lunes, junio 02, 2008

Uniendo puntos

Por Álvaro Delgado-Gal (ABC, 30/05/08):

LA vida política ha adquirido en los Estados Unidos un tono áspero, agrio, rencoroso. La lógica sectaria ha mudado el debate en una batalla campal, y las palabras cruzan el aire silbando como proyectiles. El fenómeno ganó en intensidad tras la malhadada invasión de Irak, pero no resulta imputable sólo a ésta, o, ni siquiera, principalmente a ésta. La izquierda se encrespó considerablemente tras la primera victoria de Bush, conseguida de forma contenciosa. El enfado exacerbó una tendencia, una especie de progresión, que el mandato de Clinton había logrado atenuar, aunque no detener. La radicalización de la izquierda deriva en parte de que la derecha ha propendido a dominar los escenarios públicos desde Reagan en adelante. Hay, sin embargo, más. La izquierda tiene la sensación de que se le ha arrebatado algo. ¿El qué? Nada menos… que la revolución.

En Europa, asociamos todavía la revolución a un derribo violento del orden vigente y a la instauración repentina de otro inspirado en la justicia y la razón. Piénsese en La Libertad guiando al pueblo, el cuadro con que Delacroix celebró los tumultos parisinos de 1830. Desde el centro del cuadro la Libertad, en figura de matrona romana, intima el sacrificio de Lucrecia y la caída de la estirpe opresora de los Tarquinios. Nos movemos en un espacio de evocaciones sublimes, que están pidiendo a gritos un escenario de ópera, y dentro de él, los denuedos de un tenor. En América, la revolución es otra cosa. Se trata de un experimento en desarrollo constante, que los padres de la Constitución cifraron en fórmulas casi sibilinas y cuya interrupción se entiende que es intolerable y de alguna manera odiosa. El caso es que la izquierda está batiendo los timbales con una energía comparable a la que gasta en la orilla opuesta el evangelismo fundamentalista. El asunto no es para tomarlo a la ligera, y podría conocer paralelos al otro lado del Atlántico. De hecho, los conoce, según se comprobará por una noticia que reservo para el final de esta Tercera. Antes, sin embargo, tengo que hablarles de George Lakoff, autor de un opúsculo recientemente traducido al castellano.

Lakoff es un lingüista ilustre, e igualmente, según se echa de ver por el opúsculo (No pienses en un elefante, Editorial Complutense), un liberal furioso, en la acepción americana de la palabra. El librito, compuesto de piezas escritas poco antes de las presidenciales de 2004, está concebido como un manual de instrucciones para políticos de rompe y rasga. La tesis de Lakoff es que los demócratas no han sabido hacer lo que sí han hecho con eficacia, y eficacia letal, los republicanos: fijar las reglas de juego. El verbo preferido por Lakoff, «framing», no tiene traducción exacta a nuestro idioma. La forma substantivada de «framing» es «frame», «marco»: el truco de los republicanos ha consistido en encerrar las cuestiones en un marco que resalta su punto de vista y vela o expulsa el de sus rivales. Esto, de momento, es poco excepcional. Cualquier asesor de cualquier candidato a la presidencia del Gobierno sabe que una campaña está ya medio ganada cuando se discute de lo que al candidato le interesa que se discuta, en los términos que más le favorecen a él y menos al otro candidato. Lo notable son las enseñanzas que el autor extrae de su hallazgo. Lakoff nos relata lo que le ocurrió hace unos años. No acertaba a comprender qué podían tener en común las distintas entradas de los menús electorales, hasta que, ¡eureka!, dio con la clave. ¿Qué creyó descubrir Lakoff? Pues que las propuestas, por dispares que pudieran parecer, se desprendían, con rigor geométrico, de una intuición nuclear. Lakoff vincula esa intuición al modo como concebimos la familia. El conservador se apunta al modelo patriarcal, el cual, a su vez, se incrusta en una noción agustiniana de la vida. El niño es malo, y hay que disciplinarlo para que se desenvuelva en el mundo de afuera, surcado de tiburones y bestias feroces. El progresista, por el contrario, entiende la familia como un lugar cálido, en que padre y madre dispensan por igual amor a sus hijos. El niño es bueno, y la idea es amarle intensamente para que él haga lo propio con sus semejantes.

No estoy haciendo una parodia de Lakoff. Lakoff, asombrosamente, dice lo que yo digo que dice, de la manera exacta en que se lo hago decir. La conclusión inmediata, es que el conservador es un tipo muy antipático. Y el progresista, un tipo encantador. Dado que, en el fondo, todo quisque lleva en su ADN moral la secuencia progresista o conservadora, se es enteramente progresista o conservador, sin medias tintas. Ello plantea dos problemas. El primero se refiere al porcentaje residual de ciudadanos que vota unas veces a la izquierda, y otras a la derecha. ¿Cómo explicar su existencia en un espacio que está roto en dos mitades perfectamente complementarias? La respuesta de Lakoff es que el ciudadano de centro es como el doctor Jekyll. El genoma progresista manda sobre él por la mañana, hasta que por la tarde se activa el conservador, o al revés. ¿Solución? El demócrata astuto habrá de apagar en Jekyll al Hyde que sestea en los pliegues de su alma, y darle la vuelta a Hyde para que salga a la superficie el Jekyll oculto. El segundo problema es que los hechos deslucen la teoría. Hasta hace pocos decenios muchos sureños votaban demócrata, no por afinidad con la ideología progresista sino porque Lincoln había sido republicano. El agravio histórico rehusaba ausentarse del imaginario colectivo del sur y prevalecía sobre la división liberal/conservador. No menos problemático es el caso de los libertarios. Éstos prefieren a Reagan y compañía, a despecho de que su Weltanschauung sea estrictamente incompatible con el modelo patriarcal que cultivan los mormones o los baptistas de Georgia. Lakoff ignora estas objeciones, o las aparta con despejo olímpico.

Prosigamos. La tesis de que somos robots morales, unida a la reflexión de que los robots no votan atendiendo a razones, sino conforme al programa que está impreso en sus circuitos, sugiere dos consejos prácticos. Uno: no se deben esgrimir ideas sino imponer perspectivas, o como dice Lakoff, «marcos».

Sentado un marco, se habrá establecido la visión más congruente con los propios principios y menos hospitalaria a los ajenos. Dos: cuanto más radical el programa, mejor. Matizar la propuesta nuclear, o abrirla o debilitarla con otras propuestas, expone al candidato a perder el control de su perspectiva, y por tanto, a ceder la iniciativa al enemigo. La resulta, es una substitución de la política por la guerra de exterminio. No debe sorprendernos el desenlace, harto natural cuando se parte del axioma de que una mitad de la Humanidad es buena, y la otra mala. Delego en el lector la tarea empeñosísima de conciliar la agenda de Lakoff con la idea de que el progresismo es amor.

¿Han prendido en Europa estos fuegos, desconocemos todavía si aurorales o crepusculares? Cada país es un mundo, y no se puede generalizar. Pero tenemos un dato referido a España: Lakoff pertenece al equipo de asesores estrella que Zapatero ha fichado tras buscar por aquí y por allá. Como dicen en los pasatiempos: «Únanse los puntos, y aparecerá el dibujo escondido».

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