Por Alfonso S. Palomares, periodista (EL PERIÓDICO, 30/01/08):
En Madrid y en Roma se han desarrollado dos ceremonias mayores de la confrontación entre la jerarquía católica y el mundo laico. Dos ceremonias diametralmente opuestas, pero que se encuadran dentro del difícil marco para la cohabitación entre los principios de la laicidad, negados con vehemencia por la jerarquía católica cuando afecta a cuestiones altamente sensibles, desde el punto de vista ético, que tienen relación con los derechos civiles de los ciudadanos.
La de la plaza de Colón de Madrid tuvo un sabor medieval en su liturgia de kirieleysones y toques de posmodernidad en la tecnología que permitió la presencia virtual del papa Ratzinger. Ese toque de medievalismo escénico, puesto en relieve por la decoración y los ropajes de los principales oficiantes, acentuó al tono de apocalipsis now que llevaban los discursos de los cardenales que hicieron uso de la palabra.
UNO DE ELLOS, el de Valencia, preconizó el fin de la democracia como consecuencia de las leyes aprobadas por el Parlamento sobre el divorcio, el aborto, los matrimonios gay o la Educación para la Ciudadanía. En aras de la libertad de expresión, que ahora invocan, y en la que los demócratas creen, ellos tienen todo el derecho a manifestarse y a decir lo que les venga en gana. No se trata de eso. Pero, si salen a la plaza predicando verdades absolutas como fuente primaria de todo el sistema legal, es lógico que se les responda desde el relativismo posteológico que las leyes se hacen desde la voluntad de los ciudadanos y no pueden derivarse de las revelaciones divinas, porque vivimos en un Estado laico y no en una dictadura teocrática.
Predican que su reino no es de este mundo, pero quieren inspirar y condicionar todas las leyes de nuestro reino. Pueden creer que la vida eterna es la que le da pleno sentido a esta vida. Como otros pueden sostener que esta vida tiene sentido por sí misma o incluso que la vida tiene ribetes de absurdo. Albert Camus llegó a decir que creer en la otra vida es vaciar esta de sentido. Suya es aquella frase: “Dejemos el cielo para los ángeles y los gorriones, nosotros nos conformamos con los gozos de esta vida pasajera”.
Aquí nadie le pone cortapisas a la Iglesia para que predique y defienda sus dogmas, sus principios éticos y morales y, por supuesto, para que exija a sus fieles su cumplimiento, pero lo que no puede es imponer al Estado que legisle según sus principios. Es más, creo que no hay país en el que la Iglesia católica tenga tantas prerrogativas como en las tierras de este reino. Zapatero podría ofrecerle al secretario de Estado del Vaticano lo que en una ocasión Felipe González le ofreció al hábil e inteligente monseñor Casaroli al decirle que buscara un modelo de relación Iglesia-Estado que estuviera vigente en cualquiera de los muchos de que disponía el Vaticano con diferentes países, y, si encontraba alguno que en su conjunto fuera más satisfactorio para la Iglesia que el que nos afectaba, que no dudara en comunicárselo para iniciar las negociaciones de sustitución. González, cuando recuerda este encuentro, siempre añade: “Nunca tuve ninguna propuesta”.
LOS PASOS que nuestra sociedad fue dando por los caminos de la libertad y los derechos individuales siempre se encontraron con la oposición intransigente de la estructura eclesial apoyándose en los sectores políticos de la derecha profunda y radical. La elaboración de la primera ley del divorcio estuvo rodeada de un enorme griterío: algunos obispos y políticos como Álvarez-Cascos sostenían que era el fin de la familia, pero curiosamente muchos impulsores de esa ley no la han utilizado nunca y, en cambio, Cascos fue un usuario exhibicionista.
La religión en la enseñanza es uno de sus caballos de batalla: no quieren adoctrinamientos, pero exigen que el Estado pague la enseñanza de sus dogmas. Se rasgan las vestiduras porque se ha despenalizado el aborto en tres supuestos y consideran el matrimonio entre homosexuales como el tsunami más perverso que han visto los siglos.
Lo de Roma fue diferente y tuvo como protagonista al mismísimo papa Benedicto XVI. Invitado por el rector de la Universidad La Sapienza de Roma para pronunciar la conferencia de inauguración del curso, tuvo que suspender su intervención ante la protesta de varios profesores y alumnos de la Facultad de Físicas, protesta que se empezaba a extender como una mancha de aceite por las otras facultades y amenazaba con una confrontación imprevisible. La pugna dia- léctica sigue.
LA SUSTANCIA del debate es que el Papa tiene derecho a hablar y toda la libertad de expresión, pero que en una universidad podría sonar la lección inaugural como un programa ideológico del curso. También en los sectores laicos italianos hay un malestar por lo que consideran una presencia asfixiante de la Iglesia sobre la política y la sociedad.
La cohabitación del laicismo con las estructuras de una creencia de verdades absolutas e inmutables no es fácil. Y resulta más difícil cuando se trata de poder, porque en ocasiones, la jerarquía eclesial lo que defiende, escudándose en las verdades reveladas, son espacios de poder. Defiende el poder de la púrpura y los armiños, para que los armiños y la púrpura no parezcan disfraces de carnaval.
En Madrid y en Roma se han desarrollado dos ceremonias mayores de la confrontación entre la jerarquía católica y el mundo laico. Dos ceremonias diametralmente opuestas, pero que se encuadran dentro del difícil marco para la cohabitación entre los principios de la laicidad, negados con vehemencia por la jerarquía católica cuando afecta a cuestiones altamente sensibles, desde el punto de vista ético, que tienen relación con los derechos civiles de los ciudadanos.
La de la plaza de Colón de Madrid tuvo un sabor medieval en su liturgia de kirieleysones y toques de posmodernidad en la tecnología que permitió la presencia virtual del papa Ratzinger. Ese toque de medievalismo escénico, puesto en relieve por la decoración y los ropajes de los principales oficiantes, acentuó al tono de apocalipsis now que llevaban los discursos de los cardenales que hicieron uso de la palabra.
UNO DE ELLOS, el de Valencia, preconizó el fin de la democracia como consecuencia de las leyes aprobadas por el Parlamento sobre el divorcio, el aborto, los matrimonios gay o la Educación para la Ciudadanía. En aras de la libertad de expresión, que ahora invocan, y en la que los demócratas creen, ellos tienen todo el derecho a manifestarse y a decir lo que les venga en gana. No se trata de eso. Pero, si salen a la plaza predicando verdades absolutas como fuente primaria de todo el sistema legal, es lógico que se les responda desde el relativismo posteológico que las leyes se hacen desde la voluntad de los ciudadanos y no pueden derivarse de las revelaciones divinas, porque vivimos en un Estado laico y no en una dictadura teocrática.
Predican que su reino no es de este mundo, pero quieren inspirar y condicionar todas las leyes de nuestro reino. Pueden creer que la vida eterna es la que le da pleno sentido a esta vida. Como otros pueden sostener que esta vida tiene sentido por sí misma o incluso que la vida tiene ribetes de absurdo. Albert Camus llegó a decir que creer en la otra vida es vaciar esta de sentido. Suya es aquella frase: “Dejemos el cielo para los ángeles y los gorriones, nosotros nos conformamos con los gozos de esta vida pasajera”.
Aquí nadie le pone cortapisas a la Iglesia para que predique y defienda sus dogmas, sus principios éticos y morales y, por supuesto, para que exija a sus fieles su cumplimiento, pero lo que no puede es imponer al Estado que legisle según sus principios. Es más, creo que no hay país en el que la Iglesia católica tenga tantas prerrogativas como en las tierras de este reino. Zapatero podría ofrecerle al secretario de Estado del Vaticano lo que en una ocasión Felipe González le ofreció al hábil e inteligente monseñor Casaroli al decirle que buscara un modelo de relación Iglesia-Estado que estuviera vigente en cualquiera de los muchos de que disponía el Vaticano con diferentes países, y, si encontraba alguno que en su conjunto fuera más satisfactorio para la Iglesia que el que nos afectaba, que no dudara en comunicárselo para iniciar las negociaciones de sustitución. González, cuando recuerda este encuentro, siempre añade: “Nunca tuve ninguna propuesta”.
LOS PASOS que nuestra sociedad fue dando por los caminos de la libertad y los derechos individuales siempre se encontraron con la oposición intransigente de la estructura eclesial apoyándose en los sectores políticos de la derecha profunda y radical. La elaboración de la primera ley del divorcio estuvo rodeada de un enorme griterío: algunos obispos y políticos como Álvarez-Cascos sostenían que era el fin de la familia, pero curiosamente muchos impulsores de esa ley no la han utilizado nunca y, en cambio, Cascos fue un usuario exhibicionista.
La religión en la enseñanza es uno de sus caballos de batalla: no quieren adoctrinamientos, pero exigen que el Estado pague la enseñanza de sus dogmas. Se rasgan las vestiduras porque se ha despenalizado el aborto en tres supuestos y consideran el matrimonio entre homosexuales como el tsunami más perverso que han visto los siglos.
Lo de Roma fue diferente y tuvo como protagonista al mismísimo papa Benedicto XVI. Invitado por el rector de la Universidad La Sapienza de Roma para pronunciar la conferencia de inauguración del curso, tuvo que suspender su intervención ante la protesta de varios profesores y alumnos de la Facultad de Físicas, protesta que se empezaba a extender como una mancha de aceite por las otras facultades y amenazaba con una confrontación imprevisible. La pugna dia- léctica sigue.
LA SUSTANCIA del debate es que el Papa tiene derecho a hablar y toda la libertad de expresión, pero que en una universidad podría sonar la lección inaugural como un programa ideológico del curso. También en los sectores laicos italianos hay un malestar por lo que consideran una presencia asfixiante de la Iglesia sobre la política y la sociedad.
La cohabitación del laicismo con las estructuras de una creencia de verdades absolutas e inmutables no es fácil. Y resulta más difícil cuando se trata de poder, porque en ocasiones, la jerarquía eclesial lo que defiende, escudándose en las verdades reveladas, son espacios de poder. Defiende el poder de la púrpura y los armiños, para que los armiños y la púrpura no parezcan disfraces de carnaval.
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