Por Javier Redondo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid (EL MUNDO, 13/02/08):
A menudo, las respuestas a muchas cuestiones que plantea la actualidad se encuentran o bien en los clásicos o bien en la etimología. Aprendimos en el bachiller que Aristóteles clasificó los regímenes políticos en tres tipos (aunque identificó, según el tiempo y el lugar, diversos subtipos): monarquía, aristocracia y politeia (república). Cada uno de los cuales presenta a su vez un modelo degenerado de sí mismo: tiranía, oligarquía y demagogia (democracia, propiamente, en el lenguaje aristotélico). La demagogia es pues la desviación indeseable de la democracia. De modo que uno de los mayores riesgos que corren las sociedades que le otorgan el poder al pueblo es que éste se entregue, en cuerpo y alma, a sus halagadores. Porque un demagogo no es más que un adulador del pueblo. En su origen, fue una institución instaurada por la democracia ateniense, en tiempos de Pericles, que se ocupaba de guiar al demos. Para guiarlo hay que comprenderlo y hacerse comprender. Y para ello hay que emplear su mismo lenguaje y adoptar las formas que éste le requiera. El director debe ser aceptado y valorado por su doble y compatible condición de líder y de igual. El demagogo es, al fin y al cabo, un estratega.
Hoy sabemos que la demagogia es una forma de gobernar que tiene como principal objetivo agradar al pueblo para obtener el máximo provecho y beneficio político. No se trata tanto de dirigirlo como de lisonjearlo. La demagogia adquiere diversas formas, entre ellas, la práctica mediante la cual se ofrecen soluciones simples a problemas complejos; consiste pues en una simplificación de la realidad con el objetivo de reducirla más que de hacerla comprensible.
El demagogo suele servirse de la falacia, los clichés y los estereotipos, pero también puede emplear otras técnicas de persuasión y seducción. No todo mecanismo de persuasión es propiamente demagógico, pero, igual que en el resto de órdenes sociales priman los criterios estéticos, la democracia reducida a espectáculo concede demasiada ventaja a los seductores mediáticos. Al final, en tiempos de primacía de la política visual o estética, el demagogo y el seductor mediático comparten muchos atributos. En los días que corren, la política es más una cuestión de apariencia, de look, que de gestión. Una inercia paralela lleva a equipar al intelectual con el artista -cuya cualidad es ser una cara conocida- y, en última instancia, a éste con el provocador -cuya cualidad es su audiencia-.
La democracia, por tanto, degenera en cuanto que sus dirigentes se despreocupan de cumplir la función esencial de gobernar (administrar la cosa pública buscando el bien común) y se centran en otra puramente instrumental, la de la supervivencia política. Para asegurarla despliegan sus habilidades persuasivas, basadas, la mayoría de las veces, y he aquí la raíz del mal, en el desprecio al demos y lo que éste representa: el origen de la soberanía. La democracia degenera cuando sus dirigentes prefieren sumar que ilustrar. De tal forma que quien recurre a las más elementales técnicas de persuasión para ganarse el favor del pueblo pervierten la democracia al convertirlo en un régimen anti-ilustrado.
La Ilustración llamaba al atrevimiento: aude sapere, le decía al vulgo. Atrévete a saber, a pensar por ti mismo. Los ilustrados pretenden arrojar luz sobre el entendimiento. Los anti-ilustrados pretenden provocar el apagón del entendimiento, persiguen el adoctrinamiento, la anestesia del conocimiento. Los individuos adoctrinados han cedido gran parte de su voluntad de acceder al logos. Por eso, cuando se impone una política basada en lo visual y en lo espectacular -o lo que es lo mismo, en la simplificación y la escenificación-, son presas extremadamente fáciles del seductor mediático. También lo son aquellos que por otras razones no han desarrollado su capacidad de entendimiento. Para todos ellos, la representación visual de los conceptos es suficiente para definirlos.
La anti-Ilustración no quiere hombres, quiere masa, y ésta, según Ortega, no busca el gobierno de los mejores: «Las épocas de decadencia son las épocas en las que la minoría directora de un pueblo ha perdido sus cualidades de excelencia, aquellas precisamente que ocasionaron su elevación». Es decir, la masa elige pero no selecciona. Esta es la crítica nuclear que los elitistas le hacen a la democracia de masas.
Resulta extremadamente curioso, por no decir aterrador, que el mejor político pueda no ser el mejor gobernante. Las cualidades que atesora el buen político le conducen al Gobierno. Sin embargo, el estadista tiene difícil llegar a gobernar si no pasa por desplegar habilidades puramente políticas. Eso sí, a su favor juega el tiempo que el político permanezca en el poder. Por eso, quien aspira a estadista y no a político debe exprimir sus virtudes pedagógicas incluso por encima de las propiamente políticas. La pedagogía política es sin duda una de las formas más estimulantes de ejercer el poder -no me resisto a recordar a Julio Anguita, quizás quien mejor ha entendido la función pedagógica de la política en España en los últimos años-.
Frente al pedagogo político se sitúa de nuevo el seductor mediático, que tiene una concepción de la política basada en la química, en el feeling. Con su habilidad para transmitir optimismo y buen rollo traspasa las fronteras de la racionalidad. Al hilo de esto, viene al caso un anuncio de televisión de sobra conocido: una entidad financiera recurre a una melodía -popularizada a finales de los 70, cuando el club de fútbol inglés Nottingham Forest conoció su época dorada- que despierta el espíritu de equipo así como las ganas de sumarse a un proyecto ganador para evitar el aislamiento: «We’ve got the whole world in our hands». Tenemos el mundo en nuestras manos. Y viene a decir: «Si no lo quieres, tienes un problema, el raro eres tú».
Nadie niega que la política, en cuanto cuestión de valores, tiene una sana carga emotiva, lo criticable es que suspenda por completo cualquier intención argumentativa. La videopolítica, o sea, la emisión de vídeos de bajo contenido informativo y elevado contenido pasional, la elimina de raíz. Y no porque resucite la propaganda o multiplique la demagogia, ambas cosas son inherentes a la democracia -pues requiere de persuasión- sino porque posee el arrollador estimulante de la imagen en una sociedad que vive deprisa y cuyos ciudadanos no malgastan su tiempo en preocuparse por los problemas de la polis (eficacia y brevedad son dos valores esenciales del mensaje publicitario). Además porque se acopla perfectamente al medio de difusión, internet, donde el individuo apresurado busca su propia inyección de pseudoinformación.
La videopolítica es sólo una forma avanzada de propaganda incrustada en una nueva concepción de la política: la democracia mediática, en la que prima la política espectáculo y eleva a categoría de líder-conductor al seductor mediático. Las habilidades comunicativas, la telegenia, se impone sobre los atributos clásicos que debe poseer el gobernante -sentido de Estado, competencia y rectitud moral-. Adviene así una nueva forma de moral política: la moral mediática, indisociable de la moral estética. Véase una película espantosamente traducida, El hombre del año, en la que Tim Robbins, un brillante y agudo comunicador que despelleja a los políticos, critica al establishment y conecta con el pueblo, que le pide que depure el sistema (piénsese, por ejemplo, en Buenafuente), llega a la Presidencia de EEUU. Finalmente admite el choque de roles.
La videopolítica tiende a extenderse a medida que crece la influencia de internet en la era del marketing. Bien es cierto que su impacto está todavía supeditado a la difusión que de estos vídeos hagan los medios de comunicación tradicionales; y también que están concebidos para solaz de los militantes y simpatizantes y ocupar por sólo unos instantes la escena mediática; sin embargo, más allá de los vídeos en clave positiva, que no pasan de ser un agradable paseo por todos los lugares comunes conocidos, proliferan otros que ponen los pelos de punta, sobre todo porque muchos de ellos están editados por partidos políticos. Uno de los más agrestes lo emitió el PSOE durante la campaña de las municipales del año pasado. Así es la derecha, se titula. No cabe la razón, sólo la pulsión.
En suma, la videopolítica no es más que la política reducida al poder emotivo de la imagen, la marginación del logos. El advenimiento de lo que Sartori denomina el homo videns frente al yaciente homo sapiens. La imagen estimula las emociones pero anula la razón y sustituye al argumento. La imagen -continente- entendida como contenido, no como mero apoyo -envoltorio- del contenido. Lo anticipó Platón: la representación de la realidad figura como realidad.
Los conceptos más fáciles de definir son aquellos que se refieren a objetos concretos, los más difíciles los que se refieren a ideas abstractas. Pues bien, la videopolítica facilita el trabajo del homo videns para evitar la fatiga de sus meninges -también para evitar su estímulo neuronal- porque permite al político, con mucha mayor facilidad que en tiempos de auge de los totalitarismos, expresar ideas abstractas sin obligarle a definirlas; sin dotarlas de un significado que pueda expresarse con palabras. Un gesto es suficiente.
La videopolítica permite ver, percibir, identificar y, sobre todo, asociar cualquier concepto: honestidad, solidaridad, modernidad, progreso, eficacia, verdad… Pero no es competencia del emisor explicar y justificar argumentalmente las bases de tales asociaciones, de modo que los torna en artificios. Asimismo, exime al seductor mediático de la obligación de aclarar el sentido de las ideas que expresa. Además, convierte al candidato-seductor en un decálogo de principios en sí mismo, en una garantía. «Estoy con Zapatero», sin más, porque damos por supuesto lo que todo ello significa, incluido el valor añadido que representa quienes le apoyan.
Es normal que en campaña electoral los partidos y los candidatos desplieguen todo su arsenal persuasivo para recaudar capital político en forma de votos. Por eso, pese a lo que digan los teóricos de la democracia participativa o los protectores del oráculo, la participación no puede estar ligada a la democracia mientras no se multipliquen los esfuerzos por divulgar el conocimiento, por hacer pedagogía política. Pues, en definitiva, quien hace uso inmisericorde de los atributos de la videopolítica demuestra no creer en la democracia como régimen de discusión, anticipo de la formación de un régimen de opinión. Además, le niega a los ciudadanos lo que Zeus les concedía: la virtud política. El individuo, según esta concepción de la política, carece de virtud y de juicio para entenderla y tomar parte de ella; simplemente vota.
A menudo, las respuestas a muchas cuestiones que plantea la actualidad se encuentran o bien en los clásicos o bien en la etimología. Aprendimos en el bachiller que Aristóteles clasificó los regímenes políticos en tres tipos (aunque identificó, según el tiempo y el lugar, diversos subtipos): monarquía, aristocracia y politeia (república). Cada uno de los cuales presenta a su vez un modelo degenerado de sí mismo: tiranía, oligarquía y demagogia (democracia, propiamente, en el lenguaje aristotélico). La demagogia es pues la desviación indeseable de la democracia. De modo que uno de los mayores riesgos que corren las sociedades que le otorgan el poder al pueblo es que éste se entregue, en cuerpo y alma, a sus halagadores. Porque un demagogo no es más que un adulador del pueblo. En su origen, fue una institución instaurada por la democracia ateniense, en tiempos de Pericles, que se ocupaba de guiar al demos. Para guiarlo hay que comprenderlo y hacerse comprender. Y para ello hay que emplear su mismo lenguaje y adoptar las formas que éste le requiera. El director debe ser aceptado y valorado por su doble y compatible condición de líder y de igual. El demagogo es, al fin y al cabo, un estratega.
Hoy sabemos que la demagogia es una forma de gobernar que tiene como principal objetivo agradar al pueblo para obtener el máximo provecho y beneficio político. No se trata tanto de dirigirlo como de lisonjearlo. La demagogia adquiere diversas formas, entre ellas, la práctica mediante la cual se ofrecen soluciones simples a problemas complejos; consiste pues en una simplificación de la realidad con el objetivo de reducirla más que de hacerla comprensible.
El demagogo suele servirse de la falacia, los clichés y los estereotipos, pero también puede emplear otras técnicas de persuasión y seducción. No todo mecanismo de persuasión es propiamente demagógico, pero, igual que en el resto de órdenes sociales priman los criterios estéticos, la democracia reducida a espectáculo concede demasiada ventaja a los seductores mediáticos. Al final, en tiempos de primacía de la política visual o estética, el demagogo y el seductor mediático comparten muchos atributos. En los días que corren, la política es más una cuestión de apariencia, de look, que de gestión. Una inercia paralela lleva a equipar al intelectual con el artista -cuya cualidad es ser una cara conocida- y, en última instancia, a éste con el provocador -cuya cualidad es su audiencia-.
La democracia, por tanto, degenera en cuanto que sus dirigentes se despreocupan de cumplir la función esencial de gobernar (administrar la cosa pública buscando el bien común) y se centran en otra puramente instrumental, la de la supervivencia política. Para asegurarla despliegan sus habilidades persuasivas, basadas, la mayoría de las veces, y he aquí la raíz del mal, en el desprecio al demos y lo que éste representa: el origen de la soberanía. La democracia degenera cuando sus dirigentes prefieren sumar que ilustrar. De tal forma que quien recurre a las más elementales técnicas de persuasión para ganarse el favor del pueblo pervierten la democracia al convertirlo en un régimen anti-ilustrado.
La Ilustración llamaba al atrevimiento: aude sapere, le decía al vulgo. Atrévete a saber, a pensar por ti mismo. Los ilustrados pretenden arrojar luz sobre el entendimiento. Los anti-ilustrados pretenden provocar el apagón del entendimiento, persiguen el adoctrinamiento, la anestesia del conocimiento. Los individuos adoctrinados han cedido gran parte de su voluntad de acceder al logos. Por eso, cuando se impone una política basada en lo visual y en lo espectacular -o lo que es lo mismo, en la simplificación y la escenificación-, son presas extremadamente fáciles del seductor mediático. También lo son aquellos que por otras razones no han desarrollado su capacidad de entendimiento. Para todos ellos, la representación visual de los conceptos es suficiente para definirlos.
La anti-Ilustración no quiere hombres, quiere masa, y ésta, según Ortega, no busca el gobierno de los mejores: «Las épocas de decadencia son las épocas en las que la minoría directora de un pueblo ha perdido sus cualidades de excelencia, aquellas precisamente que ocasionaron su elevación». Es decir, la masa elige pero no selecciona. Esta es la crítica nuclear que los elitistas le hacen a la democracia de masas.
Resulta extremadamente curioso, por no decir aterrador, que el mejor político pueda no ser el mejor gobernante. Las cualidades que atesora el buen político le conducen al Gobierno. Sin embargo, el estadista tiene difícil llegar a gobernar si no pasa por desplegar habilidades puramente políticas. Eso sí, a su favor juega el tiempo que el político permanezca en el poder. Por eso, quien aspira a estadista y no a político debe exprimir sus virtudes pedagógicas incluso por encima de las propiamente políticas. La pedagogía política es sin duda una de las formas más estimulantes de ejercer el poder -no me resisto a recordar a Julio Anguita, quizás quien mejor ha entendido la función pedagógica de la política en España en los últimos años-.
Frente al pedagogo político se sitúa de nuevo el seductor mediático, que tiene una concepción de la política basada en la química, en el feeling. Con su habilidad para transmitir optimismo y buen rollo traspasa las fronteras de la racionalidad. Al hilo de esto, viene al caso un anuncio de televisión de sobra conocido: una entidad financiera recurre a una melodía -popularizada a finales de los 70, cuando el club de fútbol inglés Nottingham Forest conoció su época dorada- que despierta el espíritu de equipo así como las ganas de sumarse a un proyecto ganador para evitar el aislamiento: «We’ve got the whole world in our hands». Tenemos el mundo en nuestras manos. Y viene a decir: «Si no lo quieres, tienes un problema, el raro eres tú».
Nadie niega que la política, en cuanto cuestión de valores, tiene una sana carga emotiva, lo criticable es que suspenda por completo cualquier intención argumentativa. La videopolítica, o sea, la emisión de vídeos de bajo contenido informativo y elevado contenido pasional, la elimina de raíz. Y no porque resucite la propaganda o multiplique la demagogia, ambas cosas son inherentes a la democracia -pues requiere de persuasión- sino porque posee el arrollador estimulante de la imagen en una sociedad que vive deprisa y cuyos ciudadanos no malgastan su tiempo en preocuparse por los problemas de la polis (eficacia y brevedad son dos valores esenciales del mensaje publicitario). Además porque se acopla perfectamente al medio de difusión, internet, donde el individuo apresurado busca su propia inyección de pseudoinformación.
La videopolítica es sólo una forma avanzada de propaganda incrustada en una nueva concepción de la política: la democracia mediática, en la que prima la política espectáculo y eleva a categoría de líder-conductor al seductor mediático. Las habilidades comunicativas, la telegenia, se impone sobre los atributos clásicos que debe poseer el gobernante -sentido de Estado, competencia y rectitud moral-. Adviene así una nueva forma de moral política: la moral mediática, indisociable de la moral estética. Véase una película espantosamente traducida, El hombre del año, en la que Tim Robbins, un brillante y agudo comunicador que despelleja a los políticos, critica al establishment y conecta con el pueblo, que le pide que depure el sistema (piénsese, por ejemplo, en Buenafuente), llega a la Presidencia de EEUU. Finalmente admite el choque de roles.
La videopolítica tiende a extenderse a medida que crece la influencia de internet en la era del marketing. Bien es cierto que su impacto está todavía supeditado a la difusión que de estos vídeos hagan los medios de comunicación tradicionales; y también que están concebidos para solaz de los militantes y simpatizantes y ocupar por sólo unos instantes la escena mediática; sin embargo, más allá de los vídeos en clave positiva, que no pasan de ser un agradable paseo por todos los lugares comunes conocidos, proliferan otros que ponen los pelos de punta, sobre todo porque muchos de ellos están editados por partidos políticos. Uno de los más agrestes lo emitió el PSOE durante la campaña de las municipales del año pasado. Así es la derecha, se titula. No cabe la razón, sólo la pulsión.
En suma, la videopolítica no es más que la política reducida al poder emotivo de la imagen, la marginación del logos. El advenimiento de lo que Sartori denomina el homo videns frente al yaciente homo sapiens. La imagen estimula las emociones pero anula la razón y sustituye al argumento. La imagen -continente- entendida como contenido, no como mero apoyo -envoltorio- del contenido. Lo anticipó Platón: la representación de la realidad figura como realidad.
Los conceptos más fáciles de definir son aquellos que se refieren a objetos concretos, los más difíciles los que se refieren a ideas abstractas. Pues bien, la videopolítica facilita el trabajo del homo videns para evitar la fatiga de sus meninges -también para evitar su estímulo neuronal- porque permite al político, con mucha mayor facilidad que en tiempos de auge de los totalitarismos, expresar ideas abstractas sin obligarle a definirlas; sin dotarlas de un significado que pueda expresarse con palabras. Un gesto es suficiente.
La videopolítica permite ver, percibir, identificar y, sobre todo, asociar cualquier concepto: honestidad, solidaridad, modernidad, progreso, eficacia, verdad… Pero no es competencia del emisor explicar y justificar argumentalmente las bases de tales asociaciones, de modo que los torna en artificios. Asimismo, exime al seductor mediático de la obligación de aclarar el sentido de las ideas que expresa. Además, convierte al candidato-seductor en un decálogo de principios en sí mismo, en una garantía. «Estoy con Zapatero», sin más, porque damos por supuesto lo que todo ello significa, incluido el valor añadido que representa quienes le apoyan.
Es normal que en campaña electoral los partidos y los candidatos desplieguen todo su arsenal persuasivo para recaudar capital político en forma de votos. Por eso, pese a lo que digan los teóricos de la democracia participativa o los protectores del oráculo, la participación no puede estar ligada a la democracia mientras no se multipliquen los esfuerzos por divulgar el conocimiento, por hacer pedagogía política. Pues, en definitiva, quien hace uso inmisericorde de los atributos de la videopolítica demuestra no creer en la democracia como régimen de discusión, anticipo de la formación de un régimen de opinión. Además, le niega a los ciudadanos lo que Zeus les concedía: la virtud política. El individuo, según esta concepción de la política, carece de virtud y de juicio para entenderla y tomar parte de ella; simplemente vota.
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