Por Daniel Innerarity, profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, autor de El nuevo espacio público (EL PAÍS, 28/01/08):
Qué tienen en común cosas en apariencia tan dispares como la política de Sarkozy en relación con su vida privada, las recientes manifestaciones de los obispos españoles o la personalización de las campañas electorales, reducidas a una cuestión de confianza en la persona de los candidatos? La respuesta a esta adivinanza es: se está modificando el esquema de articulación entre lo privado y lo público al que estábamos acostumbrados. La transparencia de la intimidad de los gobernantes, las celebraciones de la familia y el hogar, la irrupción de la esfera religiosa en el espacio común, la presencia pública de la identidad sexual se han convertido en elementos habituales de nuestro paisaje social y están produciendo una verdadera privatización del espacio público. Hay una especie de invasión de lo privado, de extroversión de lo personal, en los escenarios públicos, un fenómeno que tal vez tenga su primera condición de posibilidad en el vaciamiento del espacio público oficial, banalizado y ritual, incapaz por tanto de ofrecer significaciones comunes con las que puedan identificarse los sujetos.
Se ha producido una modificación del marco de condiciones a partir del cual los temas eran identificados y tratados como privados o públicos. Convicciones personales, creencias, emociones, sentimientos e identidades adquieren preeminencia sobre cualquier otra consideración en el compromiso público de los ciudadanos. Esta privatización del espacio común se hace visible en el mundo de los medios, tanto en el fenómeno de los prominentes que dan a conocer su vida privada, como en el de la gente corriente que se confiesa públicamente en determinados programas televisivos. Los programas informativos hace mucho tiempo que renunciaron a presentar una noticia abstracta y la sustituyeron por una “historia” personal, sin la que al parecer seríamos incapaces de comprender los acontecimientos. Otro efecto de este proceso es la personalización de lo político, es decir, el hecho de que las personas sobresalgan por encima de los temas o estos sean tratados como cuestiones personales. La complejidad de la política y el hecho de que los medios giren en torno a las imágenes conduce a la personificación de los acontecimientos. El “lado humano” de las cuestiones políticas (el carácter, estilo, simpatía, talante, popularidad, credibilidad, confianza de los políticos) adquiere primacía sobre su competencia. En un horizonte de politización escasa, terminamos votando por los atributos personales. Ya no hay diferentes programas económicos, sino Solbes contra Pizarro, es decir, personas o rostros que figuran como generadores de la confianza que ningún programa electoral puede suscitar.
Los temas políticos se transforman en asuntos de imagen, sentimientos y dramas personales; el principal instrumento de la acción política es la emoción, la simulación de autenticidad, los sentimientos personales que se consigue comunicar. Por eso los políticos se muestran tan indignados, escenifican afectación o nos comunican más sus convencimientos que sus decisiones. En otras épocas de mayor densidad ideológica hubiera sido impensable que un político dedicara tanto tiempo a comunicarnos su estado de ánimo y que su grado de optimismo o pesimismo nos pareciera tan relevante.
La otra cara de este proceso es la politización de lo privado, algo que resulta bien patente si advertimos que los grandes problemas públicos son actualmente problemas vinculados a la vida privada. Vivimos en un tiempo en que la misma experiencia privada de tener una identidad personal se ha convertido en una fuerza política de grandes dimensiones. Asuntos que en otras épocas se inscribían más bien en el ámbito privado, que incluso se clausuraban en la intimidad, como el género, la condición sexual, las identidades o la experiencia religiosa, irrumpen en la escena pública con toda su fuerza e inmediatez. La actual campaña presidencial americana es un buen ejemplo de que la política que podríamos llamar abstracta o programática es incapaz de imponerse a la condición personal de los candidatos, cuya raza, género o confesión religiosa sigue siendo decisiva.
Va perdiendo fuerza el principio clásico de que el ámbito de lo tolerable y el ámbito de lo que aprobamos no coinciden. Cualquier ejercicio de distinción entre lo legal y lo moral parece una coartada para el relativismo. Pero convivir en una democracia pluralista requiere haber aprendido a distinguir lo que nos gusta de lo que simplemente soportamos, haber renunciado a erigir nuestras preferencias en norma universal, no confundir el respeto con el reconocimiento o el derecho con el aprecio. Esta distinción es correlativa a la diferencia entre un espacio público y otro privado, cuya demarcación será discutible y puede fluctuar a lo largo de la historia, pero sin la que nos enzarzaríamos en un combate por exigir de otros lo que no tenemos derecho a obtener. Son estas distinciones básicas las que se tambalean ante la extroversión histérica de la intimidad. El primer derecho humano es no estar obligado a gustar a todos. Los derechos de la persona no pueden hacerse valer si no hay un ámbito protegido de la exigencia de justificación por los demás, lo que supone una esfera de privacidad que no es propiamente política. Nos hemos acostumbrado al tópico de que la tolerancia es muy poco, pero no deberíamos olvidar que ese poco es imprescindible.
En nuestras sociedades se reclaman con frecuencia demandas que van más allá de la búsqueda de la justicia social y económica; lo que se exige como derecho político es la felicidad personal, el reconocimiento moral, la gratificación sexual o la salvación del alma. Pero esto es algo que no tiene ningún sentido demandar y que además no es necesario para el desarrollo de la propia identidad. En pleno movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King afirmaba: “No pedimos que nos queráis. Sólo os exigimos que dejéis de fastidiarnos”. Formulaba así una idea de respeto igualitario que suponía el reconocimiento de que la acción pública y la intimidad privada tienen diferentes requerimientos. El concepto de espacio público introduce una distinción entre vida pública y experiencia privada que es actualmente oscurecido por el lenguaje terapéutico (plagado de referencias a “sentimientos compartidos” o a la “autoestima”). Tal vez esta confusión se deba a la dificultad de diferenciar los principios del espacio privado y las exigencias del mundo común. Un espacio público bien articulado requiere que haya unas cuestiones sociales que son puestas en el ámbito de la deliberación pública y otras que son protegidas del escrutinio colectivo.
Una ciudadanía democrática no puede desarrollarse allí donde no se ha aprendido a distinguir entre el mero respeto y la aprobación. Si uno no sabe que está obligado a tolerar cosas que no comparte, si se empeña en que sus preferencias deben contar con el beneplácito de todos, entonces se incapacita para vivir en sociedad. En lugar de la convivencia entre diferentes, limitada y condicionada por una perpetua negociación acerca de lo que se muestra y lo que es mejor guardar discretamente, hay quien se obstina en encontrar concesionarios de autoestima, en subrayar histéricamente sus emociones, en publicitar las conquistas amorosas, en desconectar su peculiaridad de la común humanidad, en proteger sus convicciones religiosas bajo un baldaquino social… Todas esas publicitaciones son cosas que no hace ninguna falta tener para sentirse de un lugar, ni para querer a alguien, ni para ordenar los propios afectos o practicar una religión. ¿Por qué entonces nos empeñamos en perseguir tales sanciones públicas? Seguramente porque a través de esa pública aprobación se revela una profunda debilidad de la propia identidad, de los sentimientos o de las convicciones religiosas.
No es posible vivir sin espacios de indiferencia pactada, lo que Goffman llamaba “una desatención educada”. Gracias a ellos aseguramos la principal conquista de nuestra civilización, que no es el cariño mutuo asegurado sino la posibilidad que nos ofrece de convivir e incluso actuar juntos sin la compulsión de ser idénticos.
Qué tienen en común cosas en apariencia tan dispares como la política de Sarkozy en relación con su vida privada, las recientes manifestaciones de los obispos españoles o la personalización de las campañas electorales, reducidas a una cuestión de confianza en la persona de los candidatos? La respuesta a esta adivinanza es: se está modificando el esquema de articulación entre lo privado y lo público al que estábamos acostumbrados. La transparencia de la intimidad de los gobernantes, las celebraciones de la familia y el hogar, la irrupción de la esfera religiosa en el espacio común, la presencia pública de la identidad sexual se han convertido en elementos habituales de nuestro paisaje social y están produciendo una verdadera privatización del espacio público. Hay una especie de invasión de lo privado, de extroversión de lo personal, en los escenarios públicos, un fenómeno que tal vez tenga su primera condición de posibilidad en el vaciamiento del espacio público oficial, banalizado y ritual, incapaz por tanto de ofrecer significaciones comunes con las que puedan identificarse los sujetos.
Se ha producido una modificación del marco de condiciones a partir del cual los temas eran identificados y tratados como privados o públicos. Convicciones personales, creencias, emociones, sentimientos e identidades adquieren preeminencia sobre cualquier otra consideración en el compromiso público de los ciudadanos. Esta privatización del espacio común se hace visible en el mundo de los medios, tanto en el fenómeno de los prominentes que dan a conocer su vida privada, como en el de la gente corriente que se confiesa públicamente en determinados programas televisivos. Los programas informativos hace mucho tiempo que renunciaron a presentar una noticia abstracta y la sustituyeron por una “historia” personal, sin la que al parecer seríamos incapaces de comprender los acontecimientos. Otro efecto de este proceso es la personalización de lo político, es decir, el hecho de que las personas sobresalgan por encima de los temas o estos sean tratados como cuestiones personales. La complejidad de la política y el hecho de que los medios giren en torno a las imágenes conduce a la personificación de los acontecimientos. El “lado humano” de las cuestiones políticas (el carácter, estilo, simpatía, talante, popularidad, credibilidad, confianza de los políticos) adquiere primacía sobre su competencia. En un horizonte de politización escasa, terminamos votando por los atributos personales. Ya no hay diferentes programas económicos, sino Solbes contra Pizarro, es decir, personas o rostros que figuran como generadores de la confianza que ningún programa electoral puede suscitar.
Los temas políticos se transforman en asuntos de imagen, sentimientos y dramas personales; el principal instrumento de la acción política es la emoción, la simulación de autenticidad, los sentimientos personales que se consigue comunicar. Por eso los políticos se muestran tan indignados, escenifican afectación o nos comunican más sus convencimientos que sus decisiones. En otras épocas de mayor densidad ideológica hubiera sido impensable que un político dedicara tanto tiempo a comunicarnos su estado de ánimo y que su grado de optimismo o pesimismo nos pareciera tan relevante.
La otra cara de este proceso es la politización de lo privado, algo que resulta bien patente si advertimos que los grandes problemas públicos son actualmente problemas vinculados a la vida privada. Vivimos en un tiempo en que la misma experiencia privada de tener una identidad personal se ha convertido en una fuerza política de grandes dimensiones. Asuntos que en otras épocas se inscribían más bien en el ámbito privado, que incluso se clausuraban en la intimidad, como el género, la condición sexual, las identidades o la experiencia religiosa, irrumpen en la escena pública con toda su fuerza e inmediatez. La actual campaña presidencial americana es un buen ejemplo de que la política que podríamos llamar abstracta o programática es incapaz de imponerse a la condición personal de los candidatos, cuya raza, género o confesión religiosa sigue siendo decisiva.
Va perdiendo fuerza el principio clásico de que el ámbito de lo tolerable y el ámbito de lo que aprobamos no coinciden. Cualquier ejercicio de distinción entre lo legal y lo moral parece una coartada para el relativismo. Pero convivir en una democracia pluralista requiere haber aprendido a distinguir lo que nos gusta de lo que simplemente soportamos, haber renunciado a erigir nuestras preferencias en norma universal, no confundir el respeto con el reconocimiento o el derecho con el aprecio. Esta distinción es correlativa a la diferencia entre un espacio público y otro privado, cuya demarcación será discutible y puede fluctuar a lo largo de la historia, pero sin la que nos enzarzaríamos en un combate por exigir de otros lo que no tenemos derecho a obtener. Son estas distinciones básicas las que se tambalean ante la extroversión histérica de la intimidad. El primer derecho humano es no estar obligado a gustar a todos. Los derechos de la persona no pueden hacerse valer si no hay un ámbito protegido de la exigencia de justificación por los demás, lo que supone una esfera de privacidad que no es propiamente política. Nos hemos acostumbrado al tópico de que la tolerancia es muy poco, pero no deberíamos olvidar que ese poco es imprescindible.
En nuestras sociedades se reclaman con frecuencia demandas que van más allá de la búsqueda de la justicia social y económica; lo que se exige como derecho político es la felicidad personal, el reconocimiento moral, la gratificación sexual o la salvación del alma. Pero esto es algo que no tiene ningún sentido demandar y que además no es necesario para el desarrollo de la propia identidad. En pleno movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King afirmaba: “No pedimos que nos queráis. Sólo os exigimos que dejéis de fastidiarnos”. Formulaba así una idea de respeto igualitario que suponía el reconocimiento de que la acción pública y la intimidad privada tienen diferentes requerimientos. El concepto de espacio público introduce una distinción entre vida pública y experiencia privada que es actualmente oscurecido por el lenguaje terapéutico (plagado de referencias a “sentimientos compartidos” o a la “autoestima”). Tal vez esta confusión se deba a la dificultad de diferenciar los principios del espacio privado y las exigencias del mundo común. Un espacio público bien articulado requiere que haya unas cuestiones sociales que son puestas en el ámbito de la deliberación pública y otras que son protegidas del escrutinio colectivo.
Una ciudadanía democrática no puede desarrollarse allí donde no se ha aprendido a distinguir entre el mero respeto y la aprobación. Si uno no sabe que está obligado a tolerar cosas que no comparte, si se empeña en que sus preferencias deben contar con el beneplácito de todos, entonces se incapacita para vivir en sociedad. En lugar de la convivencia entre diferentes, limitada y condicionada por una perpetua negociación acerca de lo que se muestra y lo que es mejor guardar discretamente, hay quien se obstina en encontrar concesionarios de autoestima, en subrayar histéricamente sus emociones, en publicitar las conquistas amorosas, en desconectar su peculiaridad de la común humanidad, en proteger sus convicciones religiosas bajo un baldaquino social… Todas esas publicitaciones son cosas que no hace ninguna falta tener para sentirse de un lugar, ni para querer a alguien, ni para ordenar los propios afectos o practicar una religión. ¿Por qué entonces nos empeñamos en perseguir tales sanciones públicas? Seguramente porque a través de esa pública aprobación se revela una profunda debilidad de la propia identidad, de los sentimientos o de las convicciones religiosas.
No es posible vivir sin espacios de indiferencia pactada, lo que Goffman llamaba “una desatención educada”. Gracias a ellos aseguramos la principal conquista de nuestra civilización, que no es el cariño mutuo asegurado sino la posibilidad que nos ofrece de convivir e incluso actuar juntos sin la compulsión de ser idénticos.
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