Por Felipe Fernández-Armesto, catedrático de Historia en la Universidad de Tufts (Boston, EEUU). Su última obra es Américo. El hombre que dio su nombre a un continente (EL MUNDO, 07/06/08):
No sé si existe una Eurocopa de harrijasoketa. De la lucha canaria o de la vela latina tampoco. De ciento en viento -un par de veces en los últimos 40 años- se celebra un concurso que reúne a aizkolaris de diversos países, donde aparecen australianos de enorme potencia, y algún mexicano o estadounidense, descendiente de vascos, pero siempre ganan los vascos auténticos. De jai-alai hay pruebas internacionales, donde todos los concursantes son de procedencia española o representan a países de gran tradición vasca. El toreo -acto cultural que en el extranjero suele calificarse de deporte- se practica en varios países, sin lograr ser objeto de competencia internacional. Un campeonato europeo de cualquiera de los deportes de origen español sería casi impensable.
Los deportes de más raigambre en España son, incluso, de origen extranjero. El golf es escocés, documentado por primera vez en Edimburgo en 1465. El caso del tenis se discute entre Inglaterra y Francia. El primer partido que la Historia reconoce fue el que mató al rey francés Luis X por su exceso de entusiasmo en 1316, pero la versión moderna se inventó por un inglés, Walter Wingfield, en 1873. El baloncesto empezó en Canadá hacia finales del siglo XIX. El primer concurso de ciclismo se celebró en París en 1868. Las huellas del atletismo se remontan a un pasado irreconociblemente antiguo pero solemos trazarlas en la Grecia preclásica. Y del fútbol no hay que advertir que, lo que más choca del actual campeonato europeo, es la ausencia de los ingleses, quienes dieron ese deporte al mundo.
Se levantan problemas intelectuales profundos e irresistibles: cómo y por qué los deportes se difunden por el mundo; y por qué los deportes españoles no han alcanzado el nivel de esos otros.
¿Y cómo se explica la fecundidad del mundo deportivo inglés? La historia de la difusión del fútbol es apabullante. Con una rapidez abrumadora, conquistó el mundo y superó las enemistades recíprocas de las clases sociales de la época de la revolución industrial. A base de las normas seguidas en algunos de los colegios más prestigiosos de Inglaterra, así como en las universidades de Oxford y Cambridge, se codificaron las leyes del fútbol en Londres en 1863. La clase obrera se entusiasmó por el juego. En apenas un par de décadas se fundaron más de 300 clubes en Inglaterra. Se autorizó el juego profesional en 1885. La influencia mundial del futbolismo inglés sigue manifestándose en los nombres de los clubes fundados o inspirados por jugadores ingleses en el resto del mundo. Brasil tiene sus Corinthians. En Argentina existe el Juniors y el Old Boys. Uruguay cuenta con los Wanderers, Chile tiene su Everton y sus Rangers. Los grandes clubes de Milán, dicen Milan en inglés en lugar del italiano Milano. El Bayern de Munich no es de München sino de Munich. Se habla del Athletic de Bilbao, del Racing de Santander y del Sporting de Gijón. Los vestigios de la tradición inglesa son imborrables.
Varios aspectos de la cultura popular suelen transmitirse por el comercio. y los ingleses eran los grandes comerciantes del mundo del siglo XIX. Pero es difícil que un deporte se comunique así, aunque puede haber influido en los casos del tenis y del golf, que exigen una inversión bastante fuerte en artículos de importación -raquetas, redes, palos, etcétera- para lanzarse en un lugar nuevo. La evangelización es, por regla general, una gran emisora de prácticas y valores, y es cierto que algunos deportes tienen sus misioneros y predicadores; pero aún los más devotos de éstos no llegan a rivalizar con la vocación de los religiosos. Las migraciones trasplantan la cultura de los migrantes, y es a través de las deambulaciones y el bamboleo de los vascos por el mundo hispano que sus deportes tradicionales han llegado a ser importantes en América Latina. Hoy en día se ve jugar al cricket en parques norteamericanos, debido a la llegada de nuevas ondas migratorias de la India y del Caribe. Pero lo curioso de los deportes verdaderamente mundiales -el atletismo, el fútbol, el golf, el tenis- es que han echado raíces donde no existen comunidades procedentes de sus países de origen.
Viajeros sueltos pueden enseñar a jugar a sus anfitriones o fundar clubes dedicados a tal y cual deporte, y es cierto que los fundadores de las asociaciones futbolísticas de varios países en el siglo XIX fueron empresarios o diplomáticos británicos; pero para conseguir tener éxito tales individuos necesitaban un ambiente cultural dispuesto a responder al fútbol. A veces, estudiantes educados en el extranjero vuelven a casa entusiasmados por los juegos que han aprendido de sus compañeros de clase. Es así como el rugby llegó a España, llevado desde Inglaterra a la Universidad Complutense. Pero los deportes transmitidos por contactos estudiantiles suelen ser cosas de élites. Hoy en día los telespectadores pueden interesarse por cualquier deporte, sea cual sea la zona del mundo en que se haya desarrollado. Por eso tienen lugar fenómenos racionalmente inexplicables en forma de deportes que aparecen fuera de sus moradas culturales y ambientales. Como reza la canción, hasta «en Jamaica tenemos el tobogán». Pero los grandes intercambios históricos, por supuesto, no se explican así.
Todo lo cual nos lleva al imperialismo como ámbito de aculturaciones. Llama la atención el hecho de que Gran Bretaña, la nación más deportista del mundo, ha sido también la más imperialista. «Un inglés», según los cálculos de George Santayana, resulta ser «un idiota. Dos ingleses, un deporte. Tres ingleses, un imperio».
Pero lo curioso es que, aunque existen deportes imperiales, el fútbol no es uno de ellos. El rugby y el cricket sí se juegan más que nada en países que pertenecieron alguna vez al Imperio Británico. Los mundiales de estos deportes se disputan entre equipos que ni se oyen nombrar en otros grandes concursos internacionales, tales como Nueva Zelanda, Sri Lanka, Namibia y Tonga, pero que se han convertido en grandes centros del rugby o del cricket por el apoyo oficial de la antigua clase dirigente del Imperio. En una diócesis de Africa del Sur, sigue jugándose una versión decimonónica del fútbol, propio del famoso colegio de Winchester, por el hecho de haberse educado allí uno de los primeros obispos del lugar durante la época colonial. Pero el alcance del fútbol propiamente dicho -el soccer, el fútbol de la asociación- ha trascendido todos los límites.
Claro que este fútbol tiene algo de especial. Es el deporte que nos descubre las posibilidades mágicas de nuestros pies -órganos que por lo demás quedan menospreciados, útiles para nada más que andar y correr-, mientras que los brazos y las manos sirven para expresar nuestras emociones más íntimas. En uno de los cuentos de José Luis Sampedro, un explorador que llega a la Tierra desde un planeta lejano para asistir a un partido del Real Madrid cree que va a presenciar un culto telúrico, en el cual el balón, símbolo del globo divino del mundo, sólo puede ser tocado por los miembros sagrados, mientras que las manos profanas, por emplearse en tareas rutinarias, lo contaminarían.
Pero tal vez el fracaso de los deportes españoles en el foro mundial puede proporcionarnos el secreto de la popularidad del fútbol. Casi todos provienen de zonas marginales del país como Euskadi y Canarias: el aizkolari y el harrijasoketa son prácticas campesinas. La lucha canaria era una costumbre desdeñable de gente indígena. La vela latina nació entre pescadores. Hoy en día confieren prestigio y atraen a gente de muy diversa índole, pero siempre cuesta tiempo y trabajo ascender por la sociedad. El fútbol, en cambio, bajaba en sentido contrario, por derogación, empezando por las élites y continuando hacia abajo. Tuvo el valor de surgir entre artistócratas y sabios en los grandes colegios y antiguas universidades, comunicarse a los demás y trascender la lucha de clases. He aquí su universalismo. No es que sea inglés: lo que lo hace llamativo es su trayectoria histórica.
No sé si existe una Eurocopa de harrijasoketa. De la lucha canaria o de la vela latina tampoco. De ciento en viento -un par de veces en los últimos 40 años- se celebra un concurso que reúne a aizkolaris de diversos países, donde aparecen australianos de enorme potencia, y algún mexicano o estadounidense, descendiente de vascos, pero siempre ganan los vascos auténticos. De jai-alai hay pruebas internacionales, donde todos los concursantes son de procedencia española o representan a países de gran tradición vasca. El toreo -acto cultural que en el extranjero suele calificarse de deporte- se practica en varios países, sin lograr ser objeto de competencia internacional. Un campeonato europeo de cualquiera de los deportes de origen español sería casi impensable.
Los deportes de más raigambre en España son, incluso, de origen extranjero. El golf es escocés, documentado por primera vez en Edimburgo en 1465. El caso del tenis se discute entre Inglaterra y Francia. El primer partido que la Historia reconoce fue el que mató al rey francés Luis X por su exceso de entusiasmo en 1316, pero la versión moderna se inventó por un inglés, Walter Wingfield, en 1873. El baloncesto empezó en Canadá hacia finales del siglo XIX. El primer concurso de ciclismo se celebró en París en 1868. Las huellas del atletismo se remontan a un pasado irreconociblemente antiguo pero solemos trazarlas en la Grecia preclásica. Y del fútbol no hay que advertir que, lo que más choca del actual campeonato europeo, es la ausencia de los ingleses, quienes dieron ese deporte al mundo.
Se levantan problemas intelectuales profundos e irresistibles: cómo y por qué los deportes se difunden por el mundo; y por qué los deportes españoles no han alcanzado el nivel de esos otros.
¿Y cómo se explica la fecundidad del mundo deportivo inglés? La historia de la difusión del fútbol es apabullante. Con una rapidez abrumadora, conquistó el mundo y superó las enemistades recíprocas de las clases sociales de la época de la revolución industrial. A base de las normas seguidas en algunos de los colegios más prestigiosos de Inglaterra, así como en las universidades de Oxford y Cambridge, se codificaron las leyes del fútbol en Londres en 1863. La clase obrera se entusiasmó por el juego. En apenas un par de décadas se fundaron más de 300 clubes en Inglaterra. Se autorizó el juego profesional en 1885. La influencia mundial del futbolismo inglés sigue manifestándose en los nombres de los clubes fundados o inspirados por jugadores ingleses en el resto del mundo. Brasil tiene sus Corinthians. En Argentina existe el Juniors y el Old Boys. Uruguay cuenta con los Wanderers, Chile tiene su Everton y sus Rangers. Los grandes clubes de Milán, dicen Milan en inglés en lugar del italiano Milano. El Bayern de Munich no es de München sino de Munich. Se habla del Athletic de Bilbao, del Racing de Santander y del Sporting de Gijón. Los vestigios de la tradición inglesa son imborrables.
Varios aspectos de la cultura popular suelen transmitirse por el comercio. y los ingleses eran los grandes comerciantes del mundo del siglo XIX. Pero es difícil que un deporte se comunique así, aunque puede haber influido en los casos del tenis y del golf, que exigen una inversión bastante fuerte en artículos de importación -raquetas, redes, palos, etcétera- para lanzarse en un lugar nuevo. La evangelización es, por regla general, una gran emisora de prácticas y valores, y es cierto que algunos deportes tienen sus misioneros y predicadores; pero aún los más devotos de éstos no llegan a rivalizar con la vocación de los religiosos. Las migraciones trasplantan la cultura de los migrantes, y es a través de las deambulaciones y el bamboleo de los vascos por el mundo hispano que sus deportes tradicionales han llegado a ser importantes en América Latina. Hoy en día se ve jugar al cricket en parques norteamericanos, debido a la llegada de nuevas ondas migratorias de la India y del Caribe. Pero lo curioso de los deportes verdaderamente mundiales -el atletismo, el fútbol, el golf, el tenis- es que han echado raíces donde no existen comunidades procedentes de sus países de origen.
Viajeros sueltos pueden enseñar a jugar a sus anfitriones o fundar clubes dedicados a tal y cual deporte, y es cierto que los fundadores de las asociaciones futbolísticas de varios países en el siglo XIX fueron empresarios o diplomáticos británicos; pero para conseguir tener éxito tales individuos necesitaban un ambiente cultural dispuesto a responder al fútbol. A veces, estudiantes educados en el extranjero vuelven a casa entusiasmados por los juegos que han aprendido de sus compañeros de clase. Es así como el rugby llegó a España, llevado desde Inglaterra a la Universidad Complutense. Pero los deportes transmitidos por contactos estudiantiles suelen ser cosas de élites. Hoy en día los telespectadores pueden interesarse por cualquier deporte, sea cual sea la zona del mundo en que se haya desarrollado. Por eso tienen lugar fenómenos racionalmente inexplicables en forma de deportes que aparecen fuera de sus moradas culturales y ambientales. Como reza la canción, hasta «en Jamaica tenemos el tobogán». Pero los grandes intercambios históricos, por supuesto, no se explican así.
Todo lo cual nos lleva al imperialismo como ámbito de aculturaciones. Llama la atención el hecho de que Gran Bretaña, la nación más deportista del mundo, ha sido también la más imperialista. «Un inglés», según los cálculos de George Santayana, resulta ser «un idiota. Dos ingleses, un deporte. Tres ingleses, un imperio».
Pero lo curioso es que, aunque existen deportes imperiales, el fútbol no es uno de ellos. El rugby y el cricket sí se juegan más que nada en países que pertenecieron alguna vez al Imperio Británico. Los mundiales de estos deportes se disputan entre equipos que ni se oyen nombrar en otros grandes concursos internacionales, tales como Nueva Zelanda, Sri Lanka, Namibia y Tonga, pero que se han convertido en grandes centros del rugby o del cricket por el apoyo oficial de la antigua clase dirigente del Imperio. En una diócesis de Africa del Sur, sigue jugándose una versión decimonónica del fútbol, propio del famoso colegio de Winchester, por el hecho de haberse educado allí uno de los primeros obispos del lugar durante la época colonial. Pero el alcance del fútbol propiamente dicho -el soccer, el fútbol de la asociación- ha trascendido todos los límites.
Claro que este fútbol tiene algo de especial. Es el deporte que nos descubre las posibilidades mágicas de nuestros pies -órganos que por lo demás quedan menospreciados, útiles para nada más que andar y correr-, mientras que los brazos y las manos sirven para expresar nuestras emociones más íntimas. En uno de los cuentos de José Luis Sampedro, un explorador que llega a la Tierra desde un planeta lejano para asistir a un partido del Real Madrid cree que va a presenciar un culto telúrico, en el cual el balón, símbolo del globo divino del mundo, sólo puede ser tocado por los miembros sagrados, mientras que las manos profanas, por emplearse en tareas rutinarias, lo contaminarían.
Pero tal vez el fracaso de los deportes españoles en el foro mundial puede proporcionarnos el secreto de la popularidad del fútbol. Casi todos provienen de zonas marginales del país como Euskadi y Canarias: el aizkolari y el harrijasoketa son prácticas campesinas. La lucha canaria era una costumbre desdeñable de gente indígena. La vela latina nació entre pescadores. Hoy en día confieren prestigio y atraen a gente de muy diversa índole, pero siempre cuesta tiempo y trabajo ascender por la sociedad. El fútbol, en cambio, bajaba en sentido contrario, por derogación, empezando por las élites y continuando hacia abajo. Tuvo el valor de surgir entre artistócratas y sabios en los grandes colegios y antiguas universidades, comunicarse a los demás y trascender la lucha de clases. He aquí su universalismo. No es que sea inglés: lo que lo hace llamativo es su trayectoria histórica.
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