Por Francesc Sanuy, abogado (EL PERIÓDICO, 04/06/08):
En momentos de crisis económica como los que se vivían en EEUU en el verano del 2007, eran muchos los expertos que recomendaban, como remedio estimulante capaz de evitar la recesión, una fórmula mixta de mayor gasto en infraestructuras y rebajas o exenciones fiscales a las clases medias. Parecía que, por fin, alguien se ha- bía dado cuenta de que los asalariados ya no podían resistir por más tiempo un mecanismo que durante 30 años a duras penas había permitido a los trabajadores mantener sus ingresos en términos reales, aunque para los obreros masculinos se hubiese producido una reducción del poder de compra de la nómina del 12%. La explicación es que las familias habían compensado las insuficiencias de las retribuciones gracias a la entrada de la mujer en el mercado de trabajo. En efecto, el porcentaje de mujeres con hijos asalariadas pasó de 1970 al 2008 del 38% al 70%. Creció, pues, enormemente la cifra de familias del modelo llamado DINS: doble ingreso, no sexo.
LAS CLASES obreras también aumentaron las horas dedicadas al trabajo con dos semanas más al año. Y, principalmente, se endeudaron con la garantía de sus viviendas por valor de 250.000 millones de dólares. Fue con esto y la refinanciación con lo que se compraron los televisores de plasma. Naturalmente, el maná de les tarjetas de crédito también permitió pagar las vacaciones, y así sucesivamente. Pero, cuando el dinero barato se acabó, la burbuja inmobiliaria estalló y la morosidad subió en un 48% en el 2007, todo el mundo vio claro que el sistema ya no daba para más y que los problemas de una clase media que luchaba por su supervivencia eran los mismos que se evidenciaron en 1970. Al final del camino, ya era innegable que todos los beneficios de las nuevas tecnologías y de la globalización fueron a parar directamente a un número muy reducido de personas privilegiadas, en detrimento de una clase media de la que abusan toreándola al alimón los poderes fácticos y los poderes políticos subordinados a los que tiran de talonario. Será, por tanto, posiblemente la hora de implantar una fiscalidad progresiva y redistributiva de verdad y de dotarse de un sindicalismo capaz de defender a los obreros en su condición de contribuyentes, usuarios o consumidores de mercado cautivo.
En cuanto a España, parece que se quiera lanzar por la borda el capital social y de estabilidad que representa una clase media. Es el único país miembro de la OCDE en el que la participación de la masa salarial en el conjunto del PIB ha perdido, en los últimos 10 años, 9 puntos porcentuales: del 55% al 46% del total. Sin embargo, hay quien todavía tiene la desfachatez de reclamar que, debido a la crisis económica, sean las sufridas clases medias las que se apreten una vez más los cinturones. Resulta sorprendente, pero la autoridad gubernamental nunca frena la espiral inflacionista cuando suben los precios en beneficio de capitalistas sin escrúpulos, pero sí la frena cuando resulta indispensable restablecer el poder adquisitivo de la clase media con una equitativa mejora salarial. Es repugnante que, desde la pretendida socialdemocracia predicada, se puedan perpetrar unos atentados tan premeditados contra el bienestar y el poder adquisitivo de las personas que aseguran la convivencia, los tributos y un modelo de sociedad democrático y viable. Será quizá que queremos encaminar el país hacia un paradigma, llamémosle argentino, sin amortiguador social de capas intermedias y con una confrontación entre la superclase financiera y un proletariado que se afana por pagar la hipoteca y llegar a fin de mes.
¿QUEREMOS un país de brahmans y parias, de mandarines y coolies, de abejas reinas y obreras, de sátrapas y esclavos, de señores feudales y vasallos? Pues, francamente, no puede ser que lo vayamos fabricando sin ningún tipo de corrección o rectificación, si no es que se trata de un designio deliberado o de una consentida evolución hacia una nueva lucha de clases y contra el Estado de bienestar que desde Bismarck, Beveridge, los Webb, el New Deal, la Seguridad Social y el sindicalismo democrático se había consagrado como instrumento de justicia social.
A la vista de esta situación, el Gobierno alemán decidió luchar contra la desigualdad (1 de cada 4 alemanes es pobre, o sea, tiene menos del 60% de los ingresos medios) y congeló el sueldo del Gobierno y de los diputados. En Francia, Sarkozy se ha comprometido a defender el “pouvoir d’achat” (poder adquisitivo) de los trabajadores. Prometió en campaña electoral que mejoraría los ingresos de la gente que se levanta temprano para ir a trabajar y de las familias que dependen de los salarios. Pero un año después de su victoria, está todo por hacer. El Gobierno francés ha destinado 9.000 millones de euros a reducciones fiscales, ayudas para pagar hipotecas y exención de impuestos para las horas extra. Ha intentado frenar la subida de los alimentos y carburantes (congelando el IVA). En cambio, aquí la orquesta sigue tocando, mientras naufraga el Titanic de la clase media, que, paradójicamente, es el salvavidas del conjunto.
En momentos de crisis económica como los que se vivían en EEUU en el verano del 2007, eran muchos los expertos que recomendaban, como remedio estimulante capaz de evitar la recesión, una fórmula mixta de mayor gasto en infraestructuras y rebajas o exenciones fiscales a las clases medias. Parecía que, por fin, alguien se ha- bía dado cuenta de que los asalariados ya no podían resistir por más tiempo un mecanismo que durante 30 años a duras penas había permitido a los trabajadores mantener sus ingresos en términos reales, aunque para los obreros masculinos se hubiese producido una reducción del poder de compra de la nómina del 12%. La explicación es que las familias habían compensado las insuficiencias de las retribuciones gracias a la entrada de la mujer en el mercado de trabajo. En efecto, el porcentaje de mujeres con hijos asalariadas pasó de 1970 al 2008 del 38% al 70%. Creció, pues, enormemente la cifra de familias del modelo llamado DINS: doble ingreso, no sexo.
LAS CLASES obreras también aumentaron las horas dedicadas al trabajo con dos semanas más al año. Y, principalmente, se endeudaron con la garantía de sus viviendas por valor de 250.000 millones de dólares. Fue con esto y la refinanciación con lo que se compraron los televisores de plasma. Naturalmente, el maná de les tarjetas de crédito también permitió pagar las vacaciones, y así sucesivamente. Pero, cuando el dinero barato se acabó, la burbuja inmobiliaria estalló y la morosidad subió en un 48% en el 2007, todo el mundo vio claro que el sistema ya no daba para más y que los problemas de una clase media que luchaba por su supervivencia eran los mismos que se evidenciaron en 1970. Al final del camino, ya era innegable que todos los beneficios de las nuevas tecnologías y de la globalización fueron a parar directamente a un número muy reducido de personas privilegiadas, en detrimento de una clase media de la que abusan toreándola al alimón los poderes fácticos y los poderes políticos subordinados a los que tiran de talonario. Será, por tanto, posiblemente la hora de implantar una fiscalidad progresiva y redistributiva de verdad y de dotarse de un sindicalismo capaz de defender a los obreros en su condición de contribuyentes, usuarios o consumidores de mercado cautivo.
En cuanto a España, parece que se quiera lanzar por la borda el capital social y de estabilidad que representa una clase media. Es el único país miembro de la OCDE en el que la participación de la masa salarial en el conjunto del PIB ha perdido, en los últimos 10 años, 9 puntos porcentuales: del 55% al 46% del total. Sin embargo, hay quien todavía tiene la desfachatez de reclamar que, debido a la crisis económica, sean las sufridas clases medias las que se apreten una vez más los cinturones. Resulta sorprendente, pero la autoridad gubernamental nunca frena la espiral inflacionista cuando suben los precios en beneficio de capitalistas sin escrúpulos, pero sí la frena cuando resulta indispensable restablecer el poder adquisitivo de la clase media con una equitativa mejora salarial. Es repugnante que, desde la pretendida socialdemocracia predicada, se puedan perpetrar unos atentados tan premeditados contra el bienestar y el poder adquisitivo de las personas que aseguran la convivencia, los tributos y un modelo de sociedad democrático y viable. Será quizá que queremos encaminar el país hacia un paradigma, llamémosle argentino, sin amortiguador social de capas intermedias y con una confrontación entre la superclase financiera y un proletariado que se afana por pagar la hipoteca y llegar a fin de mes.
¿QUEREMOS un país de brahmans y parias, de mandarines y coolies, de abejas reinas y obreras, de sátrapas y esclavos, de señores feudales y vasallos? Pues, francamente, no puede ser que lo vayamos fabricando sin ningún tipo de corrección o rectificación, si no es que se trata de un designio deliberado o de una consentida evolución hacia una nueva lucha de clases y contra el Estado de bienestar que desde Bismarck, Beveridge, los Webb, el New Deal, la Seguridad Social y el sindicalismo democrático se había consagrado como instrumento de justicia social.
A la vista de esta situación, el Gobierno alemán decidió luchar contra la desigualdad (1 de cada 4 alemanes es pobre, o sea, tiene menos del 60% de los ingresos medios) y congeló el sueldo del Gobierno y de los diputados. En Francia, Sarkozy se ha comprometido a defender el “pouvoir d’achat” (poder adquisitivo) de los trabajadores. Prometió en campaña electoral que mejoraría los ingresos de la gente que se levanta temprano para ir a trabajar y de las familias que dependen de los salarios. Pero un año después de su victoria, está todo por hacer. El Gobierno francés ha destinado 9.000 millones de euros a reducciones fiscales, ayudas para pagar hipotecas y exención de impuestos para las horas extra. Ha intentado frenar la subida de los alimentos y carburantes (congelando el IVA). En cambio, aquí la orquesta sigue tocando, mientras naufraga el Titanic de la clase media, que, paradójicamente, es el salvavidas del conjunto.
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