Por Antonio Elorza, catedrático de Ciencia Política (EL PAÍS, 25/01/08):
¿Por qué escribe usted Alá y no Dios como sería correcto en castellano? Fue la pregunta que me dirigió hace años un traductor. La respuesta era fácil y tiene sentido insistir en ella. Aun cuando tanto Alá como el Dios cristiano o el Yavé judaico sean deidades únicas, y exista un innegable vínculo entre ellas, la personalidad, los atributos, la significación para el creyente, en una palabra el contenido religioso, no es el mismo. El Dios cristiano es heredero de Yavé, como en gran medida lo es Alá. Pero no existe identidad entre los tres. Para empezar, desde que tardíamente es formulado el dogma, el primero responde a una compleja articulación trinitaria, inexistente en el dios del Antiguo Testamento, incluso luego diferenciada entre el cristianismo occidental y el oriental, mientras Alá, según explica Patricia Crone, procede de un dios tribal en un marco politeísta, del cual es extraído para asumir la posición excepcional propia de su antecesor judío. Ahora bien, el enlace es tan evidente que en la revelación coránica, cuyo emisor es Alá, se insertan pasajes y pasajes literalmente tomados del Pentateuco, y en particular la historia de Moisés, el gran precursor. Y esto no debe extrañar porque la profesión de fe (shahâda) tiene mucho que ver con otra profesión de fe anterior en un dios único, la de la secta samaritana: “No hay más dios que Uno y Moisés es su profeta”.
Las religiones tienden a cerrarse frente al exterior. Y sus propagandistas a crear cortinas de humo: hay la misma violencia en el Corán que en los Evangelios, nos engaña en este diario Tariq Ramadan. Es lógico: la validez del mensaje divino no debe verse afectado, piensa el creyente, por las opiniones humanas. Benedicto XVI, fiel a su vocación de combatiente por el monopolio eclesiástico del dogma, ha formulado ya la advertencia: el análisis racionalista vale como complemento; por si solo lleva a la catástrofe. También en el Islam, a pesar de venir de lejos los planteamientos que proponen un examen crítico que diferencie los distintos niveles del discurso coránico, subrayado incluso por integristas como Ibn Taymiyya, prevalece la actitud de fortaleza sitiada. Dios es el que es, y el contenido de su mensaje es inmutable. “¡Palabra de Dios!”, clamaba no hace mucho un portavoz del nuevo catolicismo ultra: “¡Te adoramos, Señor!”, deberá ser la respuesta unánime. No en vano, advierte Jan Assmann, el Dios uno del monoteísmo, versión mosaica, refleja en su condición de legislador todopoderoso la figura del monarca oriental, en concreto la del Faraón egipcio, contrafigura del poder divino tanto en la Biblia como en el Corán.
Lo explicó Jean Bottéro para el Dios bíblico: la personalidad divina es el resultado de un proceso histórico de elaboración, de una auténtica invención de Dios, cuyo conocimiento resulta imprescindible para la interpretación del mensaje religioso. Esto no significa pronunciarse acerca de la existencia o inexistencia de uno o varios dioses; sólo destaca que la percepción del creyente se limita al precipitado del God-building process. Y aun éste último dista de ser unívoco. Entre el Dios cristiano de las batallas de George Bush o del cardenal García Gasco y el de Hans Küng existen notables diferencias, y lo mismo sucede con el Dios musulmán de Shirin Ebadi o Mohamed Charfi, por una parte, y por otra el de Yusuf al-Qaradawi, el predicador de al-Yazira o Abdessalam Yassin, por no hablar de Ahmadinejad o al-Zawahiri. Tales variaciones pueden alcanzar enorme importancia. Pensemos en lo que representa respecto del Vaticano II y del propio Evangelio, a la postre desfigurado, la concepción autoritaria de extracción paulina que hoy pretende imponer a todos desde Roma Benedicto XVI.
Ante Dios, sus representantes en la tierra exigen silencio reverencial. La jerarquía eclesiástica tiene derecho a difundir “su magisterio”, nos dicen los defensores del acto del día 30 de diciembre; luego cualquier crítica es ilícita. Nadie exterior entre en nuestro recinto sagrado, claman los voceros del islamismo. Ellos en cambio sí interfieren en la vida pública, y con toda dureza. El citado Tariq Ramadan entró a saco contra la democracia convertida en “politiquería” que impuso en Francia la ley del velo, García Gasco anuncia ahora la degeneración de la democracia y de los derechos humanos, por los divorcios-exprés o el aborto, Ratzinger quebranta las formas al denunciar en una audiencia la “degradación” de Roma ante su alcalde, el democrático Veltroni, asociando ese no al supuesto malgobierno con el “derecho a la vida”. Y si la jerarquía cree no reunir fuerza suficiente, busca como aquí la ayuda en la movilización de masas aconsejada de una secta conocida por sus planteamientos apocalípticos, pintura detestable y gusto por el poder. Todo vale si la política democrática incomoda. Espíritu de Cruzada.
Asistimos, pues, a una inesperada convergencia de integrismos religiosos. Por fortuna, el católico no abriga propósitos de imponer un imperialismo bendecido por Dios, al modo de la concepción “evangélica” de Bush, y tampoco llama a la yihad, aun cuando sí busca la desestabilización de los regímenes de democracia laica que no atienden a sus exigencias de restricción de la libertad. Pero es que, claro, ya lo dijo el Papa, hay que partir de que “el poderoso (el diablo) tiene prisionero al hombre”. Curiosamente, al argumentar como hace en su última encíclica Spe salvi, sus observaciones pueden seguir otra línea, así al marcar los límites del progreso, e invocar la necesidad del amor, incluido el mundano, que en su relato se sostiene no sobre la institución sino sobre la entrega incondicionada: “homo absoluto indiget amore“. Por un momento, parece que estamos cerca del All you need is love! Benedicto XVI es un reaccionario inteligente, no un integrista como sus corifeos que aquí nos han tocado. Pero el resultado final es el mismo: sin la subordinación radical a Dios, y a la Iglesia que es su representante en la tierra, el hombre se pierde, lo mismo que el siervo de Alá si intenta pensar la justicia y la condición humana por cuenta propia. Sólo queda en pie “la palabra de Dios”.
La convergencia es peligrosa para todos. El principio de la soberanía de Dios, proclamado por Ratzinger e inspirado en el Antiguo Testamento, coincide con el mismo postulado en el islamismo. Para ambos, una concepción autónoma de la democracia, de la soberanía del hombre, no sometida a la religión, constituye un reto inaceptable contra la divinidad. La Iglesia, la umma, adquieren el derecho de ingerencia, más allá del círculo de los creyentes. En la visión islamista, toda pretensión de libertad individual pierde sentido ante la supremacía divina expresada en la máxima de “ordenar el bien y prohibir el mal”; cualquier creyente es instrumento de la represión contra quien vulnere la sharía.
El episodio de Barcelona nos muestra que tal actitud, fundida con la exigencia de combatir “la degeneración musulmana” inducida por Occidente, puede transformar en práctica terrorista el proselitismo pietista de un grupo como los tablighi . En su libro de cabecera, Faza’il-e-a’maal, la descripción de un mundo infernal justifica la acción disciplinada de los verdaderos creyentes, con el objeto de presionar a todos para un estricto cumplimiento de la sharía. Desde esos fines comunes, el tránsito de un grupo de integristas tablighi a la yihad resulta perfectamente explicable.
¿Por qué escribe usted Alá y no Dios como sería correcto en castellano? Fue la pregunta que me dirigió hace años un traductor. La respuesta era fácil y tiene sentido insistir en ella. Aun cuando tanto Alá como el Dios cristiano o el Yavé judaico sean deidades únicas, y exista un innegable vínculo entre ellas, la personalidad, los atributos, la significación para el creyente, en una palabra el contenido religioso, no es el mismo. El Dios cristiano es heredero de Yavé, como en gran medida lo es Alá. Pero no existe identidad entre los tres. Para empezar, desde que tardíamente es formulado el dogma, el primero responde a una compleja articulación trinitaria, inexistente en el dios del Antiguo Testamento, incluso luego diferenciada entre el cristianismo occidental y el oriental, mientras Alá, según explica Patricia Crone, procede de un dios tribal en un marco politeísta, del cual es extraído para asumir la posición excepcional propia de su antecesor judío. Ahora bien, el enlace es tan evidente que en la revelación coránica, cuyo emisor es Alá, se insertan pasajes y pasajes literalmente tomados del Pentateuco, y en particular la historia de Moisés, el gran precursor. Y esto no debe extrañar porque la profesión de fe (shahâda) tiene mucho que ver con otra profesión de fe anterior en un dios único, la de la secta samaritana: “No hay más dios que Uno y Moisés es su profeta”.
Las religiones tienden a cerrarse frente al exterior. Y sus propagandistas a crear cortinas de humo: hay la misma violencia en el Corán que en los Evangelios, nos engaña en este diario Tariq Ramadan. Es lógico: la validez del mensaje divino no debe verse afectado, piensa el creyente, por las opiniones humanas. Benedicto XVI, fiel a su vocación de combatiente por el monopolio eclesiástico del dogma, ha formulado ya la advertencia: el análisis racionalista vale como complemento; por si solo lleva a la catástrofe. También en el Islam, a pesar de venir de lejos los planteamientos que proponen un examen crítico que diferencie los distintos niveles del discurso coránico, subrayado incluso por integristas como Ibn Taymiyya, prevalece la actitud de fortaleza sitiada. Dios es el que es, y el contenido de su mensaje es inmutable. “¡Palabra de Dios!”, clamaba no hace mucho un portavoz del nuevo catolicismo ultra: “¡Te adoramos, Señor!”, deberá ser la respuesta unánime. No en vano, advierte Jan Assmann, el Dios uno del monoteísmo, versión mosaica, refleja en su condición de legislador todopoderoso la figura del monarca oriental, en concreto la del Faraón egipcio, contrafigura del poder divino tanto en la Biblia como en el Corán.
Lo explicó Jean Bottéro para el Dios bíblico: la personalidad divina es el resultado de un proceso histórico de elaboración, de una auténtica invención de Dios, cuyo conocimiento resulta imprescindible para la interpretación del mensaje religioso. Esto no significa pronunciarse acerca de la existencia o inexistencia de uno o varios dioses; sólo destaca que la percepción del creyente se limita al precipitado del God-building process. Y aun éste último dista de ser unívoco. Entre el Dios cristiano de las batallas de George Bush o del cardenal García Gasco y el de Hans Küng existen notables diferencias, y lo mismo sucede con el Dios musulmán de Shirin Ebadi o Mohamed Charfi, por una parte, y por otra el de Yusuf al-Qaradawi, el predicador de al-Yazira o Abdessalam Yassin, por no hablar de Ahmadinejad o al-Zawahiri. Tales variaciones pueden alcanzar enorme importancia. Pensemos en lo que representa respecto del Vaticano II y del propio Evangelio, a la postre desfigurado, la concepción autoritaria de extracción paulina que hoy pretende imponer a todos desde Roma Benedicto XVI.
Ante Dios, sus representantes en la tierra exigen silencio reverencial. La jerarquía eclesiástica tiene derecho a difundir “su magisterio”, nos dicen los defensores del acto del día 30 de diciembre; luego cualquier crítica es ilícita. Nadie exterior entre en nuestro recinto sagrado, claman los voceros del islamismo. Ellos en cambio sí interfieren en la vida pública, y con toda dureza. El citado Tariq Ramadan entró a saco contra la democracia convertida en “politiquería” que impuso en Francia la ley del velo, García Gasco anuncia ahora la degeneración de la democracia y de los derechos humanos, por los divorcios-exprés o el aborto, Ratzinger quebranta las formas al denunciar en una audiencia la “degradación” de Roma ante su alcalde, el democrático Veltroni, asociando ese no al supuesto malgobierno con el “derecho a la vida”. Y si la jerarquía cree no reunir fuerza suficiente, busca como aquí la ayuda en la movilización de masas aconsejada de una secta conocida por sus planteamientos apocalípticos, pintura detestable y gusto por el poder. Todo vale si la política democrática incomoda. Espíritu de Cruzada.
Asistimos, pues, a una inesperada convergencia de integrismos religiosos. Por fortuna, el católico no abriga propósitos de imponer un imperialismo bendecido por Dios, al modo de la concepción “evangélica” de Bush, y tampoco llama a la yihad, aun cuando sí busca la desestabilización de los regímenes de democracia laica que no atienden a sus exigencias de restricción de la libertad. Pero es que, claro, ya lo dijo el Papa, hay que partir de que “el poderoso (el diablo) tiene prisionero al hombre”. Curiosamente, al argumentar como hace en su última encíclica Spe salvi, sus observaciones pueden seguir otra línea, así al marcar los límites del progreso, e invocar la necesidad del amor, incluido el mundano, que en su relato se sostiene no sobre la institución sino sobre la entrega incondicionada: “homo absoluto indiget amore“. Por un momento, parece que estamos cerca del All you need is love! Benedicto XVI es un reaccionario inteligente, no un integrista como sus corifeos que aquí nos han tocado. Pero el resultado final es el mismo: sin la subordinación radical a Dios, y a la Iglesia que es su representante en la tierra, el hombre se pierde, lo mismo que el siervo de Alá si intenta pensar la justicia y la condición humana por cuenta propia. Sólo queda en pie “la palabra de Dios”.
La convergencia es peligrosa para todos. El principio de la soberanía de Dios, proclamado por Ratzinger e inspirado en el Antiguo Testamento, coincide con el mismo postulado en el islamismo. Para ambos, una concepción autónoma de la democracia, de la soberanía del hombre, no sometida a la religión, constituye un reto inaceptable contra la divinidad. La Iglesia, la umma, adquieren el derecho de ingerencia, más allá del círculo de los creyentes. En la visión islamista, toda pretensión de libertad individual pierde sentido ante la supremacía divina expresada en la máxima de “ordenar el bien y prohibir el mal”; cualquier creyente es instrumento de la represión contra quien vulnere la sharía.
El episodio de Barcelona nos muestra que tal actitud, fundida con la exigencia de combatir “la degeneración musulmana” inducida por Occidente, puede transformar en práctica terrorista el proselitismo pietista de un grupo como los tablighi . En su libro de cabecera, Faza’il-e-a’maal, la descripción de un mundo infernal justifica la acción disciplinada de los verdaderos creyentes, con el objeto de presionar a todos para un estricto cumplimiento de la sharía. Desde esos fines comunes, el tránsito de un grupo de integristas tablighi a la yihad resulta perfectamente explicable.
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