Por Julio Zarco Rodríguez, presidente de la Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (EL PAÍS, 20/11/07):
El concepto de salud es consustancial a lo que entendemos por Estado de bienestar. No existen sociedades desarrolladas en las que la salud, al igual que la educación, no centre todas las políticas del Estado. Más de 30 años han pasado desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) realizó una declaración en la que por primera vez se da protagonismo a la salud de los ciudadanos no sólo como concepto físico, sino también psíquico y social. La llamada Declaración de Alma Ata perseguía la utopía de entrar en el nuevo milenio con un nivel de salud poblacional marcado por la excelencia, y los países occidentales comenzaron a generar políticas de prevención y promoción de la salud, encaminadas a reducir la morbimortalidad de múltiples patologías y conseguir una sociedad sana.
Entre las estrategias y herramientas generadas figuraba el impulso de una red de atención primaria resolutiva, capaz de solucionar la mayoría de los problemas de los ciudadanos, técnicamente cualificada, cercana al individuo y su familia, y sostenible económicamente. Se pretendía inyectar salud en el tejido social, convirtiendo la atención primaria en puerta de entrada y salida del sistema sanitario. Las políticas de educación sanitaria generarían un ciudadano más autónomo y con mayor calidad de vida, todo ello en la creencia de que los países con una red de atención primaria sólida y estructurada poseerían un mayor nivel de salud global y de bienestar. De esta suerte, la salud sería el eje central de las políticas de Estado y la atención primaria se convertiría en la herramienta más útil.
En España asistíamos a una importante reforma sanitaria, con una Ley General de Sanidad que facilitó el desarrollo de la atención primaria, con la creación de la especialidad de medicina familiar y comunitaria, que a través de un riguroso programa docente formaría a los futuros proveedores de salud del sistema, y la creación de los centros de salud en torno a equipos multidisciplinares de profesionales sanitarios. En la década de 1980 la utopía parecía estar más cerca. Sin lugar a dudas, la reforma sanitaria, junto a la Ley General de Sanidad y el desarrollo formativo y organizativo de los profesionales, han sido grandes logros. Sin embargo, pasamos el dintel del milenio, y la utopía de la OMS aún está lejana por varios motivos, algunos sociodemográficos y otros de carácter político y profesional.
Con respecto a los primeros, parece evidente que la globalización del planeta y la política de fronteras favorecen la emigración de grandes grupos humanos desde los países menos desarrollados, y que además asistimos a un cambio de las estructuras familiares y sociales. Por lo que se refiere a los motivos políticos que llevan a un estancamiento de las políticas sanitarias, destaca la escasa financiación que la atención primaria de salud ha recibido desde sus orígenes. Las políticas de Estado se dirigen, de manera contemplativa y protectora, al desarrollo e investigación de la medicina hospitalaria, dejando infradotada a la atención primaria, tanto económica como estructuralmente. En ocasiones, las inversiones no alcanzan el 20% del presupuesto sanitario. Este déficit acarrea una disfunción del sistema y cierta desconfianza de los ciudadanos y de los profesionales sanitarios sobre unas políticas que demagógicamente contemplan la salud de los ciudadanos como una prioridad, pero no incentivan las estrategias y capacidades de la atención primaria, que son las que nos acercarían de la forma más eficiente a la utopía de salud.
Por último, los profesionales de atención primaria, asisten a una situación de devaluación de su profesión que está llevando a una disminución alarmante del número de médicos en este ámbito asistencial, y a un desgaste profesional considerable. Es paradójico que teniendo excelentes profesionales médicos y con un excelente nivel de compromiso social y de sostenibilidad del sistema, tengamos también los mayores niveles de devaluación y descrédito social del médico de atención primaria en la Unión Europea, y lo que aún es peor, una total falta de liderazgo para catalizar las transformaciones sociosanitarias. Ello es en parte fruto de una involución legislativa y conceptual y de una cierta laxitud profesional matizada por el estado de indefensión de los profesionales.
El eje de los sistemas sanitarios es el ciudadano, y es él, a través de la vertebración de la sociedad civil, el que debe generar los cambios necesarios para obtener la sanidad que necesita. No son los políticos ni los profesionales sanitarios quienes deben hacer esta labor que lleva implícitas grandes transformaciones y un cambio de paradigma. En este giro copernicano deben ser los médicos de atención primaria los que, de la mano del ciudadano, ayuden a la vertebración del sistema sanitario, sin detrimento de la atención hospitalaria.
La atención primaria debe ser eje y meta de las políticas sanitarias. Para ello, el modelo organizativo sanitario, y en especial el de atención primaria, debe cambiar y amoldarse a los cambios sociodemográficos señalados. Por ello, debe ser el médico, a través de una revitalización de los valores profesionales, de la ética en sus procedimientos y de su capacidad de liderazgo, el que remueva las estructuras políticas para ofertar una sanidad del siglo XXI a una sociedad moderna y plural.
El marco legislativo y organizativo debe adaptarse a la realidad social, los políticos y legisladores deben facilitar un nuevo desarrollo del escenario sociosanitario, y los profesionales deben actualizar su compromiso a través de un nuevo contrato social que les vincule más al ciudadano y les libere de la estructura funcionarial de la Administración. Los médicos nos debemos a nuestros pacientes, y es a ellos a quienes tenemos que rendir cuentas, dentro de un marco institucional leal y económicamente sostenible. El médico cordobés Maimónides decía que “la medicina es ciencia, arte y ante todo un compromiso personal”; hoy tendríamos que hablar de “compromiso social” que nos llevará al encuentro de la utopía nunca alcanzada.
El concepto de salud es consustancial a lo que entendemos por Estado de bienestar. No existen sociedades desarrolladas en las que la salud, al igual que la educación, no centre todas las políticas del Estado. Más de 30 años han pasado desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) realizó una declaración en la que por primera vez se da protagonismo a la salud de los ciudadanos no sólo como concepto físico, sino también psíquico y social. La llamada Declaración de Alma Ata perseguía la utopía de entrar en el nuevo milenio con un nivel de salud poblacional marcado por la excelencia, y los países occidentales comenzaron a generar políticas de prevención y promoción de la salud, encaminadas a reducir la morbimortalidad de múltiples patologías y conseguir una sociedad sana.
Entre las estrategias y herramientas generadas figuraba el impulso de una red de atención primaria resolutiva, capaz de solucionar la mayoría de los problemas de los ciudadanos, técnicamente cualificada, cercana al individuo y su familia, y sostenible económicamente. Se pretendía inyectar salud en el tejido social, convirtiendo la atención primaria en puerta de entrada y salida del sistema sanitario. Las políticas de educación sanitaria generarían un ciudadano más autónomo y con mayor calidad de vida, todo ello en la creencia de que los países con una red de atención primaria sólida y estructurada poseerían un mayor nivel de salud global y de bienestar. De esta suerte, la salud sería el eje central de las políticas de Estado y la atención primaria se convertiría en la herramienta más útil.
En España asistíamos a una importante reforma sanitaria, con una Ley General de Sanidad que facilitó el desarrollo de la atención primaria, con la creación de la especialidad de medicina familiar y comunitaria, que a través de un riguroso programa docente formaría a los futuros proveedores de salud del sistema, y la creación de los centros de salud en torno a equipos multidisciplinares de profesionales sanitarios. En la década de 1980 la utopía parecía estar más cerca. Sin lugar a dudas, la reforma sanitaria, junto a la Ley General de Sanidad y el desarrollo formativo y organizativo de los profesionales, han sido grandes logros. Sin embargo, pasamos el dintel del milenio, y la utopía de la OMS aún está lejana por varios motivos, algunos sociodemográficos y otros de carácter político y profesional.
Con respecto a los primeros, parece evidente que la globalización del planeta y la política de fronteras favorecen la emigración de grandes grupos humanos desde los países menos desarrollados, y que además asistimos a un cambio de las estructuras familiares y sociales. Por lo que se refiere a los motivos políticos que llevan a un estancamiento de las políticas sanitarias, destaca la escasa financiación que la atención primaria de salud ha recibido desde sus orígenes. Las políticas de Estado se dirigen, de manera contemplativa y protectora, al desarrollo e investigación de la medicina hospitalaria, dejando infradotada a la atención primaria, tanto económica como estructuralmente. En ocasiones, las inversiones no alcanzan el 20% del presupuesto sanitario. Este déficit acarrea una disfunción del sistema y cierta desconfianza de los ciudadanos y de los profesionales sanitarios sobre unas políticas que demagógicamente contemplan la salud de los ciudadanos como una prioridad, pero no incentivan las estrategias y capacidades de la atención primaria, que son las que nos acercarían de la forma más eficiente a la utopía de salud.
Por último, los profesionales de atención primaria, asisten a una situación de devaluación de su profesión que está llevando a una disminución alarmante del número de médicos en este ámbito asistencial, y a un desgaste profesional considerable. Es paradójico que teniendo excelentes profesionales médicos y con un excelente nivel de compromiso social y de sostenibilidad del sistema, tengamos también los mayores niveles de devaluación y descrédito social del médico de atención primaria en la Unión Europea, y lo que aún es peor, una total falta de liderazgo para catalizar las transformaciones sociosanitarias. Ello es en parte fruto de una involución legislativa y conceptual y de una cierta laxitud profesional matizada por el estado de indefensión de los profesionales.
El eje de los sistemas sanitarios es el ciudadano, y es él, a través de la vertebración de la sociedad civil, el que debe generar los cambios necesarios para obtener la sanidad que necesita. No son los políticos ni los profesionales sanitarios quienes deben hacer esta labor que lleva implícitas grandes transformaciones y un cambio de paradigma. En este giro copernicano deben ser los médicos de atención primaria los que, de la mano del ciudadano, ayuden a la vertebración del sistema sanitario, sin detrimento de la atención hospitalaria.
La atención primaria debe ser eje y meta de las políticas sanitarias. Para ello, el modelo organizativo sanitario, y en especial el de atención primaria, debe cambiar y amoldarse a los cambios sociodemográficos señalados. Por ello, debe ser el médico, a través de una revitalización de los valores profesionales, de la ética en sus procedimientos y de su capacidad de liderazgo, el que remueva las estructuras políticas para ofertar una sanidad del siglo XXI a una sociedad moderna y plural.
El marco legislativo y organizativo debe adaptarse a la realidad social, los políticos y legisladores deben facilitar un nuevo desarrollo del escenario sociosanitario, y los profesionales deben actualizar su compromiso a través de un nuevo contrato social que les vincule más al ciudadano y les libere de la estructura funcionarial de la Administración. Los médicos nos debemos a nuestros pacientes, y es a ellos a quienes tenemos que rendir cuentas, dentro de un marco institucional leal y económicamente sostenible. El médico cordobés Maimónides decía que “la medicina es ciencia, arte y ante todo un compromiso personal”; hoy tendríamos que hablar de “compromiso social” que nos llevará al encuentro de la utopía nunca alcanzada.
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