Por Juan Antonio Sagardoy Bengoechea, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (ABC, 08/11/07):
Decía Graciano en su Decreto, allá por el siglo XII, que «no corresponde al juez juzgar a las leyes sino según ellas». Frente a unos tiempos primitivos en que el juez era el soberano en la implantación de justicia, a partir de la Ilustración es la Ley la que define lo que es correcto o incorrecto o si se quiere lo que es lícito o ilícito, aunque no necesariamente lo que es justo o injusto ya que estos conceptos trascienden a la Ley; se pasó así del Derecho judicial al Derecho legislativo. Hoy como nos recuerda Alejandro Nieto, el Derecho judicial ha llegado a una relevancia extrema porque las relaciones sociales y políticas se han judicializado de un modo enorme, siendo EE.UU. el exponente máximo. En cuanto a las relaciones políticas dice agudamente el profesor Nieto, que «su inesperada y sospechosa judicialización es consecuencia de la lucha de partidos. Quienes pierden o saben de antemano que no pueden ganar en la arena política, se buscan una nueva oportunidad en el Foro judicial llevando a él cuestiones inequívocamente políticas que no deberían salir nunca de éste ámbito», y cuando cuestiones de índole eminentemente política son llevadas a la decisión de los jueces, se produce una dolorosa crujía en todo el esquema de distribución de poderes, y a que muy bien podrían contestar los jueces a la demanda planteada: «esa no es cuestión que yo deba dilucidar, por ser eminentemente de ámbito político, de decisión de gobierno y no tanto de ajuste o no a leyes establecidas». Pero los partidos políticos llevan a la arena judicial temas con los que no están de acuerdo, endosando a los jueces soluciones que ellos no podrían lograr en el ámbito político o parlamentario, contribuyendo con ello, sin duda, al descrédito judicial por el desgaste que para los jueces supone pronunciarse sobre tales temas.
La Ley tiene un carácter general que puede sufrir muy variadas interpretaciones a la hora de concretarse o aplicarse a un caso singular. Ahí surge la figura del juez que decide con un poder, que a veces resulta escalofriante, lo que ha de ser aplicado o no, lo que procede hacer o no hacer. En los casos civiles, mercantiles y laborales lo que está en juego es el patrimonio. En los casos penales la libertad y la vida y en lo contencioso-administrativo la legalidad de los casos, el poder en suma. Y ahí el juez, como árbitro supremo decide personal o colegiadamente con la única limitación o mejor, con la única guía: la Ley. Los jueces, dice el art. 117 de la Constitución, están «sometidos únicamente al imperio de la Ley». Ello lleva a veces a que se haga realidad ese tremendo axioma «fiat justitia sic pereat mundus» (hágase justicia así se hunda el mundo). Para evitarlo está el buen criterio del juez, su discrecionalidad, su prudencia en la aplicación de la ley que elimina el papel del juez como «autómata». El Derecho judicial es un Derecho humano, y por tanto no puede haber en la aplicación de la ley una sola solución, sino varias y, además, todas ellas acordes con la Ley, aunque interpretándola de modo diverso. Tanto en la cultura hebraica del Talmud, como en la justicia árabe del Cadí, y desde luego, en el Derecho romano se admitían varias soluciones correctas en la aplicación de la Ley.
Y ello es así porque quien juzga es un ser humano y como tal está sometido, lo crea así o no, a mil condicionantes culturales, políticos, biológicos, sociales y en definitiva ideológicos. Incluyendo las presiones externas, especialmente mediáticas, que se ejercen sobre los jueces. De ahí que ante casos idénticos se den soluciones dispares, con absoluta honestidad. Como dice Nieto, hay estudios empíricos de la jurisprudencia demostrando la parcialidad involuntaria de jueces reconocidamente honestos, porque por ejemplo, no se puede exigir a un católico fundamentalista que sea imparcial en un caso de aborto o a una feminista que lo sea en un caso de violencia doméstica. En ningún caso añadiría yo, pero es cierto que esos ejemplos que pone el profesor Nieto son muy ilustrativos. Pero cuando una determinada tendencia se mantiene permanentemente, se puede hablar ya de una actitud, de una predisposición, que sugiere la identificación de una tipología de jueces: jueces conservadores, liberales y progresistas.
Es muy frecuente por parte de los medios de comunicación etiquetar a los jueces como conservadores o progresistas, en un fallo en el que no se escucha al encausado sino que se le juzga, de modo inapelable, casi siempre de oídas porque no se fundamenta la opinión en datos constatables y constatados. Y en muchos casos se da un paso al frente y se cataloga al juez de extrema derecha! y nunca (a lo mejor no los hay) de extrema izquierda. Con ello, aparte del agravio que supone para el etiquetado al que no se ha oído, se llega a un maniqueísmo que contribuye notablemente al desprestigio de la justicia. Entre otras cosas porque ¿qué es progresista o conservador? Hay conservadores de valores y criterios que han de conservarse (como por ejemplo el amor a la familia o la lealtad) sin que ello suponga ser retrógrado y hay aplicaciones de progreso aparente, formal, que en el fondo es un retroceso en los valores de una sociedad sana.
Pero lo que puede predicarse individualmente de los jueces tiene su fundamento racional por tratarse de un ser humano condicionado por «su humanidad». Pero cuando, en los tribunales colegiados, la etiqueta se colectiviza y se hacen bloques de progresistas y conservadores, caemos en una profunda desazón. Por lo que sufre el Estado de Derecho y por el vilipendio que supone para los jueces «etiquetados» ¿Cómo puede afirmarse, con osadía sin igual, que un juez de un bloque va a votar así y el del otro bloque de modo distinto, antes de sentenciar? Es tremendo, para el juez sobre todo, que se le diga vía mediática lo que va a fallar de modo autómata, por ser progresista o conservador. Estoy seguro que los primeros asombrados serían los propios jueces y sería muy saludable que no una, sino, muchas veces, los pronósticos fallaran por el bien de todos.
Decía Graciano en su Decreto, allá por el siglo XII, que «no corresponde al juez juzgar a las leyes sino según ellas». Frente a unos tiempos primitivos en que el juez era el soberano en la implantación de justicia, a partir de la Ilustración es la Ley la que define lo que es correcto o incorrecto o si se quiere lo que es lícito o ilícito, aunque no necesariamente lo que es justo o injusto ya que estos conceptos trascienden a la Ley; se pasó así del Derecho judicial al Derecho legislativo. Hoy como nos recuerda Alejandro Nieto, el Derecho judicial ha llegado a una relevancia extrema porque las relaciones sociales y políticas se han judicializado de un modo enorme, siendo EE.UU. el exponente máximo. En cuanto a las relaciones políticas dice agudamente el profesor Nieto, que «su inesperada y sospechosa judicialización es consecuencia de la lucha de partidos. Quienes pierden o saben de antemano que no pueden ganar en la arena política, se buscan una nueva oportunidad en el Foro judicial llevando a él cuestiones inequívocamente políticas que no deberían salir nunca de éste ámbito», y cuando cuestiones de índole eminentemente política son llevadas a la decisión de los jueces, se produce una dolorosa crujía en todo el esquema de distribución de poderes, y a que muy bien podrían contestar los jueces a la demanda planteada: «esa no es cuestión que yo deba dilucidar, por ser eminentemente de ámbito político, de decisión de gobierno y no tanto de ajuste o no a leyes establecidas». Pero los partidos políticos llevan a la arena judicial temas con los que no están de acuerdo, endosando a los jueces soluciones que ellos no podrían lograr en el ámbito político o parlamentario, contribuyendo con ello, sin duda, al descrédito judicial por el desgaste que para los jueces supone pronunciarse sobre tales temas.
La Ley tiene un carácter general que puede sufrir muy variadas interpretaciones a la hora de concretarse o aplicarse a un caso singular. Ahí surge la figura del juez que decide con un poder, que a veces resulta escalofriante, lo que ha de ser aplicado o no, lo que procede hacer o no hacer. En los casos civiles, mercantiles y laborales lo que está en juego es el patrimonio. En los casos penales la libertad y la vida y en lo contencioso-administrativo la legalidad de los casos, el poder en suma. Y ahí el juez, como árbitro supremo decide personal o colegiadamente con la única limitación o mejor, con la única guía: la Ley. Los jueces, dice el art. 117 de la Constitución, están «sometidos únicamente al imperio de la Ley». Ello lleva a veces a que se haga realidad ese tremendo axioma «fiat justitia sic pereat mundus» (hágase justicia así se hunda el mundo). Para evitarlo está el buen criterio del juez, su discrecionalidad, su prudencia en la aplicación de la ley que elimina el papel del juez como «autómata». El Derecho judicial es un Derecho humano, y por tanto no puede haber en la aplicación de la ley una sola solución, sino varias y, además, todas ellas acordes con la Ley, aunque interpretándola de modo diverso. Tanto en la cultura hebraica del Talmud, como en la justicia árabe del Cadí, y desde luego, en el Derecho romano se admitían varias soluciones correctas en la aplicación de la Ley.
Y ello es así porque quien juzga es un ser humano y como tal está sometido, lo crea así o no, a mil condicionantes culturales, políticos, biológicos, sociales y en definitiva ideológicos. Incluyendo las presiones externas, especialmente mediáticas, que se ejercen sobre los jueces. De ahí que ante casos idénticos se den soluciones dispares, con absoluta honestidad. Como dice Nieto, hay estudios empíricos de la jurisprudencia demostrando la parcialidad involuntaria de jueces reconocidamente honestos, porque por ejemplo, no se puede exigir a un católico fundamentalista que sea imparcial en un caso de aborto o a una feminista que lo sea en un caso de violencia doméstica. En ningún caso añadiría yo, pero es cierto que esos ejemplos que pone el profesor Nieto son muy ilustrativos. Pero cuando una determinada tendencia se mantiene permanentemente, se puede hablar ya de una actitud, de una predisposición, que sugiere la identificación de una tipología de jueces: jueces conservadores, liberales y progresistas.
Es muy frecuente por parte de los medios de comunicación etiquetar a los jueces como conservadores o progresistas, en un fallo en el que no se escucha al encausado sino que se le juzga, de modo inapelable, casi siempre de oídas porque no se fundamenta la opinión en datos constatables y constatados. Y en muchos casos se da un paso al frente y se cataloga al juez de extrema derecha! y nunca (a lo mejor no los hay) de extrema izquierda. Con ello, aparte del agravio que supone para el etiquetado al que no se ha oído, se llega a un maniqueísmo que contribuye notablemente al desprestigio de la justicia. Entre otras cosas porque ¿qué es progresista o conservador? Hay conservadores de valores y criterios que han de conservarse (como por ejemplo el amor a la familia o la lealtad) sin que ello suponga ser retrógrado y hay aplicaciones de progreso aparente, formal, que en el fondo es un retroceso en los valores de una sociedad sana.
Pero lo que puede predicarse individualmente de los jueces tiene su fundamento racional por tratarse de un ser humano condicionado por «su humanidad». Pero cuando, en los tribunales colegiados, la etiqueta se colectiviza y se hacen bloques de progresistas y conservadores, caemos en una profunda desazón. Por lo que sufre el Estado de Derecho y por el vilipendio que supone para los jueces «etiquetados» ¿Cómo puede afirmarse, con osadía sin igual, que un juez de un bloque va a votar así y el del otro bloque de modo distinto, antes de sentenciar? Es tremendo, para el juez sobre todo, que se le diga vía mediática lo que va a fallar de modo autómata, por ser progresista o conservador. Estoy seguro que los primeros asombrados serían los propios jueces y sería muy saludable que no una, sino, muchas veces, los pronósticos fallaran por el bien de todos.
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