Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 10/02/08):
Como es evidente que nada de lo que se escriba en la prensa española -o de cualquier otro lugar del mundo, excepto los propios Estados Unidos- va a tener la menor influencia en el desenlace de ese admirable y envidiable proceso ombliguista que son las primarias norteamericanas, no me duelen prendas en proporcionar una pequeña pistola humeante a quienes sostienen que la candidatura de Hillary Clinton no es sino la suma de la ambición insaciable y el sueño dinástico compartidos con su marido; y por ende una burla encubierta a la prohibición constitucional de volver a la Casa Blanca que ambos ya ocuparon entre el 92 y el 2000. No aludo a ningún testimonio de referencia, ni a ningún documento perdido en los agujeros negros de la memoria, sino a lo que escucharon mis oídos cuando hace poco menos de tres años tuve la suerte de que me sentaran a la derecha de Bill Clinton durante una cena organizada por uno de sus mejores amigos españoles en la localidad mallorquina de Calviá. Dando por buenos los cada vez más insistentes rumores de que su mujer sería candidata a las primarias y refiriéndose a la formidable maquinaria de propaganda que los republicanos activan cada vez que llegan unas elecciones presidenciales, lo que me dijo no pudo ser más elocuente: «Les ganamos ya dos veces y podemos volver a ganarles una tercera».
Con mucho menos que esa primera persona del plural ante un testigo directo se han escrito capítulos enteros de libros dedicados a desvelar el supuesto pacto secreto que habría impulsado hace 30 años a la brillante y prometedora abogada Hillary Rodham a dejar el confort y las excitantes oportunidades de Washington para seguir a su novio Bill Clinton al atrasado estado de Arkansas, casarse con él y convertirse en su mejor agente electoral.
Concretamente en el publicado el año pasado por los periodistas de The New York Times Jeff Gerth y Don Van Natta Jr. (Her Way: The Hopes and Ambitions of Hillary Rodham Clinton) se mantiene que ambos planearon meticulosamente el asalto a la Casa Blanca, que lo bautizaron como «un proyecto para 20 años» y que así queda acreditado en una carta de Hillary que asegura haber visto una ex novia de Bill. La guinda del pastel es que, según un historiador amigo de los Clinton, el pacto secreto habría incluido el reparto de ocho años de Presidencia para él y otros ocho para ella.
¿Bueno, y qué?, venía a preguntarse el crítico de The New York Review of Books Michael Tomasky, pasando incluso poco menos que por alto el hecho de que el historiador en cuestión hubiera desmentido el dato al verlo publicado: «Apostaría a que un elevado porcentaje de los 435 miembros de la Cámara de Representantes, los 100 senadores y los 50 gobernadores comparten hoy en día ambiciones parecidas con sus esposas». O lo que es lo mismo, de ilusión también se vive. Sólo falta cumplimentar un pequeño detalle que a menudo soslayan los virulentos críticos del matrimonio Clinton: para llegar a la Presidencia hay que conseguir que los votantes te elijan.
Lo único verdaderamente chocante no es, pues, que dos personas inteligentes compartan una misma pasión por la vida pública y aspiren a alcanzar en ella las cimas más altas, sino la secreción adicional de antipatía y bilis que a sus adversarios políticos parece producirles el hecho de que formen pareja. La misma derecha republicana que consideraba de lo más natural que la Presidencia de Bush padre diera paso al cabo de ocho años de intervalo a la de Bush hijo, encuentra ahora tan insoportable que la esposa pueda ocupar tras un lapso equivalente el cargo que ocupó el marido que ha inventado una especie de monstruo hermafrodita bautizado como Billary cuya avidez de poder termina siendo el compendio de todos los males imaginables.
Además de unas grandes dosis de machismo, esa intensa campaña de desprestigio personal enraizada en los escándalos inventados o sacados de quicio del pasado (Whitewater, Lewinsky) denota el pánico que el bien organizado movimiento conservador norteamericano siente ante un nuevo triunfo del pragmatismo centrista que representa el clintonismo. De ahí el paradójico entusiasmo con que desde esa derecha dura se ha visto la meteórica irrupción en escena de un Barack Obama posicionado a la izquierda de Hillary Clinton, no tanto porque su plataforma ideológica -de momento bastante gaseosa- sea muy distinta, sino porque encarna un viento de cambio mucho más radical.
Cualquiera diría que a una parte importante de los republicanos les ha producido mucha más satisfacción este pasado supermartes ver cómo la detestada antagonista las pasaba canutas para mantener la delantera sobre el explosivo senador de Illinois, que contemplar cómo se decantaban rotundamente sus propias primarias a favor del moderado McCain, pese a que esto implica disponer de varios meses de ventaja para preparar el asalto a la Casa Blanca.
Lo que se dilucida no es si el electorado norteamericano está más dispuesto a elegir por primera vez a una mujer o a un negro, sino cómo se gestionará la árdua tarea de rediseñar el liderazgo global de los Estados Unidos tras el desastre de la era Bush, una vez que el último aspirante que podía representar una opción continuista -Mitt Romney- ha tenido que tirar la toalla tras sus sucesivos descalabros. Aunque los ultraconservadores están que trinan por la tibieza de McCain en algunos de los asuntos prioritarios de su agenda de agitación mediática -la columnista Ann Coulter ha llegado a escribir que «lo más apropiado» habría sido que McCain hubiera recibido el apoyo del también moderado gobernador Schwarzenegger «delante de una clínica abortista»-, los portavoces más sensatos del Great Old Party se frotan las manos ante la hace unas semanas inesperada perspectiva de que sean los propios republicanos los que tengan la oportunidad de recomponer sus estropicios.
Cuanto más dure la agónica pugna entre los dos aspirantes demócratas, mejor para ellos. Y si al final, el vencedor es Obama, pues miel sobre hojuelas. Sus dedos ya se les hacen huéspedes sólo de imaginar cómo el veterano ex combatiente de Vietnam que tantas veces ha demostrado hablar claro a la América profunda sin meterse en las honduras de las fantasías neocon puede comerse con patatas al tierno cervatillo al que nadie ha tocado aún ni un botón de la camisa y al que la malvada Maureen Dowd ha bautizado como Obambi.
No es sólo el mote sino también su gran capacidad de comunicación, su atractivo perfil mediático al servicio de un discurso muy superficial e incluso propuestas como la de dirimir las grandes cuestiones internacionales a través de una especie de Conferencia Mundial entre las democracias occidentales y los países musulmanes lo que acerca la figura de Barack Obama a la de Zapatero. Al presidente español eso le gusta y su cuento de la lechera viene a ser algo así como: yo gano ahora en marzo, el negrito gana en noviembre y yo llego a la Casa Blanca pisando fuerte y con la Alianza de Civilizaciones como estandarte.
Ya que en una de las poquísimas cosas en las que me ha hecho caso durante esta legislatura ha sido al seguir el consejo de acercarse a Bill Clinton -Talk to him, se titulaba el artículo que escribí aquel 2005-, yo ahora le diría a Zapatero que más vale Hillary en mano que Obama volando. Con el ex presidente ha logrado establecer una relación tan buena como la que tuvo Aznar -¡qué tiempos aquellos en los que el líder del PP coprotagonizaba con Clinton y Blair la llamada tercera vía!- y como la que tendría Rajoy si llegara a La Moncloa. Clinton se adapta a todas las circunstancias y hace unos días, después de haber disculpado como pecados veniales el desplante a su bandera e incluso la abrupta retirada de nuestras tropas de Irak, declaró al corresponsal de EL MUNDO en Estados Unidos Carlos Fresneda que su esposa estaría encantada de servir de anfitriona a Zapatero en Washington.
No sería una colega en la causa del buenismo planetario, pero a cambio podría contagiarle algo de su probada capacidad de alcanzar compromisos y consensos, de acuerdo con la ya legendaria técnica de la «triangulación» atribuida a los Clinton, básicamente consistente en identificar los problemas en los que el adversario pone el foco electoral y adelantarse ofreciendo soluciones y respuestas moderadas que los van desactivando. Es por ese pragmatismo -identificado a veces como rendición ideológica al credo neocon-, que llevó a Hillary a votar a favor de la resolución del Senado que respaldó la invasión de Irak, por lo que los activistas demócratas más jóvenes quieren ahora pasar factura a la pareja. No queremos más de lo mismo, queremos algo nuevo, queremos a Obama.
Y, sin embargo, lo único que tiene de nuevo este Obama es su nombre, su rostro y su singular biografía de afro-norteamericano hijo de musulmán y criado en Indonesia. Porque, por lo demás, cada cuatro años en el Partido Demócrata siempre ha irrumpido en escena como mínimo un Obama, es decir un candidato inesperado, surgido no se sabe muy bien de dónde, que a base de carisma personal se presenta como alternativa al stablishment y, apoyado en el entusiasmo de los campus universitarios, alimenta el mito de que cualquiera que tenga méritos -y logre recaudar el dinero suficiente- puede llegar a presidente de los Estados Unidos. Atractivos Obamas que se quedaron por el camino han sido John Edwards, Howard Dean, Bill Bradley, Gary Hart, Eugene Mc Carthy, Jesse Jackson o -aunque su caso fuera distinto- el malogrado Robert Kennedy, tal vez el más parecido al novato senador de Illinois en su ardiente retórica y capacidad de movilizar a los jóvenes.
En dos ocasiones el Obama de turno logró llegar a la Casa Blanca: Jimmy Carter en el 76 tras el trauma de Watergate y el propio Clinton en el 92. Pero aunque se tratara de gobernadores de estados relativamente pequeños -Georgia y Arkansas- ambos tenían ya cierta experiencia en la gestión, cosa que no sucede en absoluto con Barack Obama. Carter terminó siendo uno de los peores presidentes del siglo XX y Clinton uno de los mejores, lo cual implica que es imposible catar los melones antes de abrirlos. Por eso lo que tendrán que decidir durante las próximas semanas los votantes demócratas de media docena de estados clave es si prefieren lanzar una moneda al aire o aferrarse a un valor seguro tanto en sus pros como en sus contras.
Este Obama tiene importantes factores a su favor como el radicalismo engendrado por las frustraciones de los ocho años de presidencia de Bush Jr o la fuerza amplificadora de internet que a punto estuvo de otorgar ya hace cuatro años la nominación a Dean. En un reciente mitin en Nueva York Robert de Niro presentó su bisoñez como un activo: «Es lo suficientemente inexperto como para no permitir que los grupos de presión dirijan el Gobierno». Incluso una revista de jóvenes de tendencia evangélica presentó hace poco una encuesta según la cual Obama sería el candidato por el que habría votado Jesucristo.
Su gran espaldarazo ha llegado con el apoyo de la familia Kennedy, que ha depositado en sus manos la antorcha simbólica que, según el legendario Discurso Inaugural de 1961 -hace bien poco glosado y prologado por éste su seguro servidor-, debe pasar cada equis tiempo de una generación a otra. Pero al margen de que ya he dicho que se podrían encontrar más paralelismos con el impulsivo Bobby que con el astuto Jack, en este respaldo no deja de haber una trastienda mezquina que tiene mucho que ver con el deseo de los Kennedy de que no sean los Clinton quienes se queden ante el país y ante la Historia con la herencia de Camelot.
Al parecer el detonante de la decisión fueron los elogios dirigidos por un colaborador de Hillary a la memoria de Lyndon Johnson como artífice de la legislación sobre derechos civiles que acabó en los 60 con la discriminación racial. Para los Kennedy fue un pretexto perfecto. Atribuir al detestado «usurpador», aquel grosero tejano que se jactaba de mear más lejos que nadie en el jardín de la Casa Blanca, el mérito de lo que había sido diseñado y anunciado por el presidente asesinado era un pecado de lesa majestad. Hillary se dio cuenta pero cuando llamó a Edward Kennedy para disculparse se encontró con un muro de hielo. ¿Cómo no ver en la actitud del senador por Massachussets el propósito de impedir que los Clinton consumen, pese al caso Lewinsky, la continuidad dinástica dentro del progresismo norteamericano que lo ocurrido en Chappaquidick le impidió a él mismo protagonizar?
Obama cabalga ahora a lomos de su momentum electoral y la subida a bordo de nuevos financiadores y compañeros de viaje no deja de incrementar el efecto bandwagon del que se beneficia, pero hay ya suficientes indicios como para temer que el soufflé mediático empezaría a desinflarse en el caso de que obtuviera la nominación. Sin llegar a los extremos de quienes desde la izquierda inteligente le presentan como una especie de Lady Di de la política norteamericana y equiparan con buen tino su videoclip Yes we can con el Candle in the win de Elton John, no es aventurado pensar que su desconocimiento de la mayoría de los asuntos importantes, sus contradicciones ideológicas, su ascendencia musulmana e incluso sus coqueteos juveniles con el incendiario predicador negro Jeremiah Wright le harán presa fácil de la máquina de picar carne republicana.
A su lado McCain emergerá como un estadista realista y consistente y lo más probable es que sus 72 años se conviertan en un mal menor frente a un rival al que siempre le faltará un hervor. Incluso si saliera airoso de esa prueba, un Obama presidente de los Estados Unidos supondría una caja de sorpresas en un tiempo histórico con poco margen para experimentos y equivocaciones.
En cambio la nominación de Hillary, con su larga experiencia en pro de la reforma de la SeguridadSocial, con sus seis años de brega en los comités de mayor trascendencia y responsabilidad del Senado, con su probada sensibilidad en defensa de los derechos de las minorías -en especial de la hispana-, con su demostrada capacidad de hacer frente con entereza a todas las miserias de la vida pública, con su enorme proyección internacional… y la garantía del respaldo y la implicación de Bill Clinton como superconsejero y embajador especial, abriría la puerta no sólo a la histórica llegada de una mujer a la Casa Blanca, sino también a un reequilibrio de la política norteamericana y a una espectacular mejora de las relaciones transatlánticas, sin que ello suponga ni un salto en el vacío ni un viaje a lo desconocido. ¡Quién pudiera votar este año en los Estados Unidos!
Como es evidente que nada de lo que se escriba en la prensa española -o de cualquier otro lugar del mundo, excepto los propios Estados Unidos- va a tener la menor influencia en el desenlace de ese admirable y envidiable proceso ombliguista que son las primarias norteamericanas, no me duelen prendas en proporcionar una pequeña pistola humeante a quienes sostienen que la candidatura de Hillary Clinton no es sino la suma de la ambición insaciable y el sueño dinástico compartidos con su marido; y por ende una burla encubierta a la prohibición constitucional de volver a la Casa Blanca que ambos ya ocuparon entre el 92 y el 2000. No aludo a ningún testimonio de referencia, ni a ningún documento perdido en los agujeros negros de la memoria, sino a lo que escucharon mis oídos cuando hace poco menos de tres años tuve la suerte de que me sentaran a la derecha de Bill Clinton durante una cena organizada por uno de sus mejores amigos españoles en la localidad mallorquina de Calviá. Dando por buenos los cada vez más insistentes rumores de que su mujer sería candidata a las primarias y refiriéndose a la formidable maquinaria de propaganda que los republicanos activan cada vez que llegan unas elecciones presidenciales, lo que me dijo no pudo ser más elocuente: «Les ganamos ya dos veces y podemos volver a ganarles una tercera».
Con mucho menos que esa primera persona del plural ante un testigo directo se han escrito capítulos enteros de libros dedicados a desvelar el supuesto pacto secreto que habría impulsado hace 30 años a la brillante y prometedora abogada Hillary Rodham a dejar el confort y las excitantes oportunidades de Washington para seguir a su novio Bill Clinton al atrasado estado de Arkansas, casarse con él y convertirse en su mejor agente electoral.
Concretamente en el publicado el año pasado por los periodistas de The New York Times Jeff Gerth y Don Van Natta Jr. (Her Way: The Hopes and Ambitions of Hillary Rodham Clinton) se mantiene que ambos planearon meticulosamente el asalto a la Casa Blanca, que lo bautizaron como «un proyecto para 20 años» y que así queda acreditado en una carta de Hillary que asegura haber visto una ex novia de Bill. La guinda del pastel es que, según un historiador amigo de los Clinton, el pacto secreto habría incluido el reparto de ocho años de Presidencia para él y otros ocho para ella.
¿Bueno, y qué?, venía a preguntarse el crítico de The New York Review of Books Michael Tomasky, pasando incluso poco menos que por alto el hecho de que el historiador en cuestión hubiera desmentido el dato al verlo publicado: «Apostaría a que un elevado porcentaje de los 435 miembros de la Cámara de Representantes, los 100 senadores y los 50 gobernadores comparten hoy en día ambiciones parecidas con sus esposas». O lo que es lo mismo, de ilusión también se vive. Sólo falta cumplimentar un pequeño detalle que a menudo soslayan los virulentos críticos del matrimonio Clinton: para llegar a la Presidencia hay que conseguir que los votantes te elijan.
Lo único verdaderamente chocante no es, pues, que dos personas inteligentes compartan una misma pasión por la vida pública y aspiren a alcanzar en ella las cimas más altas, sino la secreción adicional de antipatía y bilis que a sus adversarios políticos parece producirles el hecho de que formen pareja. La misma derecha republicana que consideraba de lo más natural que la Presidencia de Bush padre diera paso al cabo de ocho años de intervalo a la de Bush hijo, encuentra ahora tan insoportable que la esposa pueda ocupar tras un lapso equivalente el cargo que ocupó el marido que ha inventado una especie de monstruo hermafrodita bautizado como Billary cuya avidez de poder termina siendo el compendio de todos los males imaginables.
Además de unas grandes dosis de machismo, esa intensa campaña de desprestigio personal enraizada en los escándalos inventados o sacados de quicio del pasado (Whitewater, Lewinsky) denota el pánico que el bien organizado movimiento conservador norteamericano siente ante un nuevo triunfo del pragmatismo centrista que representa el clintonismo. De ahí el paradójico entusiasmo con que desde esa derecha dura se ha visto la meteórica irrupción en escena de un Barack Obama posicionado a la izquierda de Hillary Clinton, no tanto porque su plataforma ideológica -de momento bastante gaseosa- sea muy distinta, sino porque encarna un viento de cambio mucho más radical.
Cualquiera diría que a una parte importante de los republicanos les ha producido mucha más satisfacción este pasado supermartes ver cómo la detestada antagonista las pasaba canutas para mantener la delantera sobre el explosivo senador de Illinois, que contemplar cómo se decantaban rotundamente sus propias primarias a favor del moderado McCain, pese a que esto implica disponer de varios meses de ventaja para preparar el asalto a la Casa Blanca.
Lo que se dilucida no es si el electorado norteamericano está más dispuesto a elegir por primera vez a una mujer o a un negro, sino cómo se gestionará la árdua tarea de rediseñar el liderazgo global de los Estados Unidos tras el desastre de la era Bush, una vez que el último aspirante que podía representar una opción continuista -Mitt Romney- ha tenido que tirar la toalla tras sus sucesivos descalabros. Aunque los ultraconservadores están que trinan por la tibieza de McCain en algunos de los asuntos prioritarios de su agenda de agitación mediática -la columnista Ann Coulter ha llegado a escribir que «lo más apropiado» habría sido que McCain hubiera recibido el apoyo del también moderado gobernador Schwarzenegger «delante de una clínica abortista»-, los portavoces más sensatos del Great Old Party se frotan las manos ante la hace unas semanas inesperada perspectiva de que sean los propios republicanos los que tengan la oportunidad de recomponer sus estropicios.
Cuanto más dure la agónica pugna entre los dos aspirantes demócratas, mejor para ellos. Y si al final, el vencedor es Obama, pues miel sobre hojuelas. Sus dedos ya se les hacen huéspedes sólo de imaginar cómo el veterano ex combatiente de Vietnam que tantas veces ha demostrado hablar claro a la América profunda sin meterse en las honduras de las fantasías neocon puede comerse con patatas al tierno cervatillo al que nadie ha tocado aún ni un botón de la camisa y al que la malvada Maureen Dowd ha bautizado como Obambi.
No es sólo el mote sino también su gran capacidad de comunicación, su atractivo perfil mediático al servicio de un discurso muy superficial e incluso propuestas como la de dirimir las grandes cuestiones internacionales a través de una especie de Conferencia Mundial entre las democracias occidentales y los países musulmanes lo que acerca la figura de Barack Obama a la de Zapatero. Al presidente español eso le gusta y su cuento de la lechera viene a ser algo así como: yo gano ahora en marzo, el negrito gana en noviembre y yo llego a la Casa Blanca pisando fuerte y con la Alianza de Civilizaciones como estandarte.
Ya que en una de las poquísimas cosas en las que me ha hecho caso durante esta legislatura ha sido al seguir el consejo de acercarse a Bill Clinton -Talk to him, se titulaba el artículo que escribí aquel 2005-, yo ahora le diría a Zapatero que más vale Hillary en mano que Obama volando. Con el ex presidente ha logrado establecer una relación tan buena como la que tuvo Aznar -¡qué tiempos aquellos en los que el líder del PP coprotagonizaba con Clinton y Blair la llamada tercera vía!- y como la que tendría Rajoy si llegara a La Moncloa. Clinton se adapta a todas las circunstancias y hace unos días, después de haber disculpado como pecados veniales el desplante a su bandera e incluso la abrupta retirada de nuestras tropas de Irak, declaró al corresponsal de EL MUNDO en Estados Unidos Carlos Fresneda que su esposa estaría encantada de servir de anfitriona a Zapatero en Washington.
No sería una colega en la causa del buenismo planetario, pero a cambio podría contagiarle algo de su probada capacidad de alcanzar compromisos y consensos, de acuerdo con la ya legendaria técnica de la «triangulación» atribuida a los Clinton, básicamente consistente en identificar los problemas en los que el adversario pone el foco electoral y adelantarse ofreciendo soluciones y respuestas moderadas que los van desactivando. Es por ese pragmatismo -identificado a veces como rendición ideológica al credo neocon-, que llevó a Hillary a votar a favor de la resolución del Senado que respaldó la invasión de Irak, por lo que los activistas demócratas más jóvenes quieren ahora pasar factura a la pareja. No queremos más de lo mismo, queremos algo nuevo, queremos a Obama.
Y, sin embargo, lo único que tiene de nuevo este Obama es su nombre, su rostro y su singular biografía de afro-norteamericano hijo de musulmán y criado en Indonesia. Porque, por lo demás, cada cuatro años en el Partido Demócrata siempre ha irrumpido en escena como mínimo un Obama, es decir un candidato inesperado, surgido no se sabe muy bien de dónde, que a base de carisma personal se presenta como alternativa al stablishment y, apoyado en el entusiasmo de los campus universitarios, alimenta el mito de que cualquiera que tenga méritos -y logre recaudar el dinero suficiente- puede llegar a presidente de los Estados Unidos. Atractivos Obamas que se quedaron por el camino han sido John Edwards, Howard Dean, Bill Bradley, Gary Hart, Eugene Mc Carthy, Jesse Jackson o -aunque su caso fuera distinto- el malogrado Robert Kennedy, tal vez el más parecido al novato senador de Illinois en su ardiente retórica y capacidad de movilizar a los jóvenes.
En dos ocasiones el Obama de turno logró llegar a la Casa Blanca: Jimmy Carter en el 76 tras el trauma de Watergate y el propio Clinton en el 92. Pero aunque se tratara de gobernadores de estados relativamente pequeños -Georgia y Arkansas- ambos tenían ya cierta experiencia en la gestión, cosa que no sucede en absoluto con Barack Obama. Carter terminó siendo uno de los peores presidentes del siglo XX y Clinton uno de los mejores, lo cual implica que es imposible catar los melones antes de abrirlos. Por eso lo que tendrán que decidir durante las próximas semanas los votantes demócratas de media docena de estados clave es si prefieren lanzar una moneda al aire o aferrarse a un valor seguro tanto en sus pros como en sus contras.
Este Obama tiene importantes factores a su favor como el radicalismo engendrado por las frustraciones de los ocho años de presidencia de Bush Jr o la fuerza amplificadora de internet que a punto estuvo de otorgar ya hace cuatro años la nominación a Dean. En un reciente mitin en Nueva York Robert de Niro presentó su bisoñez como un activo: «Es lo suficientemente inexperto como para no permitir que los grupos de presión dirijan el Gobierno». Incluso una revista de jóvenes de tendencia evangélica presentó hace poco una encuesta según la cual Obama sería el candidato por el que habría votado Jesucristo.
Su gran espaldarazo ha llegado con el apoyo de la familia Kennedy, que ha depositado en sus manos la antorcha simbólica que, según el legendario Discurso Inaugural de 1961 -hace bien poco glosado y prologado por éste su seguro servidor-, debe pasar cada equis tiempo de una generación a otra. Pero al margen de que ya he dicho que se podrían encontrar más paralelismos con el impulsivo Bobby que con el astuto Jack, en este respaldo no deja de haber una trastienda mezquina que tiene mucho que ver con el deseo de los Kennedy de que no sean los Clinton quienes se queden ante el país y ante la Historia con la herencia de Camelot.
Al parecer el detonante de la decisión fueron los elogios dirigidos por un colaborador de Hillary a la memoria de Lyndon Johnson como artífice de la legislación sobre derechos civiles que acabó en los 60 con la discriminación racial. Para los Kennedy fue un pretexto perfecto. Atribuir al detestado «usurpador», aquel grosero tejano que se jactaba de mear más lejos que nadie en el jardín de la Casa Blanca, el mérito de lo que había sido diseñado y anunciado por el presidente asesinado era un pecado de lesa majestad. Hillary se dio cuenta pero cuando llamó a Edward Kennedy para disculparse se encontró con un muro de hielo. ¿Cómo no ver en la actitud del senador por Massachussets el propósito de impedir que los Clinton consumen, pese al caso Lewinsky, la continuidad dinástica dentro del progresismo norteamericano que lo ocurrido en Chappaquidick le impidió a él mismo protagonizar?
Obama cabalga ahora a lomos de su momentum electoral y la subida a bordo de nuevos financiadores y compañeros de viaje no deja de incrementar el efecto bandwagon del que se beneficia, pero hay ya suficientes indicios como para temer que el soufflé mediático empezaría a desinflarse en el caso de que obtuviera la nominación. Sin llegar a los extremos de quienes desde la izquierda inteligente le presentan como una especie de Lady Di de la política norteamericana y equiparan con buen tino su videoclip Yes we can con el Candle in the win de Elton John, no es aventurado pensar que su desconocimiento de la mayoría de los asuntos importantes, sus contradicciones ideológicas, su ascendencia musulmana e incluso sus coqueteos juveniles con el incendiario predicador negro Jeremiah Wright le harán presa fácil de la máquina de picar carne republicana.
A su lado McCain emergerá como un estadista realista y consistente y lo más probable es que sus 72 años se conviertan en un mal menor frente a un rival al que siempre le faltará un hervor. Incluso si saliera airoso de esa prueba, un Obama presidente de los Estados Unidos supondría una caja de sorpresas en un tiempo histórico con poco margen para experimentos y equivocaciones.
En cambio la nominación de Hillary, con su larga experiencia en pro de la reforma de la SeguridadSocial, con sus seis años de brega en los comités de mayor trascendencia y responsabilidad del Senado, con su probada sensibilidad en defensa de los derechos de las minorías -en especial de la hispana-, con su demostrada capacidad de hacer frente con entereza a todas las miserias de la vida pública, con su enorme proyección internacional… y la garantía del respaldo y la implicación de Bill Clinton como superconsejero y embajador especial, abriría la puerta no sólo a la histórica llegada de una mujer a la Casa Blanca, sino también a un reequilibrio de la política norteamericana y a una espectacular mejora de las relaciones transatlánticas, sin que ello suponga ni un salto en el vacío ni un viaje a lo desconocido. ¡Quién pudiera votar este año en los Estados Unidos!
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