Por Javier Zarzalejos (EL CORREO DIGITAL, 27/01/08):
En su reflexión magistral, inagotable y polémica sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt describe cómo lo que llama «el colapso moral de la respetable sociedad judía» se inició cuando los judíos aceptaron sin protesta la división de su propia comunidad según las categorías dictadas por los nazis. Se diferenciaba entre los judíos alemanes y polacos, entre veteranos de guerra condecorados frente a judíos corrientes, entre familias judías pero con ascendencia alemana de nacimiento frente a aquellos de reciente naturalización. La existencia de estas categorías privilegiadas permitía pedir a los burócratas del crimen nazi que hicieran excepciones en ciertos casos. Y es aquí donde Arendt afirma que «lo que resultó tan desastroso moralmente en la aceptación de estas categorías privilegiadas fue que todo aquel que exigía que en su caso concreto se hiciera una excepción implícitamente reconocía la regla». Arendt precisa las consecuencias: «incluso si los que abogaban por estos casos especiales no eran conscientes de su complicidad involuntaria, el reconocimiento implícito de la regla general debió haber resultado muy evidente para los que estaban en la industria del asesinato». El efecto era devastador pues los nazis «al pedírseles que hicieran excepciones y de vez en cuando acceder a esas peticiones, ganándose así la gratitud del beneficiario, cuando menos, debieron tener la sensación de que habían convencido a sus oponentes de la legalidad de los que estaban haciendo».
Dudo que un sangriento sociópata como Manuel Marulanda ‘Tirofijo’ o un peligroso visionario como Hugo Chávez hayan leído a Arendt. Pero lo que sí han sabido es tender la trampa moral que aquella describía con la esperanza de que el pueblo y el Gobierno de Colombia y la opinión pública internacional cayeran en ella. La liberación de Clara Rojas y Consuelo González secuestradas desde hace años por las denominadas Fuerzas Armadas Revolucionarios de Colombia (FARC) y el tratamiento del caso de Ingrid Betancour como una de esas ‘excepciones’ en la que las FARC ve proyectado su poder como organización terrorista son casos que por sí mismos no plantean ningún dilema moral. Dos personas sometidas a un injusto cautiverio en condiciones atroces han recuperado su libertad y una de ellas, además, el hijo del que se le separó a los ocho meses de nacer. Una tercera persona, Ingrid Betancour, concentra un singular esfuerzo político y diplomático por parte de Francia para que sea liberada.
Se trata, sin embargo, de que esos que están en la industria del crimen no crean que al recibir la liberación de Clara Rojas y Consuelo González como excepción -que desgraciadamente lo es- se acepta la legalidad de la regla como si el secuestro fuera ese hecho que a fuerza de repetirse y crear en torno a sí una determinadas prácticas, termine por adquirir fuerza normativa reconocida.
Esto es, precisamente, lo que han intentado Hugo Chávez y la FARC en una odiosa estrategia. Les parecía poco la puesta en escena de la liberación de las dos rehenes para mayor gloria del presidente venezolano. No han quedado satisfechos con el intento de atraer la gratitud o al menos un tímido «estos de las FARC tampoco son tan malos». Tal vez esperaban un síndrome de Estocolmo que ni las rehenes liberadas padecen ni tampoco se ha extendido en la opinión pública. No les resulta suficiente la obscena complicidad de esos sectores de la izquierda europea que siguen enalteciendo las atrocidades de las FARC como heroicidades revolucionarias. Chávez y las FARC quieren que el reconocimiento de la legalidad de lo que son -y por tanto de lo que hacen- sea explícito y formal. Por eso al presidente de Venezuela le ha faltado tiempo para precipitar su estrategia y actuar como el cobrador del precio político que las FARC buscan obtener. Y de este modo, el Parlamento de Venezuela ha aprobado el reconocimiento político de los narcoterroristas lo que para las autoridades venezolanas convierte a más de ochocientos rehenes víctimas de secuestro en prisioneros de guerra legítimamente privados de su libertad por las FARC. Pero Chávez no se ha quedado ahí. Ha pedido que la Unión Europea retire a las FARC de la lista de organizaciones terroristas. Pero si no son terroristas ¿qué son?, ¿qué derecho les será aplicable? Y, sobre todo, si las FARC dejaran de ser para Europa una organización terrorista, qué crucial batalla habría perdido la causa de la libertad y qué infame abandono sufrirían las víctimas de tan sádicos verdugos.
La dirección de las FARC no se aparta del patrón general que sigue el terrorismo: imponer sus propias reglas, convertirlas en contralegalidad, buscar su reconocimiento y provocar el desistimiento de la sociedad, el ‘colapso moral’ que describía Arendt y que se produce cuando se traspasa la línea que separa la preocupación humanitaria de la legitimación implícita del terror.
Resulta reconfortante comprobar que esa línea sigue bien marcada y no se ha traspasado a pesar de las maniobras desestabilizadoras de Hugo Chávez y de los intentos de enaltecimiento de las FARC. La firmeza del presidente colombiano Álvaro Uribe, la respuesta de la Unión Europea a las pretensiones de legalizar el narcoterrorismo y la exigencia de liberación de todos los secuestrados conjuran el riesgo del apaciguamiento estéril frente al terror. Pero la trampa -en Colombia y aquí- seguirá tendida esperando a que en ella se acomoden las estrategias del buenismo, a que la paz como imperativo absoluto por encima de la libertad lo justifique todo, a que el Estado de Derecho se haga y se deshaga al compás de la falsas expectativas de final de violencia; esperando, en suma, a que la arrogancia de la buena conciencia impida ver el destrozo moral y político hacia el que el terrorismo quiere atraer a las sociedades democráticas.
En su reflexión magistral, inagotable y polémica sobre la banalidad del mal, Hannah Arendt describe cómo lo que llama «el colapso moral de la respetable sociedad judía» se inició cuando los judíos aceptaron sin protesta la división de su propia comunidad según las categorías dictadas por los nazis. Se diferenciaba entre los judíos alemanes y polacos, entre veteranos de guerra condecorados frente a judíos corrientes, entre familias judías pero con ascendencia alemana de nacimiento frente a aquellos de reciente naturalización. La existencia de estas categorías privilegiadas permitía pedir a los burócratas del crimen nazi que hicieran excepciones en ciertos casos. Y es aquí donde Arendt afirma que «lo que resultó tan desastroso moralmente en la aceptación de estas categorías privilegiadas fue que todo aquel que exigía que en su caso concreto se hiciera una excepción implícitamente reconocía la regla». Arendt precisa las consecuencias: «incluso si los que abogaban por estos casos especiales no eran conscientes de su complicidad involuntaria, el reconocimiento implícito de la regla general debió haber resultado muy evidente para los que estaban en la industria del asesinato». El efecto era devastador pues los nazis «al pedírseles que hicieran excepciones y de vez en cuando acceder a esas peticiones, ganándose así la gratitud del beneficiario, cuando menos, debieron tener la sensación de que habían convencido a sus oponentes de la legalidad de los que estaban haciendo».
Dudo que un sangriento sociópata como Manuel Marulanda ‘Tirofijo’ o un peligroso visionario como Hugo Chávez hayan leído a Arendt. Pero lo que sí han sabido es tender la trampa moral que aquella describía con la esperanza de que el pueblo y el Gobierno de Colombia y la opinión pública internacional cayeran en ella. La liberación de Clara Rojas y Consuelo González secuestradas desde hace años por las denominadas Fuerzas Armadas Revolucionarios de Colombia (FARC) y el tratamiento del caso de Ingrid Betancour como una de esas ‘excepciones’ en la que las FARC ve proyectado su poder como organización terrorista son casos que por sí mismos no plantean ningún dilema moral. Dos personas sometidas a un injusto cautiverio en condiciones atroces han recuperado su libertad y una de ellas, además, el hijo del que se le separó a los ocho meses de nacer. Una tercera persona, Ingrid Betancour, concentra un singular esfuerzo político y diplomático por parte de Francia para que sea liberada.
Se trata, sin embargo, de que esos que están en la industria del crimen no crean que al recibir la liberación de Clara Rojas y Consuelo González como excepción -que desgraciadamente lo es- se acepta la legalidad de la regla como si el secuestro fuera ese hecho que a fuerza de repetirse y crear en torno a sí una determinadas prácticas, termine por adquirir fuerza normativa reconocida.
Esto es, precisamente, lo que han intentado Hugo Chávez y la FARC en una odiosa estrategia. Les parecía poco la puesta en escena de la liberación de las dos rehenes para mayor gloria del presidente venezolano. No han quedado satisfechos con el intento de atraer la gratitud o al menos un tímido «estos de las FARC tampoco son tan malos». Tal vez esperaban un síndrome de Estocolmo que ni las rehenes liberadas padecen ni tampoco se ha extendido en la opinión pública. No les resulta suficiente la obscena complicidad de esos sectores de la izquierda europea que siguen enalteciendo las atrocidades de las FARC como heroicidades revolucionarias. Chávez y las FARC quieren que el reconocimiento de la legalidad de lo que son -y por tanto de lo que hacen- sea explícito y formal. Por eso al presidente de Venezuela le ha faltado tiempo para precipitar su estrategia y actuar como el cobrador del precio político que las FARC buscan obtener. Y de este modo, el Parlamento de Venezuela ha aprobado el reconocimiento político de los narcoterroristas lo que para las autoridades venezolanas convierte a más de ochocientos rehenes víctimas de secuestro en prisioneros de guerra legítimamente privados de su libertad por las FARC. Pero Chávez no se ha quedado ahí. Ha pedido que la Unión Europea retire a las FARC de la lista de organizaciones terroristas. Pero si no son terroristas ¿qué son?, ¿qué derecho les será aplicable? Y, sobre todo, si las FARC dejaran de ser para Europa una organización terrorista, qué crucial batalla habría perdido la causa de la libertad y qué infame abandono sufrirían las víctimas de tan sádicos verdugos.
La dirección de las FARC no se aparta del patrón general que sigue el terrorismo: imponer sus propias reglas, convertirlas en contralegalidad, buscar su reconocimiento y provocar el desistimiento de la sociedad, el ‘colapso moral’ que describía Arendt y que se produce cuando se traspasa la línea que separa la preocupación humanitaria de la legitimación implícita del terror.
Resulta reconfortante comprobar que esa línea sigue bien marcada y no se ha traspasado a pesar de las maniobras desestabilizadoras de Hugo Chávez y de los intentos de enaltecimiento de las FARC. La firmeza del presidente colombiano Álvaro Uribe, la respuesta de la Unión Europea a las pretensiones de legalizar el narcoterrorismo y la exigencia de liberación de todos los secuestrados conjuran el riesgo del apaciguamiento estéril frente al terror. Pero la trampa -en Colombia y aquí- seguirá tendida esperando a que en ella se acomoden las estrategias del buenismo, a que la paz como imperativo absoluto por encima de la libertad lo justifique todo, a que el Estado de Derecho se haga y se deshaga al compás de la falsas expectativas de final de violencia; esperando, en suma, a que la arrogancia de la buena conciencia impida ver el destrozo moral y político hacia el que el terrorismo quiere atraer a las sociedades democráticas.
1 comentario:
El hermano del articulista, cesado como director de ABC
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