Por Jesús Casquete (EL CORREO DIGITAL, 17/11/07):
Los recientes incidentes acaecidos en Madrid, con un joven antifascista muerto a manos de un simpatizante neonazi, han puesto en primera línea del debate político la posibilidad de prohibir la celebración de actos públicos de la ultraderecha en diferentes comunidades autónomas al hilo del 20-N, cuando se conmemora el aniversario de las muertes de Franco y de Primo de Rivera. En un sistema político liberal, éste de la restricción del derecho de manifestación es un tema complejo en el que se entrecruzan argumentos, pero también pasiones. A veces, sobre todo pasiones. No podemos dejar que la repulsa moral que en todo ciudadano de bien despierta la denigración de otros seres humanos por el hecho de su origen, ideología, condición social u orientación sexual nos haga perder el norte de las virtudes de un sistema garantista de libertades públicas.
A este respecto y en sociedades liberales la norma es: si los promotores de actos de la extrema derecha en la esfera pública son organizaciones legales que han cumplido en tiempo y forma con los trámites pertinentes para formalizar el derecho de manifestación, y además cuentan con un historial ‘limpio’ de actos ilegales, entonces las autoridades no tienen otra alternativa que hacer garantizar su ejercicio. Siendo éste el caso, y por poca consideración que nos merezcan las consignas y valores que en el curso del acto público en cuestión se vayan a airear, lo coherente es transmitir el mensaje de que la libertad de expresión rige para todos, también para quienes piensan de forma diferente. En una democracia no es lícito expresar cualquier idea, pero una vez que los tribunales han dictaminado que no atenta contra derecho, las autoridades públicas no tienen otra alternativa que la salvaguarda efectiva de la libertad de expresión y manifestación. Precedentes hay de manifestaciones que han sido prohibidas en primera instancia por las autoridades alegando una previsible alteración del orden público y que luego han sido autorizadas por los tribunales. Recuérdese a este respecto que el pasado 12 de octubre el Gobierno vasco denegó su autorización a Falange para manifestarse en San Sebastián, decisión luego reconvenida por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco a la vista del recurso presentado por los promotores.
Por lo que pueda haber de aleccionador, no estará de más al respecto de la gestión política, policial y social de actos protagonizados por agentes ‘inciviles’ de la sociedad civil volver la mirada al país que cuenta con una experiencia más dilatada y aquilatada en lidiar con la extrema derecha. Desde mediados de la década de 1990, el espectro neonazi en Alemania, con el Partido Nacionaldemócrata (NPD) a la cabeza, ha convertido la ocupación física de la esfera pública en uno de sus pilares estratégicos. La ‘lucha por la calle’, en ocasiones ligada a la conquista de ‘zonas nacionales liberadas’, tiene en la escenificación periódica de manifestaciones uno de sus momentos estelares. Estamos hablando de 60 manifestaciones en 2005 y de 70 en 2006. La coalición rojiverde liderada por Schröder presentó en 2001 un recurso de inconstitucionalidad del NPD que resultó desestimado por el Tribunal Constitucional dos años más tarde. Desde entonces las autoridades gubernativas han procurado minimizar el impacto y las consecuencias del ejercicio de un derecho constitucional por parte de un actor, el neonazi, que es ampliamente denostado por la sociedad alemana. Las medidas adoptadas con tal fin han sido de naturaleza variada. Una, también contemplada por la ley orgánica 9/1983 que regula el derecho de reunión y manifestación en España, consiste en modificar el itinerario de las manifestaciones y relegarlas a lugares periféricos de las ciudades y sin relevancia simbólica alguna. Ni siquiera tras décadas de confrontación con su pasado podría Alemania permitirse el lujo de evocar la imagen de las hordas pardas desfilando por la Puerta de Brandemburgo, como en 1933, por más que sus epígonos de hoy lo hayan intentado en repetidas ocasiones.
Una vez que la disputa legal ha sido resuelta, hemos de referirnos a las soluciones ‘técnicas’, esto es, policiales. A este respecto, en Alemania no se escatiman esfuerzos ni recursos para sembrar de obstáculos la asistencia a este tipo de actos. A menudo, el lugar y la hora de la convocatoria no se dan a conocer a la opinión pública, sino únicamente a los interesados, organizados previamente en redes. Las fuerzas de seguridad, hasta 2.000 efectivos para salvaguardar el derecho de manifestación de neonazis muy inferiores en número, sellan el itinerario previsto varios kilómetros cuadrados a la redonda con el fin de evitar la presencia de contramanifestantes. El acceso al recinto es tan restringido que un asistente potencial casi tiene que ‘demostrar’ que comparte aquella ideología para poder acceder a él. Los cacheos en busca de objetos susceptibles de ser utilizados como armas son asimismo habituales. Una forma particularmente efectiva de disuadir la participación consiste en la exposición de los asistentes a las cámaras de los medios de comunicación, dando por descontado que la policía también hará lo propio, de forma ostentosa tanto como discreta. Además, agentes especializados de la policía se entremezclan con los participantes a la busca de símbolos nazis prohibidos en forma de tatuajes, colgantes, indumentaria, etcétera, de los cuales la esvástica es el más conocido. Son todas ellas medidas destinadas a elevar los costes de la participación en las convocatorias.
Resta, por último, referirnos a las medidas de naturaleza social; de movilización social en la calle ante la celebración de una manifestación neonazi, para ser más precisos. En este sentido, el ejemplo de la sociedad alemana resulta modélico. A excepción obvia del espectro de extrema derecha, el grado de unanimidad del espectro político, sindical, eclesial y de la sociedad civil es total. Ante la noticia de una convocatoria neonazi, agentes sociales y políticos reaccionan sin fisuras y convocan a la población a dar rienda suelta a su coraje civil y a expresar pacíficamente en la calle su rechazo a una ideología que llevó al desastre a la Humanidad y que hoy insiste en despreciar la igualdad moral de todos los individuos.
Las situaciones de España y Alemania no resultan parangonables, ni por peso electoral de la extrema derecha ni tampoco por su arraigo social. El proceso de aprendizaje acumulado en aquel país en su historia reciente nos señala un modelo de cómo afrontar el momento manifestante de corrientes ideológicas que, intrínsecamente desigualitarias, expulsan a ciertas categorías sociales del ámbito de obligación moral de la comunidad. Este modelo descansa en combinar la disuasión de la participación con la salvaguarda de la libertad de expresión, con independencia de que nos guste lo que tengan que decir.
Los recientes incidentes acaecidos en Madrid, con un joven antifascista muerto a manos de un simpatizante neonazi, han puesto en primera línea del debate político la posibilidad de prohibir la celebración de actos públicos de la ultraderecha en diferentes comunidades autónomas al hilo del 20-N, cuando se conmemora el aniversario de las muertes de Franco y de Primo de Rivera. En un sistema político liberal, éste de la restricción del derecho de manifestación es un tema complejo en el que se entrecruzan argumentos, pero también pasiones. A veces, sobre todo pasiones. No podemos dejar que la repulsa moral que en todo ciudadano de bien despierta la denigración de otros seres humanos por el hecho de su origen, ideología, condición social u orientación sexual nos haga perder el norte de las virtudes de un sistema garantista de libertades públicas.
A este respecto y en sociedades liberales la norma es: si los promotores de actos de la extrema derecha en la esfera pública son organizaciones legales que han cumplido en tiempo y forma con los trámites pertinentes para formalizar el derecho de manifestación, y además cuentan con un historial ‘limpio’ de actos ilegales, entonces las autoridades no tienen otra alternativa que hacer garantizar su ejercicio. Siendo éste el caso, y por poca consideración que nos merezcan las consignas y valores que en el curso del acto público en cuestión se vayan a airear, lo coherente es transmitir el mensaje de que la libertad de expresión rige para todos, también para quienes piensan de forma diferente. En una democracia no es lícito expresar cualquier idea, pero una vez que los tribunales han dictaminado que no atenta contra derecho, las autoridades públicas no tienen otra alternativa que la salvaguarda efectiva de la libertad de expresión y manifestación. Precedentes hay de manifestaciones que han sido prohibidas en primera instancia por las autoridades alegando una previsible alteración del orden público y que luego han sido autorizadas por los tribunales. Recuérdese a este respecto que el pasado 12 de octubre el Gobierno vasco denegó su autorización a Falange para manifestarse en San Sebastián, decisión luego reconvenida por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco a la vista del recurso presentado por los promotores.
Por lo que pueda haber de aleccionador, no estará de más al respecto de la gestión política, policial y social de actos protagonizados por agentes ‘inciviles’ de la sociedad civil volver la mirada al país que cuenta con una experiencia más dilatada y aquilatada en lidiar con la extrema derecha. Desde mediados de la década de 1990, el espectro neonazi en Alemania, con el Partido Nacionaldemócrata (NPD) a la cabeza, ha convertido la ocupación física de la esfera pública en uno de sus pilares estratégicos. La ‘lucha por la calle’, en ocasiones ligada a la conquista de ‘zonas nacionales liberadas’, tiene en la escenificación periódica de manifestaciones uno de sus momentos estelares. Estamos hablando de 60 manifestaciones en 2005 y de 70 en 2006. La coalición rojiverde liderada por Schröder presentó en 2001 un recurso de inconstitucionalidad del NPD que resultó desestimado por el Tribunal Constitucional dos años más tarde. Desde entonces las autoridades gubernativas han procurado minimizar el impacto y las consecuencias del ejercicio de un derecho constitucional por parte de un actor, el neonazi, que es ampliamente denostado por la sociedad alemana. Las medidas adoptadas con tal fin han sido de naturaleza variada. Una, también contemplada por la ley orgánica 9/1983 que regula el derecho de reunión y manifestación en España, consiste en modificar el itinerario de las manifestaciones y relegarlas a lugares periféricos de las ciudades y sin relevancia simbólica alguna. Ni siquiera tras décadas de confrontación con su pasado podría Alemania permitirse el lujo de evocar la imagen de las hordas pardas desfilando por la Puerta de Brandemburgo, como en 1933, por más que sus epígonos de hoy lo hayan intentado en repetidas ocasiones.
Una vez que la disputa legal ha sido resuelta, hemos de referirnos a las soluciones ‘técnicas’, esto es, policiales. A este respecto, en Alemania no se escatiman esfuerzos ni recursos para sembrar de obstáculos la asistencia a este tipo de actos. A menudo, el lugar y la hora de la convocatoria no se dan a conocer a la opinión pública, sino únicamente a los interesados, organizados previamente en redes. Las fuerzas de seguridad, hasta 2.000 efectivos para salvaguardar el derecho de manifestación de neonazis muy inferiores en número, sellan el itinerario previsto varios kilómetros cuadrados a la redonda con el fin de evitar la presencia de contramanifestantes. El acceso al recinto es tan restringido que un asistente potencial casi tiene que ‘demostrar’ que comparte aquella ideología para poder acceder a él. Los cacheos en busca de objetos susceptibles de ser utilizados como armas son asimismo habituales. Una forma particularmente efectiva de disuadir la participación consiste en la exposición de los asistentes a las cámaras de los medios de comunicación, dando por descontado que la policía también hará lo propio, de forma ostentosa tanto como discreta. Además, agentes especializados de la policía se entremezclan con los participantes a la busca de símbolos nazis prohibidos en forma de tatuajes, colgantes, indumentaria, etcétera, de los cuales la esvástica es el más conocido. Son todas ellas medidas destinadas a elevar los costes de la participación en las convocatorias.
Resta, por último, referirnos a las medidas de naturaleza social; de movilización social en la calle ante la celebración de una manifestación neonazi, para ser más precisos. En este sentido, el ejemplo de la sociedad alemana resulta modélico. A excepción obvia del espectro de extrema derecha, el grado de unanimidad del espectro político, sindical, eclesial y de la sociedad civil es total. Ante la noticia de una convocatoria neonazi, agentes sociales y políticos reaccionan sin fisuras y convocan a la población a dar rienda suelta a su coraje civil y a expresar pacíficamente en la calle su rechazo a una ideología que llevó al desastre a la Humanidad y que hoy insiste en despreciar la igualdad moral de todos los individuos.
Las situaciones de España y Alemania no resultan parangonables, ni por peso electoral de la extrema derecha ni tampoco por su arraigo social. El proceso de aprendizaje acumulado en aquel país en su historia reciente nos señala un modelo de cómo afrontar el momento manifestante de corrientes ideológicas que, intrínsecamente desigualitarias, expulsan a ciertas categorías sociales del ámbito de obligación moral de la comunidad. Este modelo descansa en combinar la disuasión de la participación con la salvaguarda de la libertad de expresión, con independencia de que nos guste lo que tengan que decir.
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