Por Marek Halter, pintor y novelista francés de origen polaco. Traducción de José Luis Sánchez- Silva (EL PAÍS, 30/01/08):
La paz en Oriente Próximo pasa por Damasco. Sé que esta afirmación sorprenderá a más de uno e indignará a otros. Sin embargo, tal es mi convicción desde que viajé por primera vez a la Siria de Bashar el-Assad. Entonces ya me criticaron: ¿acaso Siria no forma parte del Eje del Mal, según la definición del presidente Bush?
Debería ser evidente que la paz se negocia con los enemigos, pero no todo el mundo lo entiende así. La única cuestión es saber en qué momento hay que entablar el diálogo, y esta cuestión no tiene que ver con la moral, sino con la política.
Siria está madura para la paz. La presencia de un viceministro sirio en la conferencia de Annapolis junto a Israel y Arabia Saudí, enemigo jurado de su aliado iraní, así lo demuestra. Sería un error seguir aislando a Siria, un país que mantiene tan largas fronteras con Israel, Turquía, Líbano y Jordania. En un momento en que Estados Unidos chapotea en Iraq y se estanca en busca de una paz israelo-palestina aceptable para las dos partes, Occidente debe convencerse de ello. La política de ostracismo acentúa la dependencia de Siria respecto al Irán de Ahmadineyad, condena al Líbano a la dominación de Hezbolá, e incluso, a la larga, a su desaparición. Finalmente, conduce inevitablemente a la guerra entre Siria e Israel.
“La política y la teología son las dos únicas grandes cuestiones”, decía hace más de un siglo el británico William Ewart Gladstone. Ahora bien, con Siria, único país laico del mundo árabe, aún es posible hacer política al margen de la teología.
Los sirios hacen gala de su laicismo. Incluso el gran muftí de Siria, Al-Din Hassoun, se dice laico. Lo que impone, según él, el respeto a las otras religiones.
Al-Din Hassoun me ha invitado -a mí, judío polaco y escritor francés- a dirigirme a los fieles durante la plegaria del viernes y en una de las mezquitas más famosas del mundo musulmán: la de los Omeyas, en Damasco. Porque, según dice, “usted es un khakham”, que, tanto en árabe como en hebreo, significa “erudito”.
En Siria viven aún algunos centenares de judíos. En Damasco, son cerca de ochenta y, sólo en la capital, poseen veinte sinagogas, pero, por falta de fieles, nada más queda una abierta. Sin embargo, tienen una restricción: toda relación con Israel está prohibida. Siria e Israel están en pie de guerra.
Me dirijo al Centro Comunitario en compañía del embajador de Francia, Michel Duclos. Cuando salimos del coche, todos los judíos de Damasco están ahí. Nos esperaban. Llueven los aplausos. Estoy emocionado. Albert Caméo, el presidente, también lo está: no suelen recibir muchos visitantes.
A la cabeza de un país en el que el ochenta por ciento de la población es sunita, Bashar el-Assad no tiene futuro alguno con el Irán chiita. Los sirios, a su vez, observan con angustia a esos miles de peregrinos iraníes, y entre ellos a tantas mujeres vestidas de negro de pies acabeza, encerradas en sus prisiones ambulantes, que vienen a recogerse ante el relicario en el que, según la tradición, reposa la cabeza de Hussein, hijo de Alí, el primer imán chiita, asesinado en Karbala en 680.
La islamización de la sociedad siria significaría la muerte del clan Assad y el fin de la supremacía del partido socialista Baas. Para Bashar el-Assad, es una carrera contrarreloj. Es urgente para él entablar negociaciones con Israel y abrirse, así, a Occidente.
No es una casualidad que el presidente sirio dedicase su discurso ante los dirigentes del partido Baas casi exclusivamente a la paz con Israel. Que yo sepa, ni la prensa occidental ni la israelí se han hecho eco de esta circunstancia, y es una lástima.
“Estamos por la reanudación de las negociaciones”, dijo Bashar el-Assad. “Que los israelíes tengan presente que una verdadera paz, una paz permanente, es preferible a cualquier otra situación temporal”. El presidente sirio añadió que si no es posible “pronunciar ante los israelíes la palabra tierra, o la devolución del territorio sirio a cambio de la paz, entonces, al menos, como hizo Isaac Rabin, que se escriba una frase en ese sentido en una carta de compromiso”.
Era una alusión a la promesa escrita del que fue primer ministro israelí de retirarse del Golán a cambio de una paz completa con Siria. Esa carta, cuyo contenido exacto no conocemos, preveía, según nuestras informaciones, varias etapas para probar la buena voluntad de los beligerantes. Los sirios recuperarían los Altos del Golán al cabo de diez años. Pero Isaac Rabin fue asesinado y el padre de Bashar el-Assad, que negoció aquel documento, también ha muerto.
No cabe duda de que el presidente sirio no es un demócrata. Pero ¿acaso conocemos a muchos demócratas a la cabeza de los países de Oriente Medio o África? ¿Debemos imponer en Siria nuestro sistema político a cañonazos, como hace el presidente Bush en Iraq? Raymond Aron decía precisamente que “en política no se elige entre el bien el mal, sino entre lo preferible y lo detestable”.
Sin Siria, la paz en Oriente Próximo es inconcebible. No porque tenga un gran peso en el mundo árabe, sino porque su orgullo nacional es fuerte y su capacidad de desestabilización, inmensa. Los medios de comunicación internacionales acusan agresivamente a Siria, con razón o sin ella, pero, por ahora, sin pruebas, de estar involucrada en el asesinato de Rafiq Hariri y en los de otros diputados libaneses. Esas acusaciones tienen como primer efecto el de acercar a la oposición siria al poder.
Abrir el mercado europeo a los sirios sería ayudarlos a liberarse de la influencia económica de Irán. Si Israel aceptase las negociaciones con Siria, sería debilitar a todos los grupos terroristas con sede en Damasco, incluido Hamás.
Sólo un régimen fuerte, como lo es hoy el de Bashar el-Assad, puede dar un paso hacia la paz con Israel sin temer las reacciones de la calle.
La paz en Oriente Próximo pasa por Damasco. Sé que esta afirmación sorprenderá a más de uno e indignará a otros. Sin embargo, tal es mi convicción desde que viajé por primera vez a la Siria de Bashar el-Assad. Entonces ya me criticaron: ¿acaso Siria no forma parte del Eje del Mal, según la definición del presidente Bush?
Debería ser evidente que la paz se negocia con los enemigos, pero no todo el mundo lo entiende así. La única cuestión es saber en qué momento hay que entablar el diálogo, y esta cuestión no tiene que ver con la moral, sino con la política.
Siria está madura para la paz. La presencia de un viceministro sirio en la conferencia de Annapolis junto a Israel y Arabia Saudí, enemigo jurado de su aliado iraní, así lo demuestra. Sería un error seguir aislando a Siria, un país que mantiene tan largas fronteras con Israel, Turquía, Líbano y Jordania. En un momento en que Estados Unidos chapotea en Iraq y se estanca en busca de una paz israelo-palestina aceptable para las dos partes, Occidente debe convencerse de ello. La política de ostracismo acentúa la dependencia de Siria respecto al Irán de Ahmadineyad, condena al Líbano a la dominación de Hezbolá, e incluso, a la larga, a su desaparición. Finalmente, conduce inevitablemente a la guerra entre Siria e Israel.
“La política y la teología son las dos únicas grandes cuestiones”, decía hace más de un siglo el británico William Ewart Gladstone. Ahora bien, con Siria, único país laico del mundo árabe, aún es posible hacer política al margen de la teología.
Los sirios hacen gala de su laicismo. Incluso el gran muftí de Siria, Al-Din Hassoun, se dice laico. Lo que impone, según él, el respeto a las otras religiones.
Al-Din Hassoun me ha invitado -a mí, judío polaco y escritor francés- a dirigirme a los fieles durante la plegaria del viernes y en una de las mezquitas más famosas del mundo musulmán: la de los Omeyas, en Damasco. Porque, según dice, “usted es un khakham”, que, tanto en árabe como en hebreo, significa “erudito”.
En Siria viven aún algunos centenares de judíos. En Damasco, son cerca de ochenta y, sólo en la capital, poseen veinte sinagogas, pero, por falta de fieles, nada más queda una abierta. Sin embargo, tienen una restricción: toda relación con Israel está prohibida. Siria e Israel están en pie de guerra.
Me dirijo al Centro Comunitario en compañía del embajador de Francia, Michel Duclos. Cuando salimos del coche, todos los judíos de Damasco están ahí. Nos esperaban. Llueven los aplausos. Estoy emocionado. Albert Caméo, el presidente, también lo está: no suelen recibir muchos visitantes.
A la cabeza de un país en el que el ochenta por ciento de la población es sunita, Bashar el-Assad no tiene futuro alguno con el Irán chiita. Los sirios, a su vez, observan con angustia a esos miles de peregrinos iraníes, y entre ellos a tantas mujeres vestidas de negro de pies acabeza, encerradas en sus prisiones ambulantes, que vienen a recogerse ante el relicario en el que, según la tradición, reposa la cabeza de Hussein, hijo de Alí, el primer imán chiita, asesinado en Karbala en 680.
La islamización de la sociedad siria significaría la muerte del clan Assad y el fin de la supremacía del partido socialista Baas. Para Bashar el-Assad, es una carrera contrarreloj. Es urgente para él entablar negociaciones con Israel y abrirse, así, a Occidente.
No es una casualidad que el presidente sirio dedicase su discurso ante los dirigentes del partido Baas casi exclusivamente a la paz con Israel. Que yo sepa, ni la prensa occidental ni la israelí se han hecho eco de esta circunstancia, y es una lástima.
“Estamos por la reanudación de las negociaciones”, dijo Bashar el-Assad. “Que los israelíes tengan presente que una verdadera paz, una paz permanente, es preferible a cualquier otra situación temporal”. El presidente sirio añadió que si no es posible “pronunciar ante los israelíes la palabra tierra, o la devolución del territorio sirio a cambio de la paz, entonces, al menos, como hizo Isaac Rabin, que se escriba una frase en ese sentido en una carta de compromiso”.
Era una alusión a la promesa escrita del que fue primer ministro israelí de retirarse del Golán a cambio de una paz completa con Siria. Esa carta, cuyo contenido exacto no conocemos, preveía, según nuestras informaciones, varias etapas para probar la buena voluntad de los beligerantes. Los sirios recuperarían los Altos del Golán al cabo de diez años. Pero Isaac Rabin fue asesinado y el padre de Bashar el-Assad, que negoció aquel documento, también ha muerto.
No cabe duda de que el presidente sirio no es un demócrata. Pero ¿acaso conocemos a muchos demócratas a la cabeza de los países de Oriente Medio o África? ¿Debemos imponer en Siria nuestro sistema político a cañonazos, como hace el presidente Bush en Iraq? Raymond Aron decía precisamente que “en política no se elige entre el bien el mal, sino entre lo preferible y lo detestable”.
Sin Siria, la paz en Oriente Próximo es inconcebible. No porque tenga un gran peso en el mundo árabe, sino porque su orgullo nacional es fuerte y su capacidad de desestabilización, inmensa. Los medios de comunicación internacionales acusan agresivamente a Siria, con razón o sin ella, pero, por ahora, sin pruebas, de estar involucrada en el asesinato de Rafiq Hariri y en los de otros diputados libaneses. Esas acusaciones tienen como primer efecto el de acercar a la oposición siria al poder.
Abrir el mercado europeo a los sirios sería ayudarlos a liberarse de la influencia económica de Irán. Si Israel aceptase las negociaciones con Siria, sería debilitar a todos los grupos terroristas con sede en Damasco, incluido Hamás.
Sólo un régimen fuerte, como lo es hoy el de Bashar el-Assad, puede dar un paso hacia la paz con Israel sin temer las reacciones de la calle.
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