Por Mario Sáenz de Buruaga, Dtor. De Consultoría de Recursos Naturales S.L. (EL CORREO DIGITAL, 04/06/08):
A menudo, los medios de información, fundamentalmente de prensa diaria y de televisión, se hacen eco de episodios protagonizados por la fauna que, en principio, son trasladados a la opinión pública como noticias prácticamente insólitas. En los últimos meses, lobos, buitres, estorninos, topillos, conejos han sido motivo, y aún lo son, de una cascada de noticias expuestas en esos medios con más o menos fidelidad a lo que realmente sucede.
Es con especies que compiten con el hombre por un recurso alimenticio o con aquéllas que infligen un daño a recursos utilizados por este último con las que a menudo se suscita un conflicto. Habitualmente éste es ancestral, si bien la entidad del mismo ha cambiado, y sigue cambiando, según geografías, épocas históricas, momentos del año…
Lo más sensacionalista es apuntarse a afirmar que esas especies molestas están poco menos que saltándose los peldaños evolutivos que las han situado en el lugar donde están después de miles y miles de años. Así, hemos escuchado, o lo que es peor, leído (lo escrito, escrito queda), frases tan categóricas como que los lobos han perdido todo el miedo al hombre y que por eso ahora se comportan de forma extraña, que los buitres ya no son carroñeros sino predadores, o que los conejos han vencido a la enfermedades que los atosigaban (ojalá así fuera) convirtiéndose en una plaga extendida, etcétera. Pero no, aunque el exotismo y los fenómenos ocultos puedan ser más atractivos que la bioecología, ésta explica de forma satisfactoria la fenomenología en el medio natural; ello no quiere decir, sin embargo, que comprendamos perfectamente ni todos los mecanismos que rigen aquélla ni, menos aún, todas las relaciones que entre estos mecanismos existen para determinar los procesos naturales.
Pero lo que está claro, a pesar de que tantas veces nos hayan dicho lo contrario en esas explosiones mediáticas antes mencionadas, es que ni la fauna se ha vuelto loca ni se ha rebelado de la mañana a la noche comportándose fuera de los cánones que la selección natural, pilar exquisito de la evolución darwiniana, rige. Ahora bien, ¿pueden ocurrir fenómenos o comportamientos que en principio parezcan ajenos a la lógica ecológica? Sin duda sí, pero nada tienen que ver con ‘expedientes X’ ni con designios divinos de última hora. Veamos.
Si la sociedad piensa que quedan cuatro lobos mal contados en la Península Ibérica y que si, siendo tan pocos, tienen encima la osadía de matar al ganado cerca de un caserío, no resulta extraño que esa sociedad crea que algo raro ocurre. Si una invasión de topillos cuaja en los campos cerealistas bajo una explosión demográfica inusual, es lógico que la noticia corra como la pólvora respecto a que aquello es producto, por ejemplo, de una suelta deliberada de roedores para dar de comer a las águilas. Y es que decir que al lobo le van las cosas relativamente bien desde hace dos décadas o incluso muy bien en gran parte del norte peninsular y que los daños que ocasiona al ganado tienen que ver con su carácter predador, con su expansión, con el hecho de la vulnerabilidad de la ganadería extensiva no pastoreada hacia el cánido no posee para los altavoces mediáticos la misma seducción ni, por su parte, consigue la misma asunción por parte del público, y ello por carecer, esa argumentación, de un ingrediente más espectacular, más llamativo. Explicar que un invierno y primaveras suaves con enorme producción de semillas, después de un periodo de unos 10 años, son respondidos por una reproducción masiva y reiterada de roedores, y que eso es algo que sucede de forma cíclica, siendo, por cierto, un fenómeno muy estudiado en las relaciones predador-presa, explicar ello, decimos, tiene desde luego menos gancho popular que mantener la tesis de la mano oculta y nocturna soltando miles de topillos.
Uno de los problemas mayores que tienen las interferencias entre fauna y hombre es la percepción tan distinta que al respecto suele existir entre el medio rural y el urbano. En este último la tendencia a ver la Naturaleza como un escenario, sentados desde palco, es un hecho bastante extendido. La persona estándar de la urbe tiene una relación con el agro ciertamente novedosa respecto a la mantenida durante siglos. La economía industrial y de servicios, que ha sustituido a la agraria en la inmensa mayoría del sur de Europa, al menos en términos macroeconómicos y de aportación a las cuentas de los Estados (algo que ha ocurrido en menos de un siglo -en España en menos de 60 años-), se ha apoyado en una emigración masiva desde el campo a las ciudades, fenómeno cuyas repercusiones sociales y antropo-etológicas quedan ahora reflejadas, dos o tres generaciones después, en una visión casi exclusivamente focalizada a la versión más idílica del campo, la del ocio, la de los animalitos y las bellas flores. Este sector, que podríamos denominar como militancia campera de ‘week-end’, asume con facilidad las informaciones más espectaculares que sobre la fauna puedan dársele, y ello quizá por no tener mayor compromiso con ese medio rural que el derivado de una visita de ida y vuelta. Con todo, resulta fácil instalarse en posiciones descabelladas o nada científicas. Desgraciadamente, la prensa se apunta a este carro con excesiva frivolidad.
Son factores exógenos (clima por ejemplo en el caso comentado de los roedores), endógenos de la especie (siguiendo con los topillos, su enorme capacidad reproducción ante situaciones de bonanza de alimento) y endógenos de la población (sobre todo los derivados de lo que los ecólogos llaman dinámica poblacional, esto es, variaciones demográficas a lo largo del tiempo), los que determinan el tipo de problema que la fauna puede provocar al hombre y, más aún, su gravedad. A partir de aquí, cada caso tiene sus variables pero con la complejidad y singularidad que cada uno tiene, lo que queda claro, al menos hasta ahora, es que no hay magia ni ‘poltergeist’ en la Naturaleza.
Los lobos han matado siempre ganado; otra cosa es cuántos lobos haya en cada momento, cuántas cabezas de ganado tienen en su entorno, qué régimen de pasto sigue ese ganado Los buitres, por su parte, son y han sido carroñeros desde hace miles de años; ahora bien, ¿muestran más osadía actualmente, al ser muchos y, en ocasiones, con menos comida, en anticiparse a una res agonizante o a una oveja o vaca postrada e inmóvil ante un largo parto? Sí, en ocasiones. Y de la misma forma ocurre que existe un riesgo muy grave de que se consolide una cierta inercia, ya detectada, en atribuir a los buitres muertes naturales de ganado que ha sido exclusivamente carroñeado por estas aves desde su más ancestral comportamiento, por cierto, tremendamente beneficioso para el hombre. Son los ganaderos los primeros que deben estar atentos a que un problema que es real en determinados casos, no se pervierta. La muerte de la mayor parte de las reses que ocurren en el monte se debe a causas naturales (la mayoría, por partos complicados, muertes del neonato ).
No hay peor tratamiento que querer generalizar un problema cuando no es general, entonces quien es víctima deja de serlo y el ardid lo pagan todos. Ahí debemos apelar a la responsabilidad de ganaderos y de sus plataformas sindicales. Pero no obviaremos que unos y otras están igualmente hartitos de que, por ejemplo, cuando se intenta matar un lobo para dulcificar una situación muy grave de ataques reiterados al ganado, no faltan los que sitúan esa acción como un ataque frontal a la biodiversidad, contando a la sociedad la de caperucita y alguna más. Pues eso, también algunos de estos vigilantes de la playa andan de ‘week-end’ y encima jugando a la biología de la señorita Pepis, ésa que desgraciadamente llega, ya digo, a la sociedad urbana con más influencia que la teoría y práctica basadas en la ecología y en la gestión.
A menudo, los medios de información, fundamentalmente de prensa diaria y de televisión, se hacen eco de episodios protagonizados por la fauna que, en principio, son trasladados a la opinión pública como noticias prácticamente insólitas. En los últimos meses, lobos, buitres, estorninos, topillos, conejos han sido motivo, y aún lo son, de una cascada de noticias expuestas en esos medios con más o menos fidelidad a lo que realmente sucede.
Es con especies que compiten con el hombre por un recurso alimenticio o con aquéllas que infligen un daño a recursos utilizados por este último con las que a menudo se suscita un conflicto. Habitualmente éste es ancestral, si bien la entidad del mismo ha cambiado, y sigue cambiando, según geografías, épocas históricas, momentos del año…
Lo más sensacionalista es apuntarse a afirmar que esas especies molestas están poco menos que saltándose los peldaños evolutivos que las han situado en el lugar donde están después de miles y miles de años. Así, hemos escuchado, o lo que es peor, leído (lo escrito, escrito queda), frases tan categóricas como que los lobos han perdido todo el miedo al hombre y que por eso ahora se comportan de forma extraña, que los buitres ya no son carroñeros sino predadores, o que los conejos han vencido a la enfermedades que los atosigaban (ojalá así fuera) convirtiéndose en una plaga extendida, etcétera. Pero no, aunque el exotismo y los fenómenos ocultos puedan ser más atractivos que la bioecología, ésta explica de forma satisfactoria la fenomenología en el medio natural; ello no quiere decir, sin embargo, que comprendamos perfectamente ni todos los mecanismos que rigen aquélla ni, menos aún, todas las relaciones que entre estos mecanismos existen para determinar los procesos naturales.
Pero lo que está claro, a pesar de que tantas veces nos hayan dicho lo contrario en esas explosiones mediáticas antes mencionadas, es que ni la fauna se ha vuelto loca ni se ha rebelado de la mañana a la noche comportándose fuera de los cánones que la selección natural, pilar exquisito de la evolución darwiniana, rige. Ahora bien, ¿pueden ocurrir fenómenos o comportamientos que en principio parezcan ajenos a la lógica ecológica? Sin duda sí, pero nada tienen que ver con ‘expedientes X’ ni con designios divinos de última hora. Veamos.
Si la sociedad piensa que quedan cuatro lobos mal contados en la Península Ibérica y que si, siendo tan pocos, tienen encima la osadía de matar al ganado cerca de un caserío, no resulta extraño que esa sociedad crea que algo raro ocurre. Si una invasión de topillos cuaja en los campos cerealistas bajo una explosión demográfica inusual, es lógico que la noticia corra como la pólvora respecto a que aquello es producto, por ejemplo, de una suelta deliberada de roedores para dar de comer a las águilas. Y es que decir que al lobo le van las cosas relativamente bien desde hace dos décadas o incluso muy bien en gran parte del norte peninsular y que los daños que ocasiona al ganado tienen que ver con su carácter predador, con su expansión, con el hecho de la vulnerabilidad de la ganadería extensiva no pastoreada hacia el cánido no posee para los altavoces mediáticos la misma seducción ni, por su parte, consigue la misma asunción por parte del público, y ello por carecer, esa argumentación, de un ingrediente más espectacular, más llamativo. Explicar que un invierno y primaveras suaves con enorme producción de semillas, después de un periodo de unos 10 años, son respondidos por una reproducción masiva y reiterada de roedores, y que eso es algo que sucede de forma cíclica, siendo, por cierto, un fenómeno muy estudiado en las relaciones predador-presa, explicar ello, decimos, tiene desde luego menos gancho popular que mantener la tesis de la mano oculta y nocturna soltando miles de topillos.
Uno de los problemas mayores que tienen las interferencias entre fauna y hombre es la percepción tan distinta que al respecto suele existir entre el medio rural y el urbano. En este último la tendencia a ver la Naturaleza como un escenario, sentados desde palco, es un hecho bastante extendido. La persona estándar de la urbe tiene una relación con el agro ciertamente novedosa respecto a la mantenida durante siglos. La economía industrial y de servicios, que ha sustituido a la agraria en la inmensa mayoría del sur de Europa, al menos en términos macroeconómicos y de aportación a las cuentas de los Estados (algo que ha ocurrido en menos de un siglo -en España en menos de 60 años-), se ha apoyado en una emigración masiva desde el campo a las ciudades, fenómeno cuyas repercusiones sociales y antropo-etológicas quedan ahora reflejadas, dos o tres generaciones después, en una visión casi exclusivamente focalizada a la versión más idílica del campo, la del ocio, la de los animalitos y las bellas flores. Este sector, que podríamos denominar como militancia campera de ‘week-end’, asume con facilidad las informaciones más espectaculares que sobre la fauna puedan dársele, y ello quizá por no tener mayor compromiso con ese medio rural que el derivado de una visita de ida y vuelta. Con todo, resulta fácil instalarse en posiciones descabelladas o nada científicas. Desgraciadamente, la prensa se apunta a este carro con excesiva frivolidad.
Son factores exógenos (clima por ejemplo en el caso comentado de los roedores), endógenos de la especie (siguiendo con los topillos, su enorme capacidad reproducción ante situaciones de bonanza de alimento) y endógenos de la población (sobre todo los derivados de lo que los ecólogos llaman dinámica poblacional, esto es, variaciones demográficas a lo largo del tiempo), los que determinan el tipo de problema que la fauna puede provocar al hombre y, más aún, su gravedad. A partir de aquí, cada caso tiene sus variables pero con la complejidad y singularidad que cada uno tiene, lo que queda claro, al menos hasta ahora, es que no hay magia ni ‘poltergeist’ en la Naturaleza.
Los lobos han matado siempre ganado; otra cosa es cuántos lobos haya en cada momento, cuántas cabezas de ganado tienen en su entorno, qué régimen de pasto sigue ese ganado Los buitres, por su parte, son y han sido carroñeros desde hace miles de años; ahora bien, ¿muestran más osadía actualmente, al ser muchos y, en ocasiones, con menos comida, en anticiparse a una res agonizante o a una oveja o vaca postrada e inmóvil ante un largo parto? Sí, en ocasiones. Y de la misma forma ocurre que existe un riesgo muy grave de que se consolide una cierta inercia, ya detectada, en atribuir a los buitres muertes naturales de ganado que ha sido exclusivamente carroñeado por estas aves desde su más ancestral comportamiento, por cierto, tremendamente beneficioso para el hombre. Son los ganaderos los primeros que deben estar atentos a que un problema que es real en determinados casos, no se pervierta. La muerte de la mayor parte de las reses que ocurren en el monte se debe a causas naturales (la mayoría, por partos complicados, muertes del neonato ).
No hay peor tratamiento que querer generalizar un problema cuando no es general, entonces quien es víctima deja de serlo y el ardid lo pagan todos. Ahí debemos apelar a la responsabilidad de ganaderos y de sus plataformas sindicales. Pero no obviaremos que unos y otras están igualmente hartitos de que, por ejemplo, cuando se intenta matar un lobo para dulcificar una situación muy grave de ataques reiterados al ganado, no faltan los que sitúan esa acción como un ataque frontal a la biodiversidad, contando a la sociedad la de caperucita y alguna más. Pues eso, también algunos de estos vigilantes de la playa andan de ‘week-end’ y encima jugando a la biología de la señorita Pepis, ésa que desgraciadamente llega, ya digo, a la sociedad urbana con más influencia que la teoría y práctica basadas en la ecología y en la gestión.
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