Por Abel Mariné, catedrático de Nutrición y Bromatología de la Facultat de Farmàcia de la UB (EL PERIÓDICO, 30/05/08):
El cocinero Santi Santamaria ha desatado un debate sobre lo que es y debería ser nuestra cocina, y el papel que pueden tener en ella los aditivos alimentarios. Los resultados gastronómicos del trabajo de los cocineros son una cuestión de gustos, y las diferentes visiones sobre si la cocina debe ser tradicional o creativa e innovadora, no tienen que ser excluyentes por fuerza, del mismo modo que la pintura puede ser figurativa o abstracta por un lado, y buena o mala por el otro, y todas las combinaciones son posibles.
Ahora bien, respecto al papel de la tecnología en la elaboración de los alimentos y en su seguridad, hay que tener en cuenta datos científicos y no percepciones emocionales. Estos datos no siempre son verdades absolutas, pero solo con ellos podemos valorar objetivamente los hechos. Los tratamientos tecnológicos introducen en los alimentos cambios controlados para hacerlos más seguros y estables, o más nutritivos y sabrosos. Es cierto que algunos procesos –calentar, por ejemplo– pueden disminuir el contenido de algún nutriente, pero eso pasa más en la cocina que en la industria, porque la industria puede controlarlo mejor. Hacer chup-chup sin control al cocer un plato un buen rato es demoledor para la vitamina C, por ejemplo, algo que podemos compensar comiendo fruta o verdura fresca.
Las industrias alimentarias son empresas que buscan, entre otras cosas, el beneficio económico, como los restaurantes, pero no son laboratorios misteriosos en los que se hacen alimentos sintéticos, sino grandes cocinas que hacen el trabajo que no podemos o no queremos hacer, y la interrelación cocina-industria no es una perversión del tratamiento de los alimentos, si las cosas se hacen bien.
Los aditivos alimentarios son un recurso tecnológico más, y se puede hacer un buen uso o un mal uso de ellos, pero, con datos científicos en la mano, no tiene sentido hacer una valoración negativa de ellos en bloque, ni en la industria ni en la cocina. Son productos añadidos para mejorar la estabilidad o los caracteres sensoriales de los alimentos (color, sabor, aroma, textura). Su uso tiene que ser siempre restringido y controlado, y solo se permite si el efecto buscado no se puede lograr por técnicas físicas (calentar, congelar, deshidratar, agitar…). Un ejemplo puede ser esclarecedor. Como la mayonesa hecha en casa, con tiempo y buena mano, no hay nada. Pero si no podemos hacerla, la industria nos proporciona una mayonesa de calidad, estable y que no se corta, gracias a la tecnología y los aditivos. La cocina puede usarla si quiere disponer de mayonesas diferentes de las que comemos en casa.
TAMPOCO es correcto asociar aditivo con riesgo, ya que los productos autorizados como aditivos han sido rigurosamente evaluados, y las dosis que se autorizan son muy inferiores a las que se ha demostrado que no tienen efectos negativos. Muchos productos naturales, como la cafeína, no superarían hoy el examen que han superado muchos aditivos, y que quede claro que, si no abusa de ellos, el café y el té son bebidas muy adecuadas.
Es evidente que la seguridad absoluta no existe, en ningún producto ni actividad humana, pero hay que tener muy presente que los efectos de las sustancias, beneficiosos o tóxicos, dependen de la dosis. Aquí también hay que precisar que hay aditivos de origen natural y otros sintéticos, pero que considerar que lo que es natural o biológico es bueno, y lo que es sintético o químico es malo es una visión emocional, no racional ni científica de los hechos. El organismo distingue lo que le resulta útil o nocivo independientemente de su origen. Como decía Francisco Grande Covián, “nada más natural que el microbio causante del cólera y nada más químico que el cloro, pero gracias a que cloramos las aguas no nos morimos de cólera”.
Por otra parte, tratar los alimentos en la cocina, incluso con los métodos más tradicionales, puede generar sustancias tóxicas. Cuando hacemos a la brasa o al horno un alimento, sin ningún aditivo, y va cogiendo el color y el aroma del tostado, se forman compuestos que, considerados de forma aislada, son cancerígenos. Tampoco superarían la evaluación de seguridad de los aditivos. Eso no quiere decir que comer de vez en cuando carne a la brasa sea cancerígeno, sino que abusar de alimentos tostados es un factor que incrementa el riesgo de cánceres, que, por otra parte, tienen causas complejas. ¿También lo tienen que indicar, esto, los restaurantes? ¿Y por qué no el contenido de sal o colesterol, importante para muchas personas?
CONSEGUIR ciertos tipos de platos de características innovadoras o singulares solo es posible con aditivos, que se han de utilizar con cuidado y conocimiento de causa. Si su uso se generaliza habrá que controlarlo, y el cliente ya elegirá. No se obliga a nadie a ingerirlos, y, obviamente, las posibilidades de la cocina sin aditivos son inmensas. Existe el derecho a la información, como en las etiquetas de los alimentos. Pero si seguimos desconfiando de los productos de la industria alimentaria, y ahora también de los de la cocina, tal vez, con el tiempo, cuando vayamos a un restaurante tendremos que pedir el prospecto, no la carta.
El cocinero Santi Santamaria ha desatado un debate sobre lo que es y debería ser nuestra cocina, y el papel que pueden tener en ella los aditivos alimentarios. Los resultados gastronómicos del trabajo de los cocineros son una cuestión de gustos, y las diferentes visiones sobre si la cocina debe ser tradicional o creativa e innovadora, no tienen que ser excluyentes por fuerza, del mismo modo que la pintura puede ser figurativa o abstracta por un lado, y buena o mala por el otro, y todas las combinaciones son posibles.
Ahora bien, respecto al papel de la tecnología en la elaboración de los alimentos y en su seguridad, hay que tener en cuenta datos científicos y no percepciones emocionales. Estos datos no siempre son verdades absolutas, pero solo con ellos podemos valorar objetivamente los hechos. Los tratamientos tecnológicos introducen en los alimentos cambios controlados para hacerlos más seguros y estables, o más nutritivos y sabrosos. Es cierto que algunos procesos –calentar, por ejemplo– pueden disminuir el contenido de algún nutriente, pero eso pasa más en la cocina que en la industria, porque la industria puede controlarlo mejor. Hacer chup-chup sin control al cocer un plato un buen rato es demoledor para la vitamina C, por ejemplo, algo que podemos compensar comiendo fruta o verdura fresca.
Las industrias alimentarias son empresas que buscan, entre otras cosas, el beneficio económico, como los restaurantes, pero no son laboratorios misteriosos en los que se hacen alimentos sintéticos, sino grandes cocinas que hacen el trabajo que no podemos o no queremos hacer, y la interrelación cocina-industria no es una perversión del tratamiento de los alimentos, si las cosas se hacen bien.
Los aditivos alimentarios son un recurso tecnológico más, y se puede hacer un buen uso o un mal uso de ellos, pero, con datos científicos en la mano, no tiene sentido hacer una valoración negativa de ellos en bloque, ni en la industria ni en la cocina. Son productos añadidos para mejorar la estabilidad o los caracteres sensoriales de los alimentos (color, sabor, aroma, textura). Su uso tiene que ser siempre restringido y controlado, y solo se permite si el efecto buscado no se puede lograr por técnicas físicas (calentar, congelar, deshidratar, agitar…). Un ejemplo puede ser esclarecedor. Como la mayonesa hecha en casa, con tiempo y buena mano, no hay nada. Pero si no podemos hacerla, la industria nos proporciona una mayonesa de calidad, estable y que no se corta, gracias a la tecnología y los aditivos. La cocina puede usarla si quiere disponer de mayonesas diferentes de las que comemos en casa.
TAMPOCO es correcto asociar aditivo con riesgo, ya que los productos autorizados como aditivos han sido rigurosamente evaluados, y las dosis que se autorizan son muy inferiores a las que se ha demostrado que no tienen efectos negativos. Muchos productos naturales, como la cafeína, no superarían hoy el examen que han superado muchos aditivos, y que quede claro que, si no abusa de ellos, el café y el té son bebidas muy adecuadas.
Es evidente que la seguridad absoluta no existe, en ningún producto ni actividad humana, pero hay que tener muy presente que los efectos de las sustancias, beneficiosos o tóxicos, dependen de la dosis. Aquí también hay que precisar que hay aditivos de origen natural y otros sintéticos, pero que considerar que lo que es natural o biológico es bueno, y lo que es sintético o químico es malo es una visión emocional, no racional ni científica de los hechos. El organismo distingue lo que le resulta útil o nocivo independientemente de su origen. Como decía Francisco Grande Covián, “nada más natural que el microbio causante del cólera y nada más químico que el cloro, pero gracias a que cloramos las aguas no nos morimos de cólera”.
Por otra parte, tratar los alimentos en la cocina, incluso con los métodos más tradicionales, puede generar sustancias tóxicas. Cuando hacemos a la brasa o al horno un alimento, sin ningún aditivo, y va cogiendo el color y el aroma del tostado, se forman compuestos que, considerados de forma aislada, son cancerígenos. Tampoco superarían la evaluación de seguridad de los aditivos. Eso no quiere decir que comer de vez en cuando carne a la brasa sea cancerígeno, sino que abusar de alimentos tostados es un factor que incrementa el riesgo de cánceres, que, por otra parte, tienen causas complejas. ¿También lo tienen que indicar, esto, los restaurantes? ¿Y por qué no el contenido de sal o colesterol, importante para muchas personas?
CONSEGUIR ciertos tipos de platos de características innovadoras o singulares solo es posible con aditivos, que se han de utilizar con cuidado y conocimiento de causa. Si su uso se generaliza habrá que controlarlo, y el cliente ya elegirá. No se obliga a nadie a ingerirlos, y, obviamente, las posibilidades de la cocina sin aditivos son inmensas. Existe el derecho a la información, como en las etiquetas de los alimentos. Pero si seguimos desconfiando de los productos de la industria alimentaria, y ahora también de los de la cocina, tal vez, con el tiempo, cuando vayamos a un restaurante tendremos que pedir el prospecto, no la carta.
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