Por Guy Sorman (ABC, 07/06/08):
¿Cómo se pasa, en un año, del 53 por ciento de los votos a un 20 por ciento de aceptación en los sondeos? Este hundimiento de Nicolas Sarkozy preocupa a los franceses: ¿cómo se va a mantener durante cuatro años este Presidente que parece haber perdido toda credibilidad? Las explicaciones ad hóminem de esta caída (el Presidente de los oropeles no sería digno de su función) me parecen de lo menos convincentes. ¿Y su vida privada? Su sonoro divorcio, seguido por un tercer matrimonio con una antigua modelo reciclada como cantante, ha ofendido a los de más edad y a los más conservadores; pero la nueva mujer de Sarkozy se ha vuelto tan discreta como elegante. Ha pasado el momento de las locuras y su marido no sube en los sondeos. Hay que buscar en otra parte.
El argumento defensivo de los partidarios de Sarkozy es que paga con una impopularidad provisional la temeridad de las reformas necesarias; los resultados beneficiosos no aparecerán hasta el final de su mandato. Este alegato sería convincente si las reformas fueran auténticas. Pero nos parece que son falsas y que ahí reside la verdadera causa de su impopularidad. Al mantener un discurso reformista, el Presidente disgusta a los partidarios del statu quo; al no emprender las reformas que pregona, decepciona igualmente a los partidarios del cambio.
¿De qué reformas se trata? No hay ninguna palabra tan ambigua, tal y como se comprueba actualmente en Estados Unidos, donde todos los candidatos defienden el cambio sin concretar su contenido.
El caso francés está más claro. Francia desaprovechó el giro que dio en los años ochenta; desde entonces, no consigue recuperarse de su pérdida de dinamismo. A principios de los años ochenta, la globalización, el hundimiento del modelo socialista y la comunicación instantánea a través de internet definieron un paisaje económico radicalmente nuevo: adaptarse exigió reducir las funciones del Estado, aceptar la flexibilidad de los mercados y responsabilizar a los individuos. Los que se sumaron a este modelo liberal, desde los bálticos hasta los chinos, obtuvieron beneficios evidentes. Los que se sumaron a medias, como Alemania o Japón, apenas superan el estancamiento. Francia es la excepción: el crecimiento económico sigue siendo satisfactorio gracias al capital acumulado y a la calidad de las aproximadamente 40 empresas globalizadas que no esperan nada del Estado. Pero no ocurre nada nuevo: el Estado paraliza a los jóvenes y a los pequeños empresarios; las Universidades son de tipo soviético. Los sistemas públicos de protección social, sanidad y vejez están sin aliento. Hasta Sarkozy, ningún Presidente había abordado de frente este estancamiento francés: François Mitterrand (1981-1995) no podía liberalizar Francia puesto que era socialista. Jacques Chirac (1995-2007) no quiso hacerlo ya que era inmovilista por sistema.
Nicolas Sarkozy ha querido romper con ese statu quo; hizo una campaña claramente centrada en un programa de liberalización de la economía. Una vez nombrado Presidente, todo cambió: cualquier iniciativa que se asemeje al liberalismo va seguida siempre de una medida a medias o de una renuncia. Si la esquizofrenia fuera una enfermedad política, se aplicaría al método Sarkozy. Todo lo pone de manifiesto.
¿Y la elección de sus ministros? Pudo parecer hábil reclutar a ministros socialistas, pero, para conservarlos, cualquier osadía liberal está prohibida. Todas las reformas a medias demuestran esta parálisis.
Consideremos la primera iniciativa, las universidades, cuya decadencia está comprobada. Para acercarse a la experiencia estadounidense, Sarkozy proclamó su autonomía pero no su independencia. Hizo que se votara una ley que excluye la libre elección de profesores y programas y la selección de los estudiantes: autonomía, sí, competencia, no. Ahí está el mismo tipo de reforma ambigua. En privado, los sindicatos de profesores están encantados porque nada ha cambiado realmente; en público, condenan el sometimiento de la Universidad a las exigencias del capitalismo. La consecuencia inesperada de esta extraña reforma es que un colegio de representantes de los profesores, de los estudiantes y de los empleados elige ahora a los rectores de las Universidades. Estos colegios electorales, influidos de entrada por la izquierda, despiden a los rectores de tendencia liberal: así se eliminó al rector de la Sorbona porque era ostensiblemente favorable a la selección de los estudiantes.
Otra muestra significativa son los organismos modificados genéticamente (OMG). Francia es uno de los pocos países donde los agricultores, enfrentados a una coalición de ecologistas e izquierdistas, ven cómo se les deniega el derecho a sembrar OMG. Esta oposición a los OMG no sería tan vociferante si no los produjeran empresas estadounidenses. ¿Qué hace Sarkozy? En el país de Pasteur, se espera un discurso que ensalce el progreso, una llamada a las empresas francesas de biotecnología. Pero Sarkozy, antes Poncio Pilatos que Pasteur, apoya una ley que autoriza los OMG, y al mismo tiempo, supedita su utilización al control de los jueces, que velarán por el respeto al medio ambiente. Todos han ganado y perdido a la vez la batalla de los OMG: nadie puede estar satisfecho.
Otro ejemplo es el mercado laboral. El candidato Sarkozy repudiaba la insólita ley que fija la jornada laboral en 35 horas semanales. En principio, el presidente Sarkozy mantiene las 35 horas: la izquierda echa las campanas al vuelo, la derecha está desconcertada. Pero al mismo tiempo, Sarkozy multiplica las excepciones a las 35 horas, a condición de que la empresa se someta a procedimientos jurídicos bizantinos. ¿Y los sindicatos? Protestan. ¿Y los empresarios? Tiran la toalla.
Un último ejemplo: Sarkozy y la globalización. Una empresa siderúrgica readquirida por el grupo indio Mittal está amenazada con la desaparición. ¿Estimulará Sarkozy a los franceses a reconvertirse a actividades más creativas y más dignas del ingenio nacional (y de sus costes salariales)? Se precipita en Lorena, jura a los obreros que él, como Presidente, no cerrará ningún taller. ¿Cómo llega Sarkozy a reivindicar a la vez el libre comercio y el proteccionismo? ¿Cómo puede llamarse europeo y acusar al euro de ser la única causa del estancamiento francés? El descontento aumenta porque dice una cosa y luego lo contrario.
¿Cómo se explica esta renuencia a elegir, esta gran capacidad para expresar, con tanto entusiasmo, imperativos contradictorios? Una primera hipótesis es noble: cuando se ha sido elegido por la mitad de los franceses, llegar a ser el Presidente consensual de todos ellos es una tentación de la que no escapa ningún Jefe de Estado. Pero el consenso, una idea atrayente, conduce a gobernar poco: la inquietud sustituye a la decisión. Otra hipótesis, ésta más cultural, a la moda: la indecisión de Sarkozy refleja su personalidad posmoderna, libre de cualquier convicción ideológica. Sarkozy es un hombre de su tiempo, a imagen de la sociedad. ¿Acaso no se ha convertido todo en lo equivalente a su contrario? Así, el presidente Sarkozy ha conservado completamente el protocolo monárquico instaurado por el General De Gaulle en 1959, pero corre en pantalones cortos por los jardines del Palacio. Sarkozy llamapragmatismo a esta asociación de los contrarios. Niega que siga habiendo una división entre la derecha y la izquierda; ya sólo existen los partidarios del cambio, por un lado, y los del inmovilismo, por el otro. ¿Pero de qué cambio habla?
El pragmatismo, cuando no está afianzado en una visión clara y definida de la sociedad, condena a la ambigüedad y a lo imprevisible. Sarkozy era ambiguo: tenía que serlo para ganar las elecciones. Se convirtió en imprevisible y esto es más preocupante. Francia tiene un capitán; navega sin brújula; su destino es desconocido. Y los franceses están mareados.
¿Cómo se pasa, en un año, del 53 por ciento de los votos a un 20 por ciento de aceptación en los sondeos? Este hundimiento de Nicolas Sarkozy preocupa a los franceses: ¿cómo se va a mantener durante cuatro años este Presidente que parece haber perdido toda credibilidad? Las explicaciones ad hóminem de esta caída (el Presidente de los oropeles no sería digno de su función) me parecen de lo menos convincentes. ¿Y su vida privada? Su sonoro divorcio, seguido por un tercer matrimonio con una antigua modelo reciclada como cantante, ha ofendido a los de más edad y a los más conservadores; pero la nueva mujer de Sarkozy se ha vuelto tan discreta como elegante. Ha pasado el momento de las locuras y su marido no sube en los sondeos. Hay que buscar en otra parte.
El argumento defensivo de los partidarios de Sarkozy es que paga con una impopularidad provisional la temeridad de las reformas necesarias; los resultados beneficiosos no aparecerán hasta el final de su mandato. Este alegato sería convincente si las reformas fueran auténticas. Pero nos parece que son falsas y que ahí reside la verdadera causa de su impopularidad. Al mantener un discurso reformista, el Presidente disgusta a los partidarios del statu quo; al no emprender las reformas que pregona, decepciona igualmente a los partidarios del cambio.
¿De qué reformas se trata? No hay ninguna palabra tan ambigua, tal y como se comprueba actualmente en Estados Unidos, donde todos los candidatos defienden el cambio sin concretar su contenido.
El caso francés está más claro. Francia desaprovechó el giro que dio en los años ochenta; desde entonces, no consigue recuperarse de su pérdida de dinamismo. A principios de los años ochenta, la globalización, el hundimiento del modelo socialista y la comunicación instantánea a través de internet definieron un paisaje económico radicalmente nuevo: adaptarse exigió reducir las funciones del Estado, aceptar la flexibilidad de los mercados y responsabilizar a los individuos. Los que se sumaron a este modelo liberal, desde los bálticos hasta los chinos, obtuvieron beneficios evidentes. Los que se sumaron a medias, como Alemania o Japón, apenas superan el estancamiento. Francia es la excepción: el crecimiento económico sigue siendo satisfactorio gracias al capital acumulado y a la calidad de las aproximadamente 40 empresas globalizadas que no esperan nada del Estado. Pero no ocurre nada nuevo: el Estado paraliza a los jóvenes y a los pequeños empresarios; las Universidades son de tipo soviético. Los sistemas públicos de protección social, sanidad y vejez están sin aliento. Hasta Sarkozy, ningún Presidente había abordado de frente este estancamiento francés: François Mitterrand (1981-1995) no podía liberalizar Francia puesto que era socialista. Jacques Chirac (1995-2007) no quiso hacerlo ya que era inmovilista por sistema.
Nicolas Sarkozy ha querido romper con ese statu quo; hizo una campaña claramente centrada en un programa de liberalización de la economía. Una vez nombrado Presidente, todo cambió: cualquier iniciativa que se asemeje al liberalismo va seguida siempre de una medida a medias o de una renuncia. Si la esquizofrenia fuera una enfermedad política, se aplicaría al método Sarkozy. Todo lo pone de manifiesto.
¿Y la elección de sus ministros? Pudo parecer hábil reclutar a ministros socialistas, pero, para conservarlos, cualquier osadía liberal está prohibida. Todas las reformas a medias demuestran esta parálisis.
Consideremos la primera iniciativa, las universidades, cuya decadencia está comprobada. Para acercarse a la experiencia estadounidense, Sarkozy proclamó su autonomía pero no su independencia. Hizo que se votara una ley que excluye la libre elección de profesores y programas y la selección de los estudiantes: autonomía, sí, competencia, no. Ahí está el mismo tipo de reforma ambigua. En privado, los sindicatos de profesores están encantados porque nada ha cambiado realmente; en público, condenan el sometimiento de la Universidad a las exigencias del capitalismo. La consecuencia inesperada de esta extraña reforma es que un colegio de representantes de los profesores, de los estudiantes y de los empleados elige ahora a los rectores de las Universidades. Estos colegios electorales, influidos de entrada por la izquierda, despiden a los rectores de tendencia liberal: así se eliminó al rector de la Sorbona porque era ostensiblemente favorable a la selección de los estudiantes.
Otra muestra significativa son los organismos modificados genéticamente (OMG). Francia es uno de los pocos países donde los agricultores, enfrentados a una coalición de ecologistas e izquierdistas, ven cómo se les deniega el derecho a sembrar OMG. Esta oposición a los OMG no sería tan vociferante si no los produjeran empresas estadounidenses. ¿Qué hace Sarkozy? En el país de Pasteur, se espera un discurso que ensalce el progreso, una llamada a las empresas francesas de biotecnología. Pero Sarkozy, antes Poncio Pilatos que Pasteur, apoya una ley que autoriza los OMG, y al mismo tiempo, supedita su utilización al control de los jueces, que velarán por el respeto al medio ambiente. Todos han ganado y perdido a la vez la batalla de los OMG: nadie puede estar satisfecho.
Otro ejemplo es el mercado laboral. El candidato Sarkozy repudiaba la insólita ley que fija la jornada laboral en 35 horas semanales. En principio, el presidente Sarkozy mantiene las 35 horas: la izquierda echa las campanas al vuelo, la derecha está desconcertada. Pero al mismo tiempo, Sarkozy multiplica las excepciones a las 35 horas, a condición de que la empresa se someta a procedimientos jurídicos bizantinos. ¿Y los sindicatos? Protestan. ¿Y los empresarios? Tiran la toalla.
Un último ejemplo: Sarkozy y la globalización. Una empresa siderúrgica readquirida por el grupo indio Mittal está amenazada con la desaparición. ¿Estimulará Sarkozy a los franceses a reconvertirse a actividades más creativas y más dignas del ingenio nacional (y de sus costes salariales)? Se precipita en Lorena, jura a los obreros que él, como Presidente, no cerrará ningún taller. ¿Cómo llega Sarkozy a reivindicar a la vez el libre comercio y el proteccionismo? ¿Cómo puede llamarse europeo y acusar al euro de ser la única causa del estancamiento francés? El descontento aumenta porque dice una cosa y luego lo contrario.
¿Cómo se explica esta renuencia a elegir, esta gran capacidad para expresar, con tanto entusiasmo, imperativos contradictorios? Una primera hipótesis es noble: cuando se ha sido elegido por la mitad de los franceses, llegar a ser el Presidente consensual de todos ellos es una tentación de la que no escapa ningún Jefe de Estado. Pero el consenso, una idea atrayente, conduce a gobernar poco: la inquietud sustituye a la decisión. Otra hipótesis, ésta más cultural, a la moda: la indecisión de Sarkozy refleja su personalidad posmoderna, libre de cualquier convicción ideológica. Sarkozy es un hombre de su tiempo, a imagen de la sociedad. ¿Acaso no se ha convertido todo en lo equivalente a su contrario? Así, el presidente Sarkozy ha conservado completamente el protocolo monárquico instaurado por el General De Gaulle en 1959, pero corre en pantalones cortos por los jardines del Palacio. Sarkozy llamapragmatismo a esta asociación de los contrarios. Niega que siga habiendo una división entre la derecha y la izquierda; ya sólo existen los partidarios del cambio, por un lado, y los del inmovilismo, por el otro. ¿Pero de qué cambio habla?
El pragmatismo, cuando no está afianzado en una visión clara y definida de la sociedad, condena a la ambigüedad y a lo imprevisible. Sarkozy era ambiguo: tenía que serlo para ganar las elecciones. Se convirtió en imprevisible y esto es más preocupante. Francia tiene un capitán; navega sin brújula; su destino es desconocido. Y los franceses están mareados.
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