Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de EE. Árabes en la Universidad de Alicante y colaborador de Bakeaz (EL CORREO DIGITAL, 07/06/08):
La carrera presidencial está dejando en evidencia, una vez más, la influencia de la que goza el ‘lobby’ proisraelí en Estados Unidos. La reciente intervención de Barack Obama ante el Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí (más conocido por sus siglas en inglés, AIPAC) muestra a las claras los intentos de los aspirantes a la presidencia de ganarse a este influyente grupo de presión.
El discurso del senador por Illinois estaba milimétricamente medido para presentarlo como un fiel amigo de Israel, al que se refirió como «nuestro más sólido aliado y la única democracia en la región». Obama prometió «un claro y fuerte compromiso con su seguridad», ya que «no hay mayor amenaza para la estabilidad de la región que Irán. El régimen iraní respalda a los extremistas, busca armas nucleares y nos enfrentamos a una posible transferencia de esas armas a terroristas». ¿Les recuerda a algo? Sobre las negociaciones de paz, el candidato demócrata a la Casa Blanca se mostró a favor de «un Estado judío y un Estado palestino. No voy a esperar a los últimos días de mi presidencia; será un compromiso activo desde el comienzo de mi gestión», pero a su vez fue condescendiente con el unilateralismo israelí al afirmar: «Nunca intentaremos dictar lo que es mejor para los israelíes y su seguridad. Nunca un primer ministro israelí debería sentirse arrastrado a la mesa de negociaciones por EE UU». Antes de abandonar el AIPAC, Obama hizo un último guiño a su audiencia: «Jerusalén debe ser la capital de Israel, sin dividirse».
La que ha sido su dura rival por la candidatura demócrata, Hillary Clinton, respondió, en un cuestionario que le planteó el Comité Judío Americano, otro de los tentáculos del ‘lobby’, que el enorme muro de 700 kilómetros que Israel construye en Cisjordania es «necesario, debido a la negativa de las autoridades palestinas a combatir el terrorismo», en clara sintonía con la posición del Gobierno israelí y obviando que dicha barrera anexa ‘de facto’ abundante territorio palestino.
Aunque tanto Obama como el candidato republicano John McCain son partidarios de una solución basada en la fórmula de los dos Estados, ninguno se ha pronunciado sobre qué fronteras los separarían. Quizás lo más preocupante sea que ninguno ha condenado las políticas de hechos consumados y de castigos colectivos que Israel acostumbra a aplicar en los Territorios Ocupados desde hace ya cuatro décadas. Es más, durante una reciente visita a Israel, McCain se comprometió a combatir con igual saña a Irán («que trata de desarrollar armas nucleares») que a Hamás («que pretende destruir a Israel»).
Todo ello invita a plantearse las razones que explican esta relación privilegiada entre EE UU e Israel. Desde su creación en 1948, Israel ha considerado que la ayuda de Washington era vital para garantizar su propia supervivencia. En los últimos sesenta años, las diferentes administraciones americanas han secundado al Estado hebreo al interpretar que constituía una avanzadilla de Occidente y que, llegado el caso, podría desempeñar el papel de guardián de los intereses estadounidenses en Oriente Medio. Hoy en día, seis décadas después de su creación, el proyecto estatal israelí está plenamente consolidado y, por lo tanto, no requiere del ilimitado apoyo norteamericano de antaño. De hecho, Israel es la principal potencia militar de la región y el único país que posee armas de destrucción masiva, tanto nucleares como químicas y bacteriológicas, hecho que teóricamente debería actuar como elemento disuasor y desactivar cualquier potencial amenaza de sus vecinos. Tras un exhaustivo análisis de la relación americana-israelí, John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt concluyen, en su obra ‘El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos’, que, tras la Guerra Fría, «Israel se ha convertido en una carga estratégica para EE UU», ya que muchas de «las políticas que han seguido en beneficio de Israel ponen ahora en peligro la seguridad nacional de EE UU. La combinación del extremadamente generoso apoyo a Israel y la prolongada ocupación israelí del territorio palestino ha avivado el antiamericanismo por todo el mundo árabe e islámico».
Para ambos académicos, catedráticos de las universidades de Chicago y Harvard, no existen diferencias notables entre los candidatos a la presidencia, porque «demócratas y republicanos temen por igual la influencia del ‘lobby’. Todos saben que cualquier político que desafía sus políticas tiene pocas posibilidades de convertirse en presidente». Llegados a este punto, cabe preguntarse en qué consiste dicho ‘lobby’. Según los autores, se trata de «una coalición inconexa de individuos y organizaciones compuesta tanto por judíos como por gentiles, cuyo propósito reconocido es hacer presión a favor de Israel dentro de EE UU e influir la política exterior estadounidense en la forma en la que sus miembros crean que beneficia al Estado judío».
El objetivo del ‘lobby’ proisraelí es asegurar un apoyo incondicional y acrítico de EE UU a Israel y marginar cualquier voz que abogue por una revisión de las relaciones bilaterales o por un proceso de paz palestino-israelí más equilibrado. El mencionado AIPAC es la cara más visible e influyente del ‘lobby’: goza de una extraordinaria capacidad a la hora de movilizar respaldos políticos y su influencia se extiende hasta el mismísimo Capitolio, tal y como han reconocido numerosos congresistas. Además de otorgar certificados de ‘buena conducta’ a los congresistas proisraelíes y facilitar su reelección mediante la financiación de sus campañas, el AIPAC señala a los sectores que considera antiisraelíes y los criminaliza acusándolos de antisemitas. El ex senador demócrata Ernest Hollings manifestó, tras abandonar su cargo en 2004, que «no es posible tener otra política israelí al margen de la que suministra el AIPAC».
Aunque su labor es similar a la de otros grupos de presión como la Asociación Nacional del Rifle, la Asociación Estadounidense de Jubilados o el Instituto Estadounidense del Petróleo, posee una enorme influencia en lo que atañe a la política exterior, intensificada en estos ocho años de presidencia de George W. Bush. Mearsheimer y Walt interpretan que «ningún otro ‘lobby’ étnico ha desviado esta política tan lejos del interés nacional de EE UU. El ‘lobby’ israelí ha tenido éxito en convencer a muchos estadounidenses de que los intereses de EE UU y los de Israel son esencialmente idénticos. En realidad no lo son». De hecho, el programa de este ‘lobby’, controlado por ‘halcones’ próximos al Likud y partidarios de un Gran Israel, se basa en un «firme apoyo al expansionismo de Israel a costa de los palestinos, confrontación con los enemigos de Israel con el fin de cambiar su política exterior radicalmente o desalojarlos del poder y mantenimiento de una importante presencia militar estadounidense en la zona a largo plazo», objetivos que ni mucho menos contribuyen a la recuperación de posiciones de Washington en Oriente Medio que pretende Barack Obama.
La carrera presidencial está dejando en evidencia, una vez más, la influencia de la que goza el ‘lobby’ proisraelí en Estados Unidos. La reciente intervención de Barack Obama ante el Comité de Asuntos Públicos Americano-Israelí (más conocido por sus siglas en inglés, AIPAC) muestra a las claras los intentos de los aspirantes a la presidencia de ganarse a este influyente grupo de presión.
El discurso del senador por Illinois estaba milimétricamente medido para presentarlo como un fiel amigo de Israel, al que se refirió como «nuestro más sólido aliado y la única democracia en la región». Obama prometió «un claro y fuerte compromiso con su seguridad», ya que «no hay mayor amenaza para la estabilidad de la región que Irán. El régimen iraní respalda a los extremistas, busca armas nucleares y nos enfrentamos a una posible transferencia de esas armas a terroristas». ¿Les recuerda a algo? Sobre las negociaciones de paz, el candidato demócrata a la Casa Blanca se mostró a favor de «un Estado judío y un Estado palestino. No voy a esperar a los últimos días de mi presidencia; será un compromiso activo desde el comienzo de mi gestión», pero a su vez fue condescendiente con el unilateralismo israelí al afirmar: «Nunca intentaremos dictar lo que es mejor para los israelíes y su seguridad. Nunca un primer ministro israelí debería sentirse arrastrado a la mesa de negociaciones por EE UU». Antes de abandonar el AIPAC, Obama hizo un último guiño a su audiencia: «Jerusalén debe ser la capital de Israel, sin dividirse».
La que ha sido su dura rival por la candidatura demócrata, Hillary Clinton, respondió, en un cuestionario que le planteó el Comité Judío Americano, otro de los tentáculos del ‘lobby’, que el enorme muro de 700 kilómetros que Israel construye en Cisjordania es «necesario, debido a la negativa de las autoridades palestinas a combatir el terrorismo», en clara sintonía con la posición del Gobierno israelí y obviando que dicha barrera anexa ‘de facto’ abundante territorio palestino.
Aunque tanto Obama como el candidato republicano John McCain son partidarios de una solución basada en la fórmula de los dos Estados, ninguno se ha pronunciado sobre qué fronteras los separarían. Quizás lo más preocupante sea que ninguno ha condenado las políticas de hechos consumados y de castigos colectivos que Israel acostumbra a aplicar en los Territorios Ocupados desde hace ya cuatro décadas. Es más, durante una reciente visita a Israel, McCain se comprometió a combatir con igual saña a Irán («que trata de desarrollar armas nucleares») que a Hamás («que pretende destruir a Israel»).
Todo ello invita a plantearse las razones que explican esta relación privilegiada entre EE UU e Israel. Desde su creación en 1948, Israel ha considerado que la ayuda de Washington era vital para garantizar su propia supervivencia. En los últimos sesenta años, las diferentes administraciones americanas han secundado al Estado hebreo al interpretar que constituía una avanzadilla de Occidente y que, llegado el caso, podría desempeñar el papel de guardián de los intereses estadounidenses en Oriente Medio. Hoy en día, seis décadas después de su creación, el proyecto estatal israelí está plenamente consolidado y, por lo tanto, no requiere del ilimitado apoyo norteamericano de antaño. De hecho, Israel es la principal potencia militar de la región y el único país que posee armas de destrucción masiva, tanto nucleares como químicas y bacteriológicas, hecho que teóricamente debería actuar como elemento disuasor y desactivar cualquier potencial amenaza de sus vecinos. Tras un exhaustivo análisis de la relación americana-israelí, John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt concluyen, en su obra ‘El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos’, que, tras la Guerra Fría, «Israel se ha convertido en una carga estratégica para EE UU», ya que muchas de «las políticas que han seguido en beneficio de Israel ponen ahora en peligro la seguridad nacional de EE UU. La combinación del extremadamente generoso apoyo a Israel y la prolongada ocupación israelí del territorio palestino ha avivado el antiamericanismo por todo el mundo árabe e islámico».
Para ambos académicos, catedráticos de las universidades de Chicago y Harvard, no existen diferencias notables entre los candidatos a la presidencia, porque «demócratas y republicanos temen por igual la influencia del ‘lobby’. Todos saben que cualquier político que desafía sus políticas tiene pocas posibilidades de convertirse en presidente». Llegados a este punto, cabe preguntarse en qué consiste dicho ‘lobby’. Según los autores, se trata de «una coalición inconexa de individuos y organizaciones compuesta tanto por judíos como por gentiles, cuyo propósito reconocido es hacer presión a favor de Israel dentro de EE UU e influir la política exterior estadounidense en la forma en la que sus miembros crean que beneficia al Estado judío».
El objetivo del ‘lobby’ proisraelí es asegurar un apoyo incondicional y acrítico de EE UU a Israel y marginar cualquier voz que abogue por una revisión de las relaciones bilaterales o por un proceso de paz palestino-israelí más equilibrado. El mencionado AIPAC es la cara más visible e influyente del ‘lobby’: goza de una extraordinaria capacidad a la hora de movilizar respaldos políticos y su influencia se extiende hasta el mismísimo Capitolio, tal y como han reconocido numerosos congresistas. Además de otorgar certificados de ‘buena conducta’ a los congresistas proisraelíes y facilitar su reelección mediante la financiación de sus campañas, el AIPAC señala a los sectores que considera antiisraelíes y los criminaliza acusándolos de antisemitas. El ex senador demócrata Ernest Hollings manifestó, tras abandonar su cargo en 2004, que «no es posible tener otra política israelí al margen de la que suministra el AIPAC».
Aunque su labor es similar a la de otros grupos de presión como la Asociación Nacional del Rifle, la Asociación Estadounidense de Jubilados o el Instituto Estadounidense del Petróleo, posee una enorme influencia en lo que atañe a la política exterior, intensificada en estos ocho años de presidencia de George W. Bush. Mearsheimer y Walt interpretan que «ningún otro ‘lobby’ étnico ha desviado esta política tan lejos del interés nacional de EE UU. El ‘lobby’ israelí ha tenido éxito en convencer a muchos estadounidenses de que los intereses de EE UU y los de Israel son esencialmente idénticos. En realidad no lo son». De hecho, el programa de este ‘lobby’, controlado por ‘halcones’ próximos al Likud y partidarios de un Gran Israel, se basa en un «firme apoyo al expansionismo de Israel a costa de los palestinos, confrontación con los enemigos de Israel con el fin de cambiar su política exterior radicalmente o desalojarlos del poder y mantenimiento de una importante presencia militar estadounidense en la zona a largo plazo», objetivos que ni mucho menos contribuyen a la recuperación de posiciones de Washington en Oriente Medio que pretende Barack Obama.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario