Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 02/02/08):
La propuesta de Nicolas Sarkozy para enmendar la fallida Constitución europea se plasmó en el tratado de Lisboa del 13 de diciembre y sigue en proceso de ratificación parlamentaria por los Estados miembros para sustraerlo a las temidas veleidades de la opinión pública. Con ese procedimiento poco democrático, la Unión Europea (UE) se sintió aliviada y superó una doble y aguda crisis de crecimiento e identidad. Los euroescépticos se frotaron las manos con el triunfo de la geometría variable y el mínimo común denominador, mientras que los eurófilos maquillaron su enojo en aras del pragmatismo, diciendo que el ideal de la Europa unida siempre avanzó laboriosamente para conciliar los intereses contrapuestos.
Pese a las crisis repetidas, la historia de la empresa europea es la de un éxito incontestable. Sobrevivió a los dos factores que fueron decisivos en su gestación –contra el pasado alemán y el futuro soviético– y aprovechó la caída del comunismo para fijar sus objetivos a escala continental, desde el Vístula al Atlántico, y se embarcó en una ampliación poco meditada que hizo más azarosos los procesos de decisión. Con el tratado de Lisboa, la UE de los 27 cercenó su ambición para preservar una ficticia unanimidad, pero sin ahuyentar el fantasma de la disgregación.
EL PRECIO DEL ungüento mágico de Sarkozy entrañó un retroceso significativo en los objetivos federales, así como la apertura de nuevas incertidumbres estratégicas, en un ámbito cada día más abigarrado y conformista. El rompecabezas de Kosovo, la crisis económica, la negociación con Turquía y las tensiones con Estados Unidos y Rusia han puesto de relieve la exasperante indecisión de la maquinaria de Bruselas y las discrepancias entre las naciones llamadas a dirigir el proceso, pero enzarzadas en las sordas disputas que se derivan tanto del ideal anacrónico del directorio como de la realidad de la geometría variable.
El activismo desenfrenado de Sarkozy no ha podido mitigar la incoherencia de Francia, el abismo entre sus electores y la clase política, que se manifestó con crudeza en el rechazo de la Constitución europea por referendo, en mayo de 2005. Otra secuela de los acicates perentorios de Sarkozy es la parálisis de la locomotora comunitaria, el tándem franco-alemán. Cuando París trató de poner en marcha una indecisa unión mediterránea (Francia, España, Italia, Grecia), Bruselas demandó aclaraciones y Berlín puso el grito en el cielo ante lo que consideró un ataque velado contra la cohesión comunitaria.
El primer ministro británico, George Brown, cuyas credenciales europeas son más que dudosas, consiguió reunirse en Londres el pasado 29 de enero con el presidente Sarkozy, la cancillera Merkel y el primer ministro italiano, Romano Prodi, a los que se añadió en el último minuto, como convidado de piedra, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, para disimular el desaire tanto para la presidencia semestral de Eslovenia como para las instituciones comunitarias. La iniciativa resultó tanto más chocante por cuanto Gran Bretaña está fuera de la zona euro y el Banco de Inglaterra no tiene la servidumbre multilateral o los criterios del Banco Central Europeo. El desenlace fue decepcionante y ambiguo.
Los reunidos en Londres están políticamente debilitados. Brown, que llegó con tres horas de retraso a Lisboa el día de la firma del tratado, carece de la sensibilidad europea de su antecesor, Tony Blair, pese a los asaltos de los euroescépticos, laboristas y conservadores coligados, y las encuestas electorales le son muy desfavorables. Romano Prodi es un genuino cadáver político y Angela Merkel halla crecientes dificultades para preservar la gran coalición, mientras los franceses abrigan dudas sobre los éxitos del activismo presidencial.
Las iniciativas de Sarkozy, luego de haber precipitado un tratado de mínimos, suscitan más reticencias que aplausos. La desconfianza aumenta cuando se infiere que la unión mediterránea es un artilugio para ofrecer una alternativa a Turquía o preservar los intereses en el Magreb. O cuando la prensa alemana denuncia que el envío de una fuerza de paz al Chad, para ayudar a las víctimas de la tragedia de Darfur, enmascara los intereses franceses en esa zona y la protección de los dictadores locales. Incita a la sospecha la oficina secreta del Elíseo que dirige la empresa neocolonial en África desde la época del general De Gaulle.
ANTE LA borrasca financiera que avanza por el Atlántico, la UE encuentra grandes escollos para adoptar una posición común, pese a que la política exterior de Francia no se define por su antagonismo frente a EEUU. La complejidad de la Europa de los 27 obliga a buscar nuevos recursos, como el de un presidente del Consejo Europeo por 30 meses, que figura en el tratado de Lisboa, para garantizar la continuidad y celeridad ante las crisis. Poco se adelantará, sin embargo, en cónclaves como el de Londres, que nos retrotraen a un directorio europeo de amargos recuerdos y confirmada inoperancia. “El método comunitario es preferible al intergubernamental para gestionar la Unión”, resumió uno de los marginados y acérrimo europeísta, el primer ministro belga, Guy Verhofstadt.
La propuesta de Nicolas Sarkozy para enmendar la fallida Constitución europea se plasmó en el tratado de Lisboa del 13 de diciembre y sigue en proceso de ratificación parlamentaria por los Estados miembros para sustraerlo a las temidas veleidades de la opinión pública. Con ese procedimiento poco democrático, la Unión Europea (UE) se sintió aliviada y superó una doble y aguda crisis de crecimiento e identidad. Los euroescépticos se frotaron las manos con el triunfo de la geometría variable y el mínimo común denominador, mientras que los eurófilos maquillaron su enojo en aras del pragmatismo, diciendo que el ideal de la Europa unida siempre avanzó laboriosamente para conciliar los intereses contrapuestos.
Pese a las crisis repetidas, la historia de la empresa europea es la de un éxito incontestable. Sobrevivió a los dos factores que fueron decisivos en su gestación –contra el pasado alemán y el futuro soviético– y aprovechó la caída del comunismo para fijar sus objetivos a escala continental, desde el Vístula al Atlántico, y se embarcó en una ampliación poco meditada que hizo más azarosos los procesos de decisión. Con el tratado de Lisboa, la UE de los 27 cercenó su ambición para preservar una ficticia unanimidad, pero sin ahuyentar el fantasma de la disgregación.
EL PRECIO DEL ungüento mágico de Sarkozy entrañó un retroceso significativo en los objetivos federales, así como la apertura de nuevas incertidumbres estratégicas, en un ámbito cada día más abigarrado y conformista. El rompecabezas de Kosovo, la crisis económica, la negociación con Turquía y las tensiones con Estados Unidos y Rusia han puesto de relieve la exasperante indecisión de la maquinaria de Bruselas y las discrepancias entre las naciones llamadas a dirigir el proceso, pero enzarzadas en las sordas disputas que se derivan tanto del ideal anacrónico del directorio como de la realidad de la geometría variable.
El activismo desenfrenado de Sarkozy no ha podido mitigar la incoherencia de Francia, el abismo entre sus electores y la clase política, que se manifestó con crudeza en el rechazo de la Constitución europea por referendo, en mayo de 2005. Otra secuela de los acicates perentorios de Sarkozy es la parálisis de la locomotora comunitaria, el tándem franco-alemán. Cuando París trató de poner en marcha una indecisa unión mediterránea (Francia, España, Italia, Grecia), Bruselas demandó aclaraciones y Berlín puso el grito en el cielo ante lo que consideró un ataque velado contra la cohesión comunitaria.
El primer ministro británico, George Brown, cuyas credenciales europeas son más que dudosas, consiguió reunirse en Londres el pasado 29 de enero con el presidente Sarkozy, la cancillera Merkel y el primer ministro italiano, Romano Prodi, a los que se añadió en el último minuto, como convidado de piedra, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, para disimular el desaire tanto para la presidencia semestral de Eslovenia como para las instituciones comunitarias. La iniciativa resultó tanto más chocante por cuanto Gran Bretaña está fuera de la zona euro y el Banco de Inglaterra no tiene la servidumbre multilateral o los criterios del Banco Central Europeo. El desenlace fue decepcionante y ambiguo.
Los reunidos en Londres están políticamente debilitados. Brown, que llegó con tres horas de retraso a Lisboa el día de la firma del tratado, carece de la sensibilidad europea de su antecesor, Tony Blair, pese a los asaltos de los euroescépticos, laboristas y conservadores coligados, y las encuestas electorales le son muy desfavorables. Romano Prodi es un genuino cadáver político y Angela Merkel halla crecientes dificultades para preservar la gran coalición, mientras los franceses abrigan dudas sobre los éxitos del activismo presidencial.
Las iniciativas de Sarkozy, luego de haber precipitado un tratado de mínimos, suscitan más reticencias que aplausos. La desconfianza aumenta cuando se infiere que la unión mediterránea es un artilugio para ofrecer una alternativa a Turquía o preservar los intereses en el Magreb. O cuando la prensa alemana denuncia que el envío de una fuerza de paz al Chad, para ayudar a las víctimas de la tragedia de Darfur, enmascara los intereses franceses en esa zona y la protección de los dictadores locales. Incita a la sospecha la oficina secreta del Elíseo que dirige la empresa neocolonial en África desde la época del general De Gaulle.
ANTE LA borrasca financiera que avanza por el Atlántico, la UE encuentra grandes escollos para adoptar una posición común, pese a que la política exterior de Francia no se define por su antagonismo frente a EEUU. La complejidad de la Europa de los 27 obliga a buscar nuevos recursos, como el de un presidente del Consejo Europeo por 30 meses, que figura en el tratado de Lisboa, para garantizar la continuidad y celeridad ante las crisis. Poco se adelantará, sin embargo, en cónclaves como el de Londres, que nos retrotraen a un directorio europeo de amargos recuerdos y confirmada inoperancia. “El método comunitario es preferible al intergubernamental para gestionar la Unión”, resumió uno de los marginados y acérrimo europeísta, el primer ministro belga, Guy Verhofstadt.
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