rebajas de impuestos, cuyo objetivo principal es calmar a la inquieta opinión pública. La experiencia y la ciencia económica nos enseñan que la mejor manera de librarse de una crisis exige no intervenir demasiado y dejar que el mercado purgue sus excesos.
¿Qué excesos? Cualquier economía de mercado está basada en el principio que se conoce como destrucción creativa: los empresarios innovan, pero no todas las innovaciones, técnicas o financieras, son coronadas por el éxito. Se comprobó en el año 2000, con la burbuja de internet. Actualmente, asistimos a otra depuración: el mercado selecciona entre las innovaciones financieras útiles para el progreso económico y otras que no lo son. Si bien es probable que el pánico actual en los mercados haya estado provocado por una mala gestión de los créditos inmobiliarios, en Estados Unidos y en otros países, no se debe llegar a la conclusión de que el capitalismo financiero y la creación de nuevos instrumentos, llamados derivados, son un error. La complejidad creciente de los mercados financieros permite repartir un número mayor de riesgos entre un número mayor de inversores; gracias a esta distribución de los riesgos, un número mayor de empresarios puede aventurarse a realizar un número mayor de innovaciones. Los errores serán corregidos por el propio mercado. Al final de esta destrucción creativa, algunas empresas desaparecerán, otras nacerán, se desplazarán algunos empleos y el crecimiento volverá a encontrar el ritmo adecuado.
Este ciclo cruel resulta atemorizador: explicar que, a la larga, es en general positivo, no tranquiliza a los individuos directamente afectados. Pero en los momentos difíciles es cuando conviene defender la economía de mercado e ilustrar sus principios. En períodos de fluctuación, corresponde a los periodistas, a los políticos y a los expertos explicar la realidad en lugar de sembrar el pánico. Así pues, no debería llamarse recesión a lo que es una ralentización del crecimiento.
¿Quiere decir esto que el Estado es inútil para el buen funcionamiento del capitalismo? Ciertamente no: donde no hay Estado, el capitalismo no funciona. El Estado es el garante de las reglas del juego y el asegurador de último recurso. Especialmente en la tradición europea, es indispensable que las políticas públicas faciliten las reconversiones de un oficio en otro o de una empresa en otra.
Pero cuando el Estado se opone a la destrucción creativa, se vuelve peligroso. En el siglo XX, todas las crisis económicas auténticas, el estancamiento, la inflación y el desempleo masivo fueron originados por Gobiernos incoherentes. No hay crecimiento sin Estado, pero los Estados por sí mismos son capaces de destrozar el crecimiento: en todas las naciones, el progreso avanza por este camino tan estrecho.
EL crecimiento estadounidense se ralentiza: ¿es ésta una crisis estadounidense o es la crisis del capitalismo? En la izquierda europea, los que se adaptan mal a los éxitos de la economía de mercado siguen esperando, en su fuero interno, una gran ruptura revolucionaria. ¿Y si Marx, en el fondo, tenía razón? Incluso en Estados Unidos, la izquierda en campaña electoral acoge esta «crisis» con cierto júbilo; le es indispensable que con George W. Bush todo vaya mal, sobre todo cuando Irak va mejor. Para los medios de comunicación, que en todo el mundo adoran las catástrofes, para los analistas cuyo anticapitalismo y antiamericanismo constituyen un fondo de comercio, la ralentización estadounidense es también un chollo. Más allá de este revoltijo ideológico, intentemos volver de nuevo al principio de realidad y distinguir lo que la ciencia económica nos enseña claramente.
En primer lugar, y nos guste o no, el sistema capitalista -debería más bien llamársele economía libre- se ha vuelto infranqueable para nuestra época. Obviamente, este sistema es imperfecto porque refleja la naturaleza humana, muy imperfecta en sí misma. Pero la economía de mercado ha demostrado su eficacia superior contra los incendios del sistema comunista y sus derivados que, entre 1960 y 1990, causaron estragos en tantos países pobres. Se recordará que, desde la universalización de la economía libre, el planeta se desarrolla a un ritmo medio anual del 5 por ciento. Esta cifra no es abstracta: la economía libre ha aproximado Europa Central a Europa Occidental, y, en estos últimos veinte años, ha sacado a 800 millones de personas de la pobreza absoluta en India, en China y en Brasil. Que el crecimiento de Estados Unidos se ralentice en un uno por ciento o en un dos por ciento es importante, pero hay que saber relativizar lo que no es más que un sobresalto coyuntural en la escena mundial.
Es verdad que se debe conceder una importancia especial al crecimiento estadounidense porque, a pesar de la retórica recurrente sobre su decadencia, Estados Unidos sigue siendo la locomotora del crecimiento mundial: la innovación en Estados Unidos, así como el consumo y el ahorro de los estadounidenses, determinan el dinamismo de Europa, de China o de Brasil. ¿Se le reprochará esto a Estados Unidos? ¿O a Europa, cuyo mercado no siempre está unificado y donde un exceso de Estado siempre asfixia la innovación?
¿Está realmente enferma esta economía estadounidense, cuya salud, buena o mala, es tan contagiosa? Un análisis justo de la situación económica debe basarse en la distinción esencial entre la tendencia de fondo y la coyuntura. La tendencia estadounidense que, desde hace un siglo, determina la tendencia mundial es del orden de un tres por ciento anual: gracias a la tendencia de fondo, la riqueza estadounidense se mantiene en un tercio de la riqueza mundial, a pesar del auge de China, Europa o India. La perturbación actual no parece encaminada a afectar a la tendencia de fondo, porque ésta se apoya en unas ventajas fundamentales: el liderazgo de la innovación, la seguridad jurídica de las inversiones, un sistema fiscal favorable a la creación de empresas y el dólar como moneda de las reservas. Estas ventajas fundamentales siguen siendo estables y no tienen competencia. A esta tendencia histórica se incorporan fluctuaciones que no son crisis. Una crisis afecta al sistema en sí mismo; así ocurrió en 1930. Pero una fluctuación en el sistema no es una crisis.
En el siglo XX, Estados Unidos sufrió dos crisis auténticas: en 1930, porque el Banco Central de Estados Unidos cometió el error de suspender el crédito. En 1973, porque Jimmy Carter aplicó la errónea teoría keynesiana de reactivación por medio de la demanda y no hizo más que generar inflación y desempleo. Pero desde hace 35 años, las fluctuaciones ya no han degenerado nunca en crisis: los gobiernos estadounidenses (demócratas y republicanos) aprendieron de sus errores pasados. Desde entonces, el Banco Federal cumple con su función alimentando las demandas de crédito, pero no demasiado, de forma que no provoca inflación. Por su parte, el Congreso concede algunas rebajas de impuestos, cuyo objetivo principal es calmar a la inquieta opinión pública. La experiencia y la ciencia económica nos enseñan que la mejor manera de librarse de una crisis exige no intervenir demasiado y dejar que el mercado purgue sus excesos.
¿Qué excesos? Cualquier economía de mercado está basada en el principio que se conoce como destrucción creativa: los empresarios innovan, pero no todas las innovaciones, técnicas o financieras, son coronadas por el éxito. Se comprobó en el año 2000, con la burbuja de internet. Actualmente, asistimos a otra depuración: el mercado selecciona entre las innovaciones financieras útiles para el progreso económico y otras que no lo son. Si bien es probable que el pánico actual en los mercados haya estado provocado por una mala gestión de los créditos inmobiliarios, en Estados Unidos y en otros países, no se debe llegar a la conclusión de que el capitalismo financiero y la creación de nuevos instrumentos, llamados derivados, son un error. La complejidad creciente de los mercados financieros permite repartir un número mayor de riesgos entre un número mayor de inversores; gracias a esta distribución de los riesgos, un número mayor de empresarios puede aventurarse a realizar un número mayor de innovaciones. Los errores serán corregidos por el propio mercado. Al final de esta destrucción creativa, algunas empresas desaparecerán, otras nacerán, se desplazarán algunos empleos y el crecimiento volverá a encontrar el ritmo adecuado.
Este ciclo cruel resulta atemorizador: explicar que, a la larga, es en general positivo, no tranquiliza a los individuos directamente afectados. Pero en los momentos difíciles es cuando conviene defender la economía de mercado e ilustrar sus principios. En períodos de fluctuación, corresponde a los periodistas, a los políticos y a los expertos explicar la realidad en lugar de sembrar el pánico. Así pues, no debería llamarse recesión a lo que es una ralentización del crecimiento.
¿Quiere decir esto que el Estado es inútil para el buen funcionamiento del capitalismo? Ciertamente no: donde no hay Estado, el capitalismo no funciona. El Estado es el garante de las reglas del juego y el asegurador de último recurso. Especialmente en la tradición europea, es indispensable que las políticas públicas faciliten las reconversiones de un oficio en otro o de una empresa en otra.
Pero cuando el Estado se opone a la destrucción creativa, se vuelve peligroso. En el siglo XX, todas las crisis económicas auténticas, el estancamiento, la inflación y el desempleo masivo fueron originados por Gobiernos incoherentes. No hay crecimiento sin Estado, pero los Estados por sí mismos son capaces de destrozar el crecimiento: en todas las naciones, el progreso avanza por este camino tan estrecho.
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