Por José María Carrascal (ABC, 05/06/08):
SE me ocurre que la mejor forma de explicar la victoria de Barack Obama, un completo desconocido al comenzar las primarias, sobre Hillary Clinton, que las empezó como favorita, es recurrir a las diferencias entre Estados Unidos y España. Kant llamaba al nuestro «el país de los antepasados», y pese a los grandes cambios externos que ha habido en él en los últimos tiempos, su esencia continúa inalterable. Seguimos prefiriendo el ayer al mañana, nos gusta librar una y otra vez las mismas batallas y debatir temas mil veces debatidos, sin llegar a ninguna conclusión. Mientras Estados Unidos es «el país de los nietos». Cientos de millones de personas llegaron allí en los tres últimos siglos desde los rincones más alejados del planeta, pobres en su inmensa mayoría, con un sueño: que sus hijos y nietos tuviesen una vida mejor que la suya. Y lo han conseguido en uno de los experimentos más exitosos de la especie humana, convirtiendo de paso su país en la primera potencia militar, científica, económica, aunque ello conlleva una carga, que empieza a ser aplastante. Pero ese es otro asunto.
Lo que quería advertirles con este prefacio era que si los cambios en España suelen ser para que todo quede, más o menos, lo mismo, los cambios en Estados Unidos son tan reales como periódicos. El futurismo que encierra «the american way of life», la forma americana de vida, obliga a un constante mudar, a una renovación permanente en todos los planos de la vida, la política incluida. En mis cuarenta años en aquel país he conocido por lo menos cuatro Américas, la de Vietnam, la del Watergate, la de Reagan, la de Clinton, completamente distintas, aunque todas ellas ensanchando el horizonte político y cultural. La catastrófica gestión de Bush hijo, ha precipitado un cambio de aún mayores dimensiones. No basta ya cambiar de una administración republicana a otra demócrata. Hay que dar un salto cuántico, que sitúe el país en el marco del siglo XXI, con otros problemas, otros actores y otras soluciones. Y han sido los demócratas, obligatoriamente al encontrarse en la oposición, quienes se han decidido a dar ese giro copernicano, dejando como finalistas de su candidatura a la presidencia una mujer y un negro, cosa impensable hace sólo unos años. Y el ganador ha sido el negro, algo aún más inimaginable. Y lo han elegido por la razón que les apuntaba al principio: porque Obama supo captar desde el comienzo el ánimo del país mejor que su rival. Su lema en esta campaña ha sido «el cambio». Y cuando los norteamericanos quieren cambiar, quieren hacerlo de verdad, no un sucedáneo, ni un eslogan. Hillary representaba también un cambio. La primera mujer presidenta no es una nimiedad. Pero Hillary cometió el primer error grave al elegir como lema de su campaña la «experiencia». Algo con olor de pasado, todo lo honorable que se quiera, pero que no era lo que los norteamericanos querían en esta hora. Ya hay bastantes hombres experimentados en Washington, y la estela que han dejado últimamente no es la mejor. Era algo nuevo de verdad lo que se pedía. Nuevo e ilusionante, que Hillary, una profesional de la política, no supo ver ni ofrecer.
Por si ello fuera poco, su triunfo significaría la vuelta de los Clinton a la Casa Blanca. La vuelta al ayer. O al anteayer. El continuismo en suma. Algo que provoca rechazo entre su pueblo, incluidos muchos demócratas. Ya han tenido bastante con ocho años de Bill. Fueron ocho años muy divertidos, con todo tipo de lances e incluso su herencia, sobre todo en el terreno económico, fue más que aceptable. Pero es un capítulo cerrado, que muy pocos desean volver a abrir. La razón principal es la apuntada: a los norteamericanos no les gustan los «revivals», los reencuentros.
El pasado, bien pasado está. Y conociendo a Bill Clinton saben que, de nuevo en la Casa Blanca, no se limitaría a ser el presidente consorte al estilo que lo fue el marido de Margaret Thatcher o lo es el de Ángela Merkel, del que ni siquiera conocemos el nombre, sino que trataría de meter la mano por todas partes, becarias incluidas. Y con lo que han tenido de él, tienen bastante. Fue el segundo error táctico en el campo de Hillary: creían que tener un ex presidente popular, simpático, en sus filas, iba a ser una ventaja. A la postre, ha resultado una de sus mayores desventajas. Que puede incluso ampliarse, caso de que ella desee aspirar a la vicepresidencia junto o Obama. Es un secreto a voces que a éste no le hace ninguna gracia tenerla en su ticket, no por ella, sino por saber que Bill viene en el lote. Y Bill es mucho Bill. Demasiado.
Aunque ya dicen que la política hace extraños compañeros de cama, en el sentido menos escabrosos de la frase, y Obama puede verse obligado a aceptarla como compañera. Su campaña electoral ha dejado al descubierto dos importantes puntos flacos: los obreros blancos y las mujeres de 40 a 60 años, a más de los hispanos. Muchos de ellos han manifestado su intención de votar a McCain si Hillary no es la candidata. Aunque sólo lo hagan un fragmento de ellos, significarán un importante hueco en el bloque demócrata. La forma más rápida y eficaz de retenerlos es con Hillary como compañera. Pero, ya digo, hay que limar muchas aristas y dejar en claro muchas cosas antes de que ese que llaman «ticket ideal» cristalice en algo definitivo.
En cuanto a la posibilidad de que McCain aproveche el forcejeo de sus rivales para alzarse con la victoria, teóricamente es posible. En la práctica, ya es otra cosa. Se lo voy a explicar con lo que me dijo un vecino, corredor de bolsa, la otra mañana en el ascensor: «Por primera vez en mi vida, voy a votar demócrata». El hartazgo con Bush es tal que todo lo que huela a él, aunque sea indirectamente, se rechaza.
Nada de lo dicho significa que Obama lo tenga fácil de aquí en adelante. Incluso puede decirse que sólo haya empezado su vía crucis, pues lo que le espera es para echarse a temblar. Un déficit astronómico, una guerra que no puede ganarse, pero tampoco debe perderse, un desprestigio en todo el mundo, unas infraestructuras deterioradas y nuevas potencias, China, India, emergiendo en el escenario mundial, es como para echarse a temblar. Y no sólo él, sino el mundo, ya que Obama, aparte de su carisma, que indudablemente lo tiene, es una completa incógnita. Dice que hay que cambiar, pero no nos ha dicho ni cómo ni hacia donde. Anuncia una nueva forma de hacer política, pero sin concretar qué política va a ser esa. Predica fortaleza y flexibilidad al mismo tiempo, sin explicarnos cómo va a conjugarlas.
Pero los norteamericanos, al menos la mayoría, se lo han comprado. Puede que piensen que para resolver sus enormes problemas, para adaptarse al mundo que ha emergido tras la guerra fría, se necesite un cambio radical, un replanteamiento de todos los esquemas. Y esto lo hará siempre mejor alguien que pertenece a dos razas, que ha pasado su vida en tres continentes, que ha tenido contacto con tres religiones. Si se busca alguien con esas características, Barack Obama las cumple mejor que nadie. Naturalmente es un experimento. Que puede salir mal. Pero los norteamericanos nunca han tenido miedo a los experimentos.
Vienen ensayándolos desde que inventaron su nación. En cuanto a Hillary, le queda el consuelo de habersido la primera mujer que tuvo una posibilidad real de ser presidenta de los Estados Unidos. Y la certeza de que no dentro de mucho, una lo será. Será posiblemente demócrata, tendrá experiencia en el gobierno o en la gran empresa. Será lo suficiente madura para ser ya «posfeminista» (al estilo que Obama es «posracial») y lo suficiente joven para tener hijos en la escuela. Vestirá pantalones y tendrá tanta firmeza como cualquier hombre. O sea, será como Hillary, que es la que ha abierto ese camino. Pero, como dijo Kennedy, la vida es injusta.
No puedo resistir la tentación de una reflexión final que empalma con mi prólogo: ¡qué diferencia con nuestro país, donde los líderes, de derecha e izquierda, demócratas y totalitarios, competentes e incompetentes, se eternizan en el cargo, y son expulsados de él, no porque sus rivales sean mejores, sino por sus propios errores!
SE me ocurre que la mejor forma de explicar la victoria de Barack Obama, un completo desconocido al comenzar las primarias, sobre Hillary Clinton, que las empezó como favorita, es recurrir a las diferencias entre Estados Unidos y España. Kant llamaba al nuestro «el país de los antepasados», y pese a los grandes cambios externos que ha habido en él en los últimos tiempos, su esencia continúa inalterable. Seguimos prefiriendo el ayer al mañana, nos gusta librar una y otra vez las mismas batallas y debatir temas mil veces debatidos, sin llegar a ninguna conclusión. Mientras Estados Unidos es «el país de los nietos». Cientos de millones de personas llegaron allí en los tres últimos siglos desde los rincones más alejados del planeta, pobres en su inmensa mayoría, con un sueño: que sus hijos y nietos tuviesen una vida mejor que la suya. Y lo han conseguido en uno de los experimentos más exitosos de la especie humana, convirtiendo de paso su país en la primera potencia militar, científica, económica, aunque ello conlleva una carga, que empieza a ser aplastante. Pero ese es otro asunto.
Lo que quería advertirles con este prefacio era que si los cambios en España suelen ser para que todo quede, más o menos, lo mismo, los cambios en Estados Unidos son tan reales como periódicos. El futurismo que encierra «the american way of life», la forma americana de vida, obliga a un constante mudar, a una renovación permanente en todos los planos de la vida, la política incluida. En mis cuarenta años en aquel país he conocido por lo menos cuatro Américas, la de Vietnam, la del Watergate, la de Reagan, la de Clinton, completamente distintas, aunque todas ellas ensanchando el horizonte político y cultural. La catastrófica gestión de Bush hijo, ha precipitado un cambio de aún mayores dimensiones. No basta ya cambiar de una administración republicana a otra demócrata. Hay que dar un salto cuántico, que sitúe el país en el marco del siglo XXI, con otros problemas, otros actores y otras soluciones. Y han sido los demócratas, obligatoriamente al encontrarse en la oposición, quienes se han decidido a dar ese giro copernicano, dejando como finalistas de su candidatura a la presidencia una mujer y un negro, cosa impensable hace sólo unos años. Y el ganador ha sido el negro, algo aún más inimaginable. Y lo han elegido por la razón que les apuntaba al principio: porque Obama supo captar desde el comienzo el ánimo del país mejor que su rival. Su lema en esta campaña ha sido «el cambio». Y cuando los norteamericanos quieren cambiar, quieren hacerlo de verdad, no un sucedáneo, ni un eslogan. Hillary representaba también un cambio. La primera mujer presidenta no es una nimiedad. Pero Hillary cometió el primer error grave al elegir como lema de su campaña la «experiencia». Algo con olor de pasado, todo lo honorable que se quiera, pero que no era lo que los norteamericanos querían en esta hora. Ya hay bastantes hombres experimentados en Washington, y la estela que han dejado últimamente no es la mejor. Era algo nuevo de verdad lo que se pedía. Nuevo e ilusionante, que Hillary, una profesional de la política, no supo ver ni ofrecer.
Por si ello fuera poco, su triunfo significaría la vuelta de los Clinton a la Casa Blanca. La vuelta al ayer. O al anteayer. El continuismo en suma. Algo que provoca rechazo entre su pueblo, incluidos muchos demócratas. Ya han tenido bastante con ocho años de Bill. Fueron ocho años muy divertidos, con todo tipo de lances e incluso su herencia, sobre todo en el terreno económico, fue más que aceptable. Pero es un capítulo cerrado, que muy pocos desean volver a abrir. La razón principal es la apuntada: a los norteamericanos no les gustan los «revivals», los reencuentros.
El pasado, bien pasado está. Y conociendo a Bill Clinton saben que, de nuevo en la Casa Blanca, no se limitaría a ser el presidente consorte al estilo que lo fue el marido de Margaret Thatcher o lo es el de Ángela Merkel, del que ni siquiera conocemos el nombre, sino que trataría de meter la mano por todas partes, becarias incluidas. Y con lo que han tenido de él, tienen bastante. Fue el segundo error táctico en el campo de Hillary: creían que tener un ex presidente popular, simpático, en sus filas, iba a ser una ventaja. A la postre, ha resultado una de sus mayores desventajas. Que puede incluso ampliarse, caso de que ella desee aspirar a la vicepresidencia junto o Obama. Es un secreto a voces que a éste no le hace ninguna gracia tenerla en su ticket, no por ella, sino por saber que Bill viene en el lote. Y Bill es mucho Bill. Demasiado.
Aunque ya dicen que la política hace extraños compañeros de cama, en el sentido menos escabrosos de la frase, y Obama puede verse obligado a aceptarla como compañera. Su campaña electoral ha dejado al descubierto dos importantes puntos flacos: los obreros blancos y las mujeres de 40 a 60 años, a más de los hispanos. Muchos de ellos han manifestado su intención de votar a McCain si Hillary no es la candidata. Aunque sólo lo hagan un fragmento de ellos, significarán un importante hueco en el bloque demócrata. La forma más rápida y eficaz de retenerlos es con Hillary como compañera. Pero, ya digo, hay que limar muchas aristas y dejar en claro muchas cosas antes de que ese que llaman «ticket ideal» cristalice en algo definitivo.
En cuanto a la posibilidad de que McCain aproveche el forcejeo de sus rivales para alzarse con la victoria, teóricamente es posible. En la práctica, ya es otra cosa. Se lo voy a explicar con lo que me dijo un vecino, corredor de bolsa, la otra mañana en el ascensor: «Por primera vez en mi vida, voy a votar demócrata». El hartazgo con Bush es tal que todo lo que huela a él, aunque sea indirectamente, se rechaza.
Nada de lo dicho significa que Obama lo tenga fácil de aquí en adelante. Incluso puede decirse que sólo haya empezado su vía crucis, pues lo que le espera es para echarse a temblar. Un déficit astronómico, una guerra que no puede ganarse, pero tampoco debe perderse, un desprestigio en todo el mundo, unas infraestructuras deterioradas y nuevas potencias, China, India, emergiendo en el escenario mundial, es como para echarse a temblar. Y no sólo él, sino el mundo, ya que Obama, aparte de su carisma, que indudablemente lo tiene, es una completa incógnita. Dice que hay que cambiar, pero no nos ha dicho ni cómo ni hacia donde. Anuncia una nueva forma de hacer política, pero sin concretar qué política va a ser esa. Predica fortaleza y flexibilidad al mismo tiempo, sin explicarnos cómo va a conjugarlas.
Pero los norteamericanos, al menos la mayoría, se lo han comprado. Puede que piensen que para resolver sus enormes problemas, para adaptarse al mundo que ha emergido tras la guerra fría, se necesite un cambio radical, un replanteamiento de todos los esquemas. Y esto lo hará siempre mejor alguien que pertenece a dos razas, que ha pasado su vida en tres continentes, que ha tenido contacto con tres religiones. Si se busca alguien con esas características, Barack Obama las cumple mejor que nadie. Naturalmente es un experimento. Que puede salir mal. Pero los norteamericanos nunca han tenido miedo a los experimentos.
Vienen ensayándolos desde que inventaron su nación. En cuanto a Hillary, le queda el consuelo de habersido la primera mujer que tuvo una posibilidad real de ser presidenta de los Estados Unidos. Y la certeza de que no dentro de mucho, una lo será. Será posiblemente demócrata, tendrá experiencia en el gobierno o en la gran empresa. Será lo suficiente madura para ser ya «posfeminista» (al estilo que Obama es «posracial») y lo suficiente joven para tener hijos en la escuela. Vestirá pantalones y tendrá tanta firmeza como cualquier hombre. O sea, será como Hillary, que es la que ha abierto ese camino. Pero, como dijo Kennedy, la vida es injusta.
No puedo resistir la tentación de una reflexión final que empalma con mi prólogo: ¡qué diferencia con nuestro país, donde los líderes, de derecha e izquierda, demócratas y totalitarios, competentes e incompetentes, se eternizan en el cargo, y son expulsados de él, no porque sus rivales sean mejores, sino por sus propios errores!
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