Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay (EL PAÍS, 30/05/08):
Octavio Paz se preguntaba porqué, después de la Segunda Mundial y a pesar de la ausencia de revoluciones obreras en el mundo, miles de intelectuales seguían aferrados a la quimera de la revolución mundial. Más se asombraría hoy si viera que, caído el Muro de Berlín, que él felizmente vio derrumbarse, persiste esa utopía revolucionaria, ese ensueño igualitarista que, especialmente en América Latina, lejos de construir sociedades más justas, ha sido fuente y causa de autoritarismos populistas o revoluciones transformadas en tiranías.
A 10 años de su muerte, acaecida en México a los 84 años, viene a cuento evocar su respuesta: “Arrancados de la totalidad y de los antiguos absolutos religiosos, sentimos nostalgia de totalidad y absoluto. Esto explica, quizá, el impulso que los llevó a convertirse al comunismo y defenderlo. Fue una perversa parodia de la comunión religiosa. Sin embargo, ¿cómo explicar su silencio ante la mentira y el crimen? Baudelaire cantó a Satán y habló de la orgullosa conciencia en el mal. El suyo fue un mal metafísico, un vano simulacro de la libertad. En el caso de los intelectuales del siglo XX no hubo ni rebeldía ni soberbia: hubo abyección. Es duro decirlo pero hay que decirlo”.
Esta dureza tenía detrás el vituperio organizado que lo había acompañado desde que en 1949 descubrió los campos de concentración soviéticos, los cuestionó y, en los años cincuenta, claramente afirmó que el futuro jamás estaría por ese sendero. Él había pensado en el comunismo desde la perspectiva de un desarrollo de la revolución mexicana a la que buscaba destino. Ante la evidencia histórica del error, tuvo el coraje de proclamarlo sin reticencias y fue en París, en la cercanía de su amistad con Albert Camus, compañero de ruta en ese itinerario de la verdad, que encontró el desafío de emprender el siempre difícil camino de la sociedad abierta. Eran los años en que en la rive gauche parisina, como un axioma, se repetía irónicamente que más valía equivocarse con Sartre que acertar con Raymond Aron, otro formidable pensador de la libertad al que se eclipsara detrás de las luces vedettistas de los intelectuales mal comprometidos. Su combate, entonces, será el de apartar la política del dogma, el razonamiento cívico del mundo del pensamiento religioso, despojarlos de esa búsqueda de absolutos que con ropaje de izquierda o de derecha sólo había llevado, en el trágico siglo XX, a los goulags y las cámaras de gas del nazismo.
Naturalmente, Octavio fue un formidable poeta, que junto a Borges llevó las letras de habla hispánica a su dimensión máxima, conjugando forma y fondo, estilo y concepto. Y también un ensayista de altura, que comienza en El Laberinto de la Soledad, explicación profunda de México, pero mucho más que ello, revelación de la angustia de soledad y espacio que recorre el alma latinoamericana, hasta culminar en Sor Juana Inés de la Cruz.
Esta obra, mucho más que una biografía, es un ensayo sobre el barroco en nuestro hemisferio, el feminismo, el oscurantismo de nuestra vida colonial y aun el criollismo, esa nueva identidad que mestizaba el carácter español con el ancestro indígena o africano. Ella está en la profundidad de su explicación de la revolución mexicana, que en su visión no fue ideológica sino “popular e instintiva”, con una pasión igualitarista cuyos orígenes no están “en las ideas modernas sino en la tradición de las comunidades indígenas anteriores a la conquista y en el cristianismo evangélico de los misioneros”.
Pensando en nuestro confuso presente, escribió: “Hoy nadie cree que el secreto de la construcción de la sociedad perfecta esté en Adam Smith, o en Carlos Marx, en Locke o en Rousseau. Sin embargo, las preguntas que ellos hicieron no han envejecido. Necesitamos nuevas respuestas a las viejas preguntas”. Felipe González suele introducir sus respuestas a través de este valedero razonamiento. Valedero y profundo. Porque el mensaje de los derechos individuales de Locke no ha podido ser superado, pero no alcanza para configurar sociedades democráticas, adolecidas todavía de tantas profundas desigualdades sociales. Tampoco nadie puede negar en Marx su visión de la globalización capitalista y sus riesgos sobre los trabajadores, pero la evidencia de que la propiedad colectivista sólo ha engendrado pobreza y tiranía derrumbó su construcción. Por cierto, Rousseau está en la esencia del criterio mayoritario de la democracia, pero demasiadas tiranías han nacido de las masas -aun votando- como para no enfrentarlo con el humanismo jusnaturalista. Acaso Adam Smith, el profeta del mercado libre como sustento de La riqueza de las naciones, sea el que todavía se mantenga como proyecto, sin que la realidad lo haya desvanecido del todo, pero luego de advenido este tiempo de mundialización comercial nadie se atrevería con razón a desconocer el imprescindible valor armonizador del Estado.
Las respuestas de Octavio, como balizas que marcan los límites laterales del camino a construir, se basan en dos tradiciones. La clásica, de Kant y Aristóteles, que reclama para “trazar un puente entre la reflexión filosófica y el saber científico”, entre los avances descomunales de la biología y la física y los principios éticos que deben regularlos para que la razón no engendre monstruos. La otra tradición invocada es la más reciente, la del liberalismo y el socialismo: “Ambos son irrenunciables y están presentes en el nacimiento de la Edad Moderna: uno encarna la aspiración hacia la libertad y el otro hacia la igualdad. El puente entre ellas es la fraternidad, herencia cristiana, al menos para nosotros, hijos de Occidente. Un tercer elemento: la herencia de nuestros grandes poetas y novelistas. Nadie debería atreverse a escribir sobre temas de filosofía y teoría política sin antes haber leído y meditado a los trágicos griegos y a Shakespeare, a Dante y a Cervantes, a Balzac y a Dostoievski”.
Esta síntesis serena y medular sigue resonando a diez años de la muerte de ese Octavio que prestigió al Nobel y al Cervantes con la altura de su creación. Del mismo modo que alumbró a México, compartiendo con Carlos Fuentes, más allá de tiempos de cercanía y distancia, un magisterio del debate intelectual que en la América Latina aún sigue reclamando más comprensión para los desafíos que la historia nos puso delante. No es posible seguir creyendo que pueden consolidarse democracias con puebladas callejeras, ni que crecerán las economías con nacionalizaciones ineficientes, ni que combatiremos la pobreza en su raíz con clientelismos paternalistas, ni que llevaremos adelante la reclamada integración manteniendo vivos conflictos fronterizos, hijos de arcaicas historias o de no menos arcaicas guerrillas, sólo sostenidas en la actualidad por la miseria del narcotráfico.
El homenaje a Octavio que todavía le debemos es el de rescatar la razón, para que sirva a la libertad, como él mismo decía, aquélla como instrumento, ésta como finalidad última de los desvelos de la organización social.
Octavio Paz se preguntaba porqué, después de la Segunda Mundial y a pesar de la ausencia de revoluciones obreras en el mundo, miles de intelectuales seguían aferrados a la quimera de la revolución mundial. Más se asombraría hoy si viera que, caído el Muro de Berlín, que él felizmente vio derrumbarse, persiste esa utopía revolucionaria, ese ensueño igualitarista que, especialmente en América Latina, lejos de construir sociedades más justas, ha sido fuente y causa de autoritarismos populistas o revoluciones transformadas en tiranías.
A 10 años de su muerte, acaecida en México a los 84 años, viene a cuento evocar su respuesta: “Arrancados de la totalidad y de los antiguos absolutos religiosos, sentimos nostalgia de totalidad y absoluto. Esto explica, quizá, el impulso que los llevó a convertirse al comunismo y defenderlo. Fue una perversa parodia de la comunión religiosa. Sin embargo, ¿cómo explicar su silencio ante la mentira y el crimen? Baudelaire cantó a Satán y habló de la orgullosa conciencia en el mal. El suyo fue un mal metafísico, un vano simulacro de la libertad. En el caso de los intelectuales del siglo XX no hubo ni rebeldía ni soberbia: hubo abyección. Es duro decirlo pero hay que decirlo”.
Esta dureza tenía detrás el vituperio organizado que lo había acompañado desde que en 1949 descubrió los campos de concentración soviéticos, los cuestionó y, en los años cincuenta, claramente afirmó que el futuro jamás estaría por ese sendero. Él había pensado en el comunismo desde la perspectiva de un desarrollo de la revolución mexicana a la que buscaba destino. Ante la evidencia histórica del error, tuvo el coraje de proclamarlo sin reticencias y fue en París, en la cercanía de su amistad con Albert Camus, compañero de ruta en ese itinerario de la verdad, que encontró el desafío de emprender el siempre difícil camino de la sociedad abierta. Eran los años en que en la rive gauche parisina, como un axioma, se repetía irónicamente que más valía equivocarse con Sartre que acertar con Raymond Aron, otro formidable pensador de la libertad al que se eclipsara detrás de las luces vedettistas de los intelectuales mal comprometidos. Su combate, entonces, será el de apartar la política del dogma, el razonamiento cívico del mundo del pensamiento religioso, despojarlos de esa búsqueda de absolutos que con ropaje de izquierda o de derecha sólo había llevado, en el trágico siglo XX, a los goulags y las cámaras de gas del nazismo.
Naturalmente, Octavio fue un formidable poeta, que junto a Borges llevó las letras de habla hispánica a su dimensión máxima, conjugando forma y fondo, estilo y concepto. Y también un ensayista de altura, que comienza en El Laberinto de la Soledad, explicación profunda de México, pero mucho más que ello, revelación de la angustia de soledad y espacio que recorre el alma latinoamericana, hasta culminar en Sor Juana Inés de la Cruz.
Esta obra, mucho más que una biografía, es un ensayo sobre el barroco en nuestro hemisferio, el feminismo, el oscurantismo de nuestra vida colonial y aun el criollismo, esa nueva identidad que mestizaba el carácter español con el ancestro indígena o africano. Ella está en la profundidad de su explicación de la revolución mexicana, que en su visión no fue ideológica sino “popular e instintiva”, con una pasión igualitarista cuyos orígenes no están “en las ideas modernas sino en la tradición de las comunidades indígenas anteriores a la conquista y en el cristianismo evangélico de los misioneros”.
Pensando en nuestro confuso presente, escribió: “Hoy nadie cree que el secreto de la construcción de la sociedad perfecta esté en Adam Smith, o en Carlos Marx, en Locke o en Rousseau. Sin embargo, las preguntas que ellos hicieron no han envejecido. Necesitamos nuevas respuestas a las viejas preguntas”. Felipe González suele introducir sus respuestas a través de este valedero razonamiento. Valedero y profundo. Porque el mensaje de los derechos individuales de Locke no ha podido ser superado, pero no alcanza para configurar sociedades democráticas, adolecidas todavía de tantas profundas desigualdades sociales. Tampoco nadie puede negar en Marx su visión de la globalización capitalista y sus riesgos sobre los trabajadores, pero la evidencia de que la propiedad colectivista sólo ha engendrado pobreza y tiranía derrumbó su construcción. Por cierto, Rousseau está en la esencia del criterio mayoritario de la democracia, pero demasiadas tiranías han nacido de las masas -aun votando- como para no enfrentarlo con el humanismo jusnaturalista. Acaso Adam Smith, el profeta del mercado libre como sustento de La riqueza de las naciones, sea el que todavía se mantenga como proyecto, sin que la realidad lo haya desvanecido del todo, pero luego de advenido este tiempo de mundialización comercial nadie se atrevería con razón a desconocer el imprescindible valor armonizador del Estado.
Las respuestas de Octavio, como balizas que marcan los límites laterales del camino a construir, se basan en dos tradiciones. La clásica, de Kant y Aristóteles, que reclama para “trazar un puente entre la reflexión filosófica y el saber científico”, entre los avances descomunales de la biología y la física y los principios éticos que deben regularlos para que la razón no engendre monstruos. La otra tradición invocada es la más reciente, la del liberalismo y el socialismo: “Ambos son irrenunciables y están presentes en el nacimiento de la Edad Moderna: uno encarna la aspiración hacia la libertad y el otro hacia la igualdad. El puente entre ellas es la fraternidad, herencia cristiana, al menos para nosotros, hijos de Occidente. Un tercer elemento: la herencia de nuestros grandes poetas y novelistas. Nadie debería atreverse a escribir sobre temas de filosofía y teoría política sin antes haber leído y meditado a los trágicos griegos y a Shakespeare, a Dante y a Cervantes, a Balzac y a Dostoievski”.
Esta síntesis serena y medular sigue resonando a diez años de la muerte de ese Octavio que prestigió al Nobel y al Cervantes con la altura de su creación. Del mismo modo que alumbró a México, compartiendo con Carlos Fuentes, más allá de tiempos de cercanía y distancia, un magisterio del debate intelectual que en la América Latina aún sigue reclamando más comprensión para los desafíos que la historia nos puso delante. No es posible seguir creyendo que pueden consolidarse democracias con puebladas callejeras, ni que crecerán las economías con nacionalizaciones ineficientes, ni que combatiremos la pobreza en su raíz con clientelismos paternalistas, ni que llevaremos adelante la reclamada integración manteniendo vivos conflictos fronterizos, hijos de arcaicas historias o de no menos arcaicas guerrillas, sólo sostenidas en la actualidad por la miseria del narcotráfico.
El homenaje a Octavio que todavía le debemos es el de rescatar la razón, para que sirva a la libertad, como él mismo decía, aquélla como instrumento, ésta como finalidad última de los desvelos de la organización social.
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