Por Valentí Puig (ABC, 01/02/08):
Un sueño de Prometeo enajenado por Stalin siempre tuvo que devenir gesto genocida, como con Hitler. Stalin y Hitler pensaron en un futuro post-humano. Los caricaturistas de la teoría darvinista dibujaban a Darwin con rasgos de simio. Con los totalitarismos, los individuos perfectos que iban a ser los protagonistas ideales de la sociedad platónica pasaban a ser especímenes de pureza racial o bestias de carga, carnaza para dejar ensangrentados los campos de batalla con refuerzos de tropa fácilmente reproducible. Adolfo Hitler buscó perfeccionar los rasgos y potencias de la raza aria que debía dominar el mundo. Stalin intentó recurrir a la eugenesia para tener soldadesca de recambio.
La literatura ha indagado en los mundos de la fusión genética y de la manipulación. Al fin y al cabo, la dualidad del doctor Jekyll y el señor Hyde expresa un choque entre el bien y el mal que la ciencia médica ejecuta en el laboratorio. En «La isla del doctor Moreau» de H. G. Wells el experimento consiste en obtener un híbrido, humanizando por injerto a los animales. En «Mono y esencia», en 1948, Aldous Huxley escribe una suerte de parábola poco inteligible sobre los supervivientes de una hecatombe nuclear, en un mundo gobernado por una jerarquía de sacerdotes castrados. Es una comunidad primitiva, sin otra salida que el suicidio.
En 2005, el profesor de psicología Clive Wynne publicó un artículo indagando los precedentes reales del mito de King Kong. Recordaba como, en 1926, un biólogo soviético llamado Ilya Ivanov se había propuesto crear el «humancé»: el híbrido entre hombre y chimpancé. Sus experimentos previos con la inseminación artificial y cruce genético de caballos fueron un comienzo exitoso. En tiempos de los zares, había logrado híbridos de burro y cebra, de antílope y cabra. En su reciente libro, «Misa negra», tan desconcertante, John Gray vuelve a hablar de Ivanov. Lógicamente, a Stalin no le interesaba perfeccionar la especie humana sino obtener por hibridación de simio y hombre una nueva raza de soldado, infatigable, poco necesitado de alimento o reposo, indiferente al dolor, invencible. Ivanov fue a África a experimentar por encargo del Kremlin. Sin ningún resultado, inseminó tres chimpancés hembra con esperma humano. Luego fundó un instituto en Georgia, tierra natal de Stalin, para fertilizar seres humanos con esperma de simio.
Las pruebas fueron un fracaso total. Fue impracticable el encargo de Stalin: alterar la naturaleza humana. Ivanov también se puso en contacto con una dama cubana llamada Rosalía Abreu que tenía un criadero de chimpancés en La Habana. Le pedía uno de sus chimpancés machos para inseminar una voluntaria rusa designada como G. En fin, Ivanov cayó en desgracia y pasó al exilio en Kazastán. Murió esperando el tren para regresar a Moscú. Stalin se había quedado sin su super-guerrero obediente y fuerte como King Kong. Esa fue la configuración terminal del hombre nuevo que algunos ideólogos racionalistas habían propugnado en la Europa ilustrada.
Esta historia -según la contó el profesor Wynne- tuvo reflejos colaterales dignos de sátira. A la espera de noticias de La Habana, Ivanov pidió ayuda financiera a la Asociación Americana para el Progreso del Ateísmo, cuyo presidente gustaba de aparecer en público con un chimpancé trajeado. Así la iniciativa soviética se filtró a la prensa. Entonces nada menos que el Ku Klux Klan amenazó a la dama cubana por si colaboraba con tal monstruosidad e Ivanov se quedó sin chimpancé macho. De repente, las anécdotas iluminan la Historia con más precisión que un sistema de interpretación total.
Los vasos comunicantes entre el totalitarismo nazi y el comunismo totalitario son una de las inquietudes más maléficas del final del siglo XX. El paralelismo entre ambos fue tabú durante largo tiempo porque del comunismo se decía que había sido una idea mal llevada a la práctica, del mismo modo que se disculpaba a Lenin y se tenía al stalinismo como una aberración. Sabemos hoy que las conexiones y complicidades fueron constantes a partir de que Lenin precede a Mussolini y a Hitler. Luego Stalin y Hitler pactarían. Fue de alto voltaje el epistolario François Furet-Ernst Molte sobre fascismo y comunismo. Furet reconoció cómo después de la Segunda Guerra Mundial, la derrota de Hitler parece dar un aval democrático a Stalin, hasta el punto de que la obsesión antifascista -manipulada por el movimiento comunista- hizo impracticable el análisis de los regímenes comunistas. Para los intelectuales de Occidente, consumidores de marxismo como sustancia opiácea, la revolución bolchevique -incluso a pesar de las purgas y del Gulag- procedía de unos ideales humanistas mientras que el fascismo era una ideología hostil a la humanidad. Soljenitsin se encargó de arrancar definitivamente esa máscara. Entre Mengele e Ivanov, la hipótesis del mal ilimitado era la misma.
En la actualidad, los poderes de la tecnociencia representan el avance tangible a la vez que permitirían la regresión humana. Las posibilidades de la robótica alteran la noción de naturaleza humana, de la inteligencia del ser humano, merced a la turbo-inducción de conexiones neuronales. La máquina puede superar al hombre en capacidad de cálculo pero tardará mucho más en abstraer conceptos, establecer analogías, imaginar o imitar lo que es el espíritu. El bebé a medida, como las murallas de la vieja ciudad, encarna la divisoria increíble entre la virtualidad y la naturaleza, entre la prevención y la génesis. Entre la terapia deseable y la mutación extralimitada, la conciencia de nuestro tiempo topa una y otra vez con los límites de la dimensión ética. La complejidad nos abruma porque estamos en un mundo muy distinto al de King Kong y al de las hibridaciones frustradas de Ilya Ivanov. Tenemos el código del ADN, dosificamos la ataraxia con el Prozac, tenemos máquinas que intentan pensar, pensamos en el ciberespacio, tanteamos la clonación. Por ahí asoma el gran dilema liberal de este siglo de la biotecnología: ¿habrá que reclamarle al Estado que regule más y penalice? Todo el bien que puede hacer la ciencia todavía es una magnitud incógnita. El litio acabó con Freud y el mercado puso fin a la planificación colectiva. De poco ha de servir refugiarse en la casuística. Para casuística, el marxismo de King Kong.
Un sueño de Prometeo enajenado por Stalin siempre tuvo que devenir gesto genocida, como con Hitler. Stalin y Hitler pensaron en un futuro post-humano. Los caricaturistas de la teoría darvinista dibujaban a Darwin con rasgos de simio. Con los totalitarismos, los individuos perfectos que iban a ser los protagonistas ideales de la sociedad platónica pasaban a ser especímenes de pureza racial o bestias de carga, carnaza para dejar ensangrentados los campos de batalla con refuerzos de tropa fácilmente reproducible. Adolfo Hitler buscó perfeccionar los rasgos y potencias de la raza aria que debía dominar el mundo. Stalin intentó recurrir a la eugenesia para tener soldadesca de recambio.
La literatura ha indagado en los mundos de la fusión genética y de la manipulación. Al fin y al cabo, la dualidad del doctor Jekyll y el señor Hyde expresa un choque entre el bien y el mal que la ciencia médica ejecuta en el laboratorio. En «La isla del doctor Moreau» de H. G. Wells el experimento consiste en obtener un híbrido, humanizando por injerto a los animales. En «Mono y esencia», en 1948, Aldous Huxley escribe una suerte de parábola poco inteligible sobre los supervivientes de una hecatombe nuclear, en un mundo gobernado por una jerarquía de sacerdotes castrados. Es una comunidad primitiva, sin otra salida que el suicidio.
En 2005, el profesor de psicología Clive Wynne publicó un artículo indagando los precedentes reales del mito de King Kong. Recordaba como, en 1926, un biólogo soviético llamado Ilya Ivanov se había propuesto crear el «humancé»: el híbrido entre hombre y chimpancé. Sus experimentos previos con la inseminación artificial y cruce genético de caballos fueron un comienzo exitoso. En tiempos de los zares, había logrado híbridos de burro y cebra, de antílope y cabra. En su reciente libro, «Misa negra», tan desconcertante, John Gray vuelve a hablar de Ivanov. Lógicamente, a Stalin no le interesaba perfeccionar la especie humana sino obtener por hibridación de simio y hombre una nueva raza de soldado, infatigable, poco necesitado de alimento o reposo, indiferente al dolor, invencible. Ivanov fue a África a experimentar por encargo del Kremlin. Sin ningún resultado, inseminó tres chimpancés hembra con esperma humano. Luego fundó un instituto en Georgia, tierra natal de Stalin, para fertilizar seres humanos con esperma de simio.
Las pruebas fueron un fracaso total. Fue impracticable el encargo de Stalin: alterar la naturaleza humana. Ivanov también se puso en contacto con una dama cubana llamada Rosalía Abreu que tenía un criadero de chimpancés en La Habana. Le pedía uno de sus chimpancés machos para inseminar una voluntaria rusa designada como G. En fin, Ivanov cayó en desgracia y pasó al exilio en Kazastán. Murió esperando el tren para regresar a Moscú. Stalin se había quedado sin su super-guerrero obediente y fuerte como King Kong. Esa fue la configuración terminal del hombre nuevo que algunos ideólogos racionalistas habían propugnado en la Europa ilustrada.
Esta historia -según la contó el profesor Wynne- tuvo reflejos colaterales dignos de sátira. A la espera de noticias de La Habana, Ivanov pidió ayuda financiera a la Asociación Americana para el Progreso del Ateísmo, cuyo presidente gustaba de aparecer en público con un chimpancé trajeado. Así la iniciativa soviética se filtró a la prensa. Entonces nada menos que el Ku Klux Klan amenazó a la dama cubana por si colaboraba con tal monstruosidad e Ivanov se quedó sin chimpancé macho. De repente, las anécdotas iluminan la Historia con más precisión que un sistema de interpretación total.
Los vasos comunicantes entre el totalitarismo nazi y el comunismo totalitario son una de las inquietudes más maléficas del final del siglo XX. El paralelismo entre ambos fue tabú durante largo tiempo porque del comunismo se decía que había sido una idea mal llevada a la práctica, del mismo modo que se disculpaba a Lenin y se tenía al stalinismo como una aberración. Sabemos hoy que las conexiones y complicidades fueron constantes a partir de que Lenin precede a Mussolini y a Hitler. Luego Stalin y Hitler pactarían. Fue de alto voltaje el epistolario François Furet-Ernst Molte sobre fascismo y comunismo. Furet reconoció cómo después de la Segunda Guerra Mundial, la derrota de Hitler parece dar un aval democrático a Stalin, hasta el punto de que la obsesión antifascista -manipulada por el movimiento comunista- hizo impracticable el análisis de los regímenes comunistas. Para los intelectuales de Occidente, consumidores de marxismo como sustancia opiácea, la revolución bolchevique -incluso a pesar de las purgas y del Gulag- procedía de unos ideales humanistas mientras que el fascismo era una ideología hostil a la humanidad. Soljenitsin se encargó de arrancar definitivamente esa máscara. Entre Mengele e Ivanov, la hipótesis del mal ilimitado era la misma.
En la actualidad, los poderes de la tecnociencia representan el avance tangible a la vez que permitirían la regresión humana. Las posibilidades de la robótica alteran la noción de naturaleza humana, de la inteligencia del ser humano, merced a la turbo-inducción de conexiones neuronales. La máquina puede superar al hombre en capacidad de cálculo pero tardará mucho más en abstraer conceptos, establecer analogías, imaginar o imitar lo que es el espíritu. El bebé a medida, como las murallas de la vieja ciudad, encarna la divisoria increíble entre la virtualidad y la naturaleza, entre la prevención y la génesis. Entre la terapia deseable y la mutación extralimitada, la conciencia de nuestro tiempo topa una y otra vez con los límites de la dimensión ética. La complejidad nos abruma porque estamos en un mundo muy distinto al de King Kong y al de las hibridaciones frustradas de Ilya Ivanov. Tenemos el código del ADN, dosificamos la ataraxia con el Prozac, tenemos máquinas que intentan pensar, pensamos en el ciberespacio, tanteamos la clonación. Por ahí asoma el gran dilema liberal de este siglo de la biotecnología: ¿habrá que reclamarle al Estado que regule más y penalice? Todo el bien que puede hacer la ciencia todavía es una magnitud incógnita. El litio acabó con Freud y el mercado puso fin a la planificación colectiva. De poco ha de servir refugiarse en la casuística. Para casuística, el marxismo de King Kong.
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