Por Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid (EL PAÍS, 29/02/08):
Hace algunos años dos importantes constitucionalistas americanos publicaron un libro que fue saludado como un hallazgo. En él, sin embargo, los autores no reivindicaban más que el sentido común. Su título era El coste de los derechos y su lema central muy sencillo: los derechos cuestan dinero. La libertad no es gratis.
El subtítulo era precisamente ese: de cómo la libertad depende de los impuestos. Y su moraleja era que aquella cantinela que tratan de imponer los beatos y beatas del libre mercado se sustenta en realidad sobre un fraude intelectual: es imposible incrementar la libertad hasta el infinito y bajar los impuestos hasta el cero, es decir, la idea de que la disminución de los impuestos incrementa necesariamente la libertad es una superchería. Los enemigos de la acción del Estado no pueden simultáneamente presentarse como los paladines de los derechos individuales porque los derechos no son sino un conjunto de reglas respaldadas por la fuerza del Estado y financiadas con el dinero público.
Los derechos y las libertades son también la expresión de un poder del Gobierno y de una autoridad jurídica. Incluso los derechos que se ejercen en el mercado. Porque un mercado moderno no es una práctica anómica, sino un tejido complejísimo de derechos y garantías. Y esos derechos y garantías se sustentan en los impuestos: no hay propiedad privada sin impuestos, ni contratos sin impuestos, ni préstamos sin impuestos.
Sólo un Estado puede crear un mercado firme y dinámico en el que esté asegurada la garantía de los contratos y las transacciones sean respaldadas por la ley. Donde el poder del Estado no puede intervenir con eficacia surge la mafia y la extorsión, y no prosperan los contratos, ni los préstamos a largo plazo ni las hipotecas.
Decía Hobbes, con intuición increíble, que sin Estado era imposible el “cálculo del tiempo”. Es evidente por qué. Sólo se puede mirar al futuro cuando se está protegido por reglas estables capaces de hacer presente y confiable el tiempo que ha de venir, y de eso, y sólo de eso, pende la existencia de cosas tan prosaicas como la propiedad privada, los préstamos o las hipotecas. Sin Estado no hay predicción, sin predicción no hay derechos, y sin derechos no hay mercado. Pero como los derechos dependen de los impuestos, resulta que sin impuestos no hay mercado. Todo lo demás son patrañas. Si alguien quiere mercado, ha de querer impuestos.
Esto no significa olvidar aquello que recordaba Antonio Machado, “sólo el necio confunde valor y precio”. Porque es, en efecto, un necio el que piensa que lo valioso de algo es siempre igual a su precio de mercado. Pero más necio es todavía quien cree que las cosas que más valoramos no tienencoste alguno en términos de tiempo, de esfuerzo o de dinero.
Curiosamente, esta segunda necedad parece agudizarse mucho en periodo electoral, en particular por lo que respecta a los derechos. Los derechos son, efectivamente, una de las cosas más valiosas que tenemos: valen mucho más que su precio, pero hay que decir bien alto que tienen precio, y sin pagar ese precio no se tienen los derechos. No vaya a ser que, llevados por esa necedad, queramos ahorrarnos el precio de los derechos y perdamos también su valor, como el pobre Jacob perdió su primogenitura por un plato de lentejas.
Hay quien parece pensar que la mayoría de los ciudadanos obedece a esta estúpida lógica. Por eso nos es dado contemplar, no sin cierta vergüenza, cómo se les oferta un amplio surtido de platos de lentejas en forma de paguitas o descuentos fiscales. Como los vendedores ambulantes: ni treinta, ni veinte, ni diez, señores electores, ¡cinco! ¡todos sus derechos y más por el increíble precio de cinco euros!
Lo peor viene después, porque aquellos ciudadanos que ceden a la burda oferta del reclamo electoral se encontrarán seguramente con que hay un incendio y no existen medios para sofocarlo, tienen un pleito y han de esperar mil años para verlo resuelto, enferman y se ven amontonados en el pasillo de un sanatorio, quieren un buen colegio para su hijo pero sólo los hay de pago, y les asaltan su tienda con toda impunidad porque no aparece por allí un coche de policía en toda la noche. Se han comido ingenuamente las lentejas fiscales y resulta que no tienen derechos o tienen sólo un remedo de derechos.
Pese al discurso oficial y la apariencia exterior, España es un país en que los derechos de los ciudadanos funcionan bastante mal. Todos los derechos; también los que sustentan las actividades del famoso mercado. Y eso sucede porque es un país en el que no son muy eficaces las leyes. La mayoría de las propuestas legislativas de los partidos, que parecen tan osadas sobre el papel, se quedan en nada cuando llega el momento de su aplicación por las instituciones. Entonces resultan ser bastante inoperantes.
Estos días experimentamos, por ejemplo, que, pese a nuestro flamante derecho a la salud, la organización institucional del sistema médico es enteca y caótica. En otras ocasiones vemos que la inoperancia de leyes e instituciones defrauda otros derechos. Cualquiera que haya intentado defender su propiedad, pedir la restitución de un bien o el pago de una deuda, es decir, cualquiera que haya tratado de poner en marcha los resortes jurídicos que protegen al mercado, lo sabe muy bien. El procedimiento es torpe y desesperante. Y la solución llega sólo muchos años después. Y eso se debe con toda seguridad a que nos hemos dado a la alegría de votar a quienes ofertan bajar los impuestos y prometen más justicia, mejor sanidad, y no sé cuántos policías más por kilómetro cuadrado. Es decir, pagar menos precio y tener más derechos, un señuelo para tontos que, sin embargo, parecen dispuestos a emplear todos los participantes en nuestro circo electoral.
Nos dejamos así embaucar y decimos que sí a la promesa de los derechos y que no al pago de su precio. ¡Derechos gratis para el niño y la niña! Inútil: allí donde hay un derecho reconocido por la ley tiene que haber un remedio para el caso de que no sea respetado, y ese remedio tiene siempre un coste. Eso se aplica a todos los derechos, al derecho a la libertad religiosa y al derecho de voto, al derecho a la integridad física y al derecho de propiedad, y, por supuesto, también a los derechos a la protección del medio ambiente, a la salud y a la vivienda. Hasta se aplica, paradójicamente, a los derechos que tenemos para protegernos del gobierno y sus abusos, porque esa protección misma sería también impensable sin instituciones públicas y agencias de poder.
Se dice que todo derecho de un ciudadano supone un deber en otros ciudadanos o poderes; si se incumple ese deber se defrauda el derecho y se genera una responsabilidad por ello. Si no podemos exigir esa responsabilidad es como si no tuviéramos derechos. Así son las cosas. Por eso el libro que antes citaba acaba en una aseveración contundente: ningún derecho que sea valioso para los ciudadanos americanos puede ser realizado efectivamente si el Tesoro está vacío.
Una retórica malsana y tosca ha impuesto entre la gente el lugar común de la “voracidad recaudatoria” de “los políticos”. Un no menos tosco y simplista latiguillo se está imponiendo en el discurso electoral: que bajar los impuestos aumenta la libertad, incrementa la riqueza, o incluso que “es de izquierdas”. A ver si conseguimos de una buena vez alcanzar un nivel digno en la discusión de estos temas cruciales. Para ello los electores no han de ser tratados como estúpidos ni los políticos como pícaros irredimibles. Dejemos semejante discurso para la demagogia y la información mercenaria y pongámonos a hablar en serio de nuestros impuestos, es decir, de nuestros derechos.
Hace algunos años dos importantes constitucionalistas americanos publicaron un libro que fue saludado como un hallazgo. En él, sin embargo, los autores no reivindicaban más que el sentido común. Su título era El coste de los derechos y su lema central muy sencillo: los derechos cuestan dinero. La libertad no es gratis.
El subtítulo era precisamente ese: de cómo la libertad depende de los impuestos. Y su moraleja era que aquella cantinela que tratan de imponer los beatos y beatas del libre mercado se sustenta en realidad sobre un fraude intelectual: es imposible incrementar la libertad hasta el infinito y bajar los impuestos hasta el cero, es decir, la idea de que la disminución de los impuestos incrementa necesariamente la libertad es una superchería. Los enemigos de la acción del Estado no pueden simultáneamente presentarse como los paladines de los derechos individuales porque los derechos no son sino un conjunto de reglas respaldadas por la fuerza del Estado y financiadas con el dinero público.
Los derechos y las libertades son también la expresión de un poder del Gobierno y de una autoridad jurídica. Incluso los derechos que se ejercen en el mercado. Porque un mercado moderno no es una práctica anómica, sino un tejido complejísimo de derechos y garantías. Y esos derechos y garantías se sustentan en los impuestos: no hay propiedad privada sin impuestos, ni contratos sin impuestos, ni préstamos sin impuestos.
Sólo un Estado puede crear un mercado firme y dinámico en el que esté asegurada la garantía de los contratos y las transacciones sean respaldadas por la ley. Donde el poder del Estado no puede intervenir con eficacia surge la mafia y la extorsión, y no prosperan los contratos, ni los préstamos a largo plazo ni las hipotecas.
Decía Hobbes, con intuición increíble, que sin Estado era imposible el “cálculo del tiempo”. Es evidente por qué. Sólo se puede mirar al futuro cuando se está protegido por reglas estables capaces de hacer presente y confiable el tiempo que ha de venir, y de eso, y sólo de eso, pende la existencia de cosas tan prosaicas como la propiedad privada, los préstamos o las hipotecas. Sin Estado no hay predicción, sin predicción no hay derechos, y sin derechos no hay mercado. Pero como los derechos dependen de los impuestos, resulta que sin impuestos no hay mercado. Todo lo demás son patrañas. Si alguien quiere mercado, ha de querer impuestos.
Esto no significa olvidar aquello que recordaba Antonio Machado, “sólo el necio confunde valor y precio”. Porque es, en efecto, un necio el que piensa que lo valioso de algo es siempre igual a su precio de mercado. Pero más necio es todavía quien cree que las cosas que más valoramos no tienencoste alguno en términos de tiempo, de esfuerzo o de dinero.
Curiosamente, esta segunda necedad parece agudizarse mucho en periodo electoral, en particular por lo que respecta a los derechos. Los derechos son, efectivamente, una de las cosas más valiosas que tenemos: valen mucho más que su precio, pero hay que decir bien alto que tienen precio, y sin pagar ese precio no se tienen los derechos. No vaya a ser que, llevados por esa necedad, queramos ahorrarnos el precio de los derechos y perdamos también su valor, como el pobre Jacob perdió su primogenitura por un plato de lentejas.
Hay quien parece pensar que la mayoría de los ciudadanos obedece a esta estúpida lógica. Por eso nos es dado contemplar, no sin cierta vergüenza, cómo se les oferta un amplio surtido de platos de lentejas en forma de paguitas o descuentos fiscales. Como los vendedores ambulantes: ni treinta, ni veinte, ni diez, señores electores, ¡cinco! ¡todos sus derechos y más por el increíble precio de cinco euros!
Lo peor viene después, porque aquellos ciudadanos que ceden a la burda oferta del reclamo electoral se encontrarán seguramente con que hay un incendio y no existen medios para sofocarlo, tienen un pleito y han de esperar mil años para verlo resuelto, enferman y se ven amontonados en el pasillo de un sanatorio, quieren un buen colegio para su hijo pero sólo los hay de pago, y les asaltan su tienda con toda impunidad porque no aparece por allí un coche de policía en toda la noche. Se han comido ingenuamente las lentejas fiscales y resulta que no tienen derechos o tienen sólo un remedo de derechos.
Pese al discurso oficial y la apariencia exterior, España es un país en que los derechos de los ciudadanos funcionan bastante mal. Todos los derechos; también los que sustentan las actividades del famoso mercado. Y eso sucede porque es un país en el que no son muy eficaces las leyes. La mayoría de las propuestas legislativas de los partidos, que parecen tan osadas sobre el papel, se quedan en nada cuando llega el momento de su aplicación por las instituciones. Entonces resultan ser bastante inoperantes.
Estos días experimentamos, por ejemplo, que, pese a nuestro flamante derecho a la salud, la organización institucional del sistema médico es enteca y caótica. En otras ocasiones vemos que la inoperancia de leyes e instituciones defrauda otros derechos. Cualquiera que haya intentado defender su propiedad, pedir la restitución de un bien o el pago de una deuda, es decir, cualquiera que haya tratado de poner en marcha los resortes jurídicos que protegen al mercado, lo sabe muy bien. El procedimiento es torpe y desesperante. Y la solución llega sólo muchos años después. Y eso se debe con toda seguridad a que nos hemos dado a la alegría de votar a quienes ofertan bajar los impuestos y prometen más justicia, mejor sanidad, y no sé cuántos policías más por kilómetro cuadrado. Es decir, pagar menos precio y tener más derechos, un señuelo para tontos que, sin embargo, parecen dispuestos a emplear todos los participantes en nuestro circo electoral.
Nos dejamos así embaucar y decimos que sí a la promesa de los derechos y que no al pago de su precio. ¡Derechos gratis para el niño y la niña! Inútil: allí donde hay un derecho reconocido por la ley tiene que haber un remedio para el caso de que no sea respetado, y ese remedio tiene siempre un coste. Eso se aplica a todos los derechos, al derecho a la libertad religiosa y al derecho de voto, al derecho a la integridad física y al derecho de propiedad, y, por supuesto, también a los derechos a la protección del medio ambiente, a la salud y a la vivienda. Hasta se aplica, paradójicamente, a los derechos que tenemos para protegernos del gobierno y sus abusos, porque esa protección misma sería también impensable sin instituciones públicas y agencias de poder.
Se dice que todo derecho de un ciudadano supone un deber en otros ciudadanos o poderes; si se incumple ese deber se defrauda el derecho y se genera una responsabilidad por ello. Si no podemos exigir esa responsabilidad es como si no tuviéramos derechos. Así son las cosas. Por eso el libro que antes citaba acaba en una aseveración contundente: ningún derecho que sea valioso para los ciudadanos americanos puede ser realizado efectivamente si el Tesoro está vacío.
Una retórica malsana y tosca ha impuesto entre la gente el lugar común de la “voracidad recaudatoria” de “los políticos”. Un no menos tosco y simplista latiguillo se está imponiendo en el discurso electoral: que bajar los impuestos aumenta la libertad, incrementa la riqueza, o incluso que “es de izquierdas”. A ver si conseguimos de una buena vez alcanzar un nivel digno en la discusión de estos temas cruciales. Para ello los electores no han de ser tratados como estúpidos ni los políticos como pícaros irredimibles. Dejemos semejante discurso para la demagogia y la información mercenaria y pongámonos a hablar en serio de nuestros impuestos, es decir, de nuestros derechos.
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