Por Mário Soares, ex presidente y ex primer ministro de Portugal. Traducción de Carlos Gumpert (EL PAÍS, 17/11/07):
La aprobación del Tratado Reformador, llamado ahora Tratado de Lisboa, ha supuesto un éxito para el Gobierno portugués. A falta de que sea firmado y de que los 27 Estados lo refrenden luego, en sus Parlamentos nacionales o en referéndum popular, lo importante es que el acuerdo haya sido alcanzado y anunciado solemnemente. Es una ocasión, pues, para que los europeístas respiren hondo y digan: ¡por fin!
¿Por qué? Porque después del rechazo del Tratado Constitucional por los electorados francés y holandés -más por razones de política interna que por razones europeas-, la Unión Europea vivía en un impasse institucional, que alimentaba el escepticismo y podía llevar, de prolongarse, a la disgregación del propio proyecto europeo.
El Tratado de Lisboa no me satisface -tengo que decirlo, como europeísta convencido- ni en su letra, por ser confuso, ni en su espíritu, por ser equívoco en cuanto a la propia identidad europea. No ha acabado siendo sencillo y sucinto, como pretendía Sarkozy, y ni siquiera resulta claro en sus propósitos. Representa el compromiso posible en estos momentos entre europeístas y librecambistas.
Sin embargo, el Tratado de Lisboa supone un paso adelante en la institucionalización de una Europa unida -con un presidente y una voz en política exterior- y dotada de una Declaración de los Derechos Fundamentales con efectos vinculantes para los 27 Estados miembros de la Unión, excepto el Reino Unido, según parece. No es aún la Europa de los ciudadanos, pero hacia ella nos encaminamos. Así lo espero.
En cualquier caso, el Tratado de Lisboa no debe ser visto como un punto de llegada en la construcción europea. Es más bien un punto de partida, un nuevo arranque, como desea Jacques Delors, hacia una Europa política, social y ambiental, con una economía sostenida y unas estructuras institucionales coherentes que puedan hacer de la Unión, tal y como resulta necesario, un socio global con peso y coherencia, en este mundo globalizado, multipolar, incierto e inseguro en el que vivimos.
¿Cómo pueden superarse las contradicciones entre los 27 Estados miembros, entre los europeos que aspiran a una Europa supranacional -porque ningún Estado europeo posee por sí mismo la fuerza y las dimensiones suficientes para contar en el mundo de hoy, ni siquiera Alemania- y los que se quedarían satisfechos, al tener otros proyectos nacionales, como el Reino Unido, con una Unión que se limite a ser una amplia zona de libre comercio?
A mi modo de ver, sólo hay una manera y ya lo he escrito en este periódico: insistiendo en la fórmula de las cooperaciones reforzadas. Los ejemplos de Schengen y del euro resultan claros y concluyentes.
Quien se niegue a concebir Europa como una unión política, social y ambiental, pues que se quede como está. Pero que no impida a los otros Estados miembros, que suponen una abrumadora mayoría, el avanzar en tal sentido. Una Europa que posea un proyecto coherente de paz, de solidaridad en relación con las zonas más pobres del mundo y que sea una referencia y un faro para el resto del planeta, por el modelo social que representa, por el bienestar del que gozan sus conciudadanos, por su respeto a la naturaleza y los derechos humanos, por su aceptación del otro, por la justicia que promueve, por su laicidad dentro del respeto a todas las religiones y a los no creyentes, por la integración como ciudadanos y por la dignidad de los inmigrantes que en ella se esfuerzan y para la que trabajan.
No se trata de una utopía. Otras etapas en el camino común parecían irrealizables y, sin embargo, se han podido alcanzar.
A Europa le hacen falta responsables políticos dotados de valentía, de sentido de los grandes valores y las causas nobles y de audacia. Que sean capaces de innovar, que consideren que un mundo en proceso de acelerado cambio no resulta compatible con una Unión Europea que no contemple más que su propio ombligo o se empecine tan sólo en comportamientos burocráticos y rutinarios. Es preciso ser osados. Saber escuchar la voz de otros continentes. Y abandonar lo que ya esté viejo y gastado.
Por esta razón me ha parecido tan insólita e insensata la idea de proponer a Tony Blair como presidente de Europa. No a causa de su inteligencia o de su capacidad, sino por su pasado de fiel aliado de Bush, cuando empujó a Occidente, en la vergonzosa Cumbre de las Azores, al profundo descrédito que supuso la invasión de Irak y lo que se vino a llamar “guerra contra el terrorismo”. Un fracaso total. Y eso sin mencionar que de ello se derivaron unas consecuencias que están a punto de situar al mundo, en palabras de Bush cuando amenaza a Irán, en “vísperas de una tercera guerra mundial”. Qué terrible insensatez.
Blair, en la presidencia de la Unión Europea, dado lo muy reticente que ha sido en cuanto al proyecto europeo -y sigue siéndolo-, supondría un nuevo descrédito para los políticos europeos que lo propusieran. Pero eso sería lo de menos. Lo peor sería el auténtico retroceso histórico que de ello se derivaría para la construcción europea.
La aprobación del Tratado Reformador, llamado ahora Tratado de Lisboa, ha supuesto un éxito para el Gobierno portugués. A falta de que sea firmado y de que los 27 Estados lo refrenden luego, en sus Parlamentos nacionales o en referéndum popular, lo importante es que el acuerdo haya sido alcanzado y anunciado solemnemente. Es una ocasión, pues, para que los europeístas respiren hondo y digan: ¡por fin!
¿Por qué? Porque después del rechazo del Tratado Constitucional por los electorados francés y holandés -más por razones de política interna que por razones europeas-, la Unión Europea vivía en un impasse institucional, que alimentaba el escepticismo y podía llevar, de prolongarse, a la disgregación del propio proyecto europeo.
El Tratado de Lisboa no me satisface -tengo que decirlo, como europeísta convencido- ni en su letra, por ser confuso, ni en su espíritu, por ser equívoco en cuanto a la propia identidad europea. No ha acabado siendo sencillo y sucinto, como pretendía Sarkozy, y ni siquiera resulta claro en sus propósitos. Representa el compromiso posible en estos momentos entre europeístas y librecambistas.
Sin embargo, el Tratado de Lisboa supone un paso adelante en la institucionalización de una Europa unida -con un presidente y una voz en política exterior- y dotada de una Declaración de los Derechos Fundamentales con efectos vinculantes para los 27 Estados miembros de la Unión, excepto el Reino Unido, según parece. No es aún la Europa de los ciudadanos, pero hacia ella nos encaminamos. Así lo espero.
En cualquier caso, el Tratado de Lisboa no debe ser visto como un punto de llegada en la construcción europea. Es más bien un punto de partida, un nuevo arranque, como desea Jacques Delors, hacia una Europa política, social y ambiental, con una economía sostenida y unas estructuras institucionales coherentes que puedan hacer de la Unión, tal y como resulta necesario, un socio global con peso y coherencia, en este mundo globalizado, multipolar, incierto e inseguro en el que vivimos.
¿Cómo pueden superarse las contradicciones entre los 27 Estados miembros, entre los europeos que aspiran a una Europa supranacional -porque ningún Estado europeo posee por sí mismo la fuerza y las dimensiones suficientes para contar en el mundo de hoy, ni siquiera Alemania- y los que se quedarían satisfechos, al tener otros proyectos nacionales, como el Reino Unido, con una Unión que se limite a ser una amplia zona de libre comercio?
A mi modo de ver, sólo hay una manera y ya lo he escrito en este periódico: insistiendo en la fórmula de las cooperaciones reforzadas. Los ejemplos de Schengen y del euro resultan claros y concluyentes.
Quien se niegue a concebir Europa como una unión política, social y ambiental, pues que se quede como está. Pero que no impida a los otros Estados miembros, que suponen una abrumadora mayoría, el avanzar en tal sentido. Una Europa que posea un proyecto coherente de paz, de solidaridad en relación con las zonas más pobres del mundo y que sea una referencia y un faro para el resto del planeta, por el modelo social que representa, por el bienestar del que gozan sus conciudadanos, por su respeto a la naturaleza y los derechos humanos, por su aceptación del otro, por la justicia que promueve, por su laicidad dentro del respeto a todas las religiones y a los no creyentes, por la integración como ciudadanos y por la dignidad de los inmigrantes que en ella se esfuerzan y para la que trabajan.
No se trata de una utopía. Otras etapas en el camino común parecían irrealizables y, sin embargo, se han podido alcanzar.
A Europa le hacen falta responsables políticos dotados de valentía, de sentido de los grandes valores y las causas nobles y de audacia. Que sean capaces de innovar, que consideren que un mundo en proceso de acelerado cambio no resulta compatible con una Unión Europea que no contemple más que su propio ombligo o se empecine tan sólo en comportamientos burocráticos y rutinarios. Es preciso ser osados. Saber escuchar la voz de otros continentes. Y abandonar lo que ya esté viejo y gastado.
Por esta razón me ha parecido tan insólita e insensata la idea de proponer a Tony Blair como presidente de Europa. No a causa de su inteligencia o de su capacidad, sino por su pasado de fiel aliado de Bush, cuando empujó a Occidente, en la vergonzosa Cumbre de las Azores, al profundo descrédito que supuso la invasión de Irak y lo que se vino a llamar “guerra contra el terrorismo”. Un fracaso total. Y eso sin mencionar que de ello se derivaron unas consecuencias que están a punto de situar al mundo, en palabras de Bush cuando amenaza a Irán, en “vísperas de una tercera guerra mundial”. Qué terrible insensatez.
Blair, en la presidencia de la Unión Europea, dado lo muy reticente que ha sido en cuanto al proyecto europeo -y sigue siéndolo-, supondría un nuevo descrédito para los políticos europeos que lo propusieran. Pero eso sería lo de menos. Lo peor sería el auténtico retroceso histórico que de ello se derivaría para la construcción europea.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario