José Vidal-Beneyto, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global (EL PAÍS, 09/06/08):
Dar noticia y razón de nuestra tan compleja realidad contemporánea y hacerlo con la urgencia que imponen los usos informativos y con la brevedad a que obliga la parvedad del espacio y del tiempo de que se dispone, además de destinar el producto resultante a un público indiferenciado y masivo es configurar un destino mediático presidido por la simplificación y la banalidad. Destino que es globalmente resultado del ejercicio periodístico porque la realidad informativa es una materia que no cabe transmitir tal cual, dado que el informador no es un mero transmisor y que su obra, el entramado que forman las noticias, necesita ser conformado. Todo ello en función de que el contenido que soporta no se comunica sin más, no se difunde directamente, pues el informador no lo reproduce sino que lo produce. En consecuencia, sólo el análisis de las condiciones que acaban de referirse puede hacernos comprender el porqué y el cómo de ese proceso productivo.
Máxime en una situación como la actual en la que la información es antes que nada una actividad económica, un proceso mercantil, y la noticia es esencialmente una mercancía, a la que la digitalización ha dotado de una ubicuidad extraordinaria, que la ha convertido en un producto tan circulante y múltiple como el dinero. Lo que explica que hoy, partiendo de los medios de comunicación, se hayan constituido muy poderosos imperios mediáticos, que se han traducido en fortunas tan grandes y diversificadas como las de Robert Murdoch, Carlos Slim, etcétera.
Por lo demás, esa naturaleza mercantil coincide y convive con su condición de derecho básico a la información, que es un derecho fundamental que se declina según dos acepciones distintas y complementarias. En primer lugar, como derecho de todos los seres humanos, de cualquier condición y en cualquier lugar, a la libre expresión de sus ideas y opiniones, indisociablemente vinculado con su derecho incondicionable a ser informados de manera efectiva. Lo que quiere decir una información veraz y plural, no objetiva. Porque desde que Heisenberg, Heinz von Foerster y los más solventes científicos contemporáneos nos enseñaron que en todo proceso de conocimiento y experimentación, el simple hecho de iniciarlo modifica el objeto que se conoce o sobre el que se experimenta, los modestos científicos que somos los analistas sociales hemos de renunciar a la pretensión de alcanzar un conocimiento objetivo de la realidad social, es decir, de la sociedad y de sus principales procesos, tal y como en sí mismos son, y hemos de satisfacernos con la veracidad, es decir, con presentar y escarbar en los datos que sobre esa realidad se nos ofrecen, valorando su fiabilidad, completud y coherencia.
Reitero este planteamiento que presenté hace más de 30 años, en el marco del Comité Mundial de Comunicación, Conocimiento y Cultura que entonces presidía, con el propósito de sustituir el término objetividad por los de veracidad y pluralismo.
A ese derecho universal a la información de los individuos corresponde el deber, la obligación irrestrictible de los colectivos comunitarios y de quienes los presiden, de facilitar todo tipo de información sobre los temas esenciales para su funcionamiento. La proximidad entre información, económica y política, y la continua circulación, entre ellas, de bastantes de sus protagonistas ha suscitado la aparición de una clase político-mediática, volcada a la celebridad y al enriquecimiento, confortada por la polivalencia de sus protagonistas. El abultado pelotón cuyos nombres a todos nos constan, de quienes en democracia han saltado de la política al negocio y vuelta a empezar, sin perder pie en los medios, no necesita comentario alguno.
En todas partes, pero sobre todo en Italia y en España, abundan los ejemplos del periodista sin escrúpulos y de la empresa voraz que a golpe de agresiones y de chanchullos se impone en el feroz paisaje mediático. Claro que junto a esta actividad lamentable aparece una profesión hecha de nobleza y coraje, una práctica de alto riesgo, derivada no de su impericia o imprudencia, sino de la sustancia misma de su oficio: buscar la noticia. Ya en 1974 la Escuela de Chicago nos enseñó que las noticias por antonomasia son las malas noticias -News are only bad news-, y ¿qué peores noticias que la guerra? Los 168 conflictos bélicos en el mundo que han contado los polemólogos entre 1945 y 2005 tienen mucho que ver con el elevado precio que ha tenido que pagar la profesión de periodista. En un solo año, 2003, 106 muertos y 72 secuestrados; entre los primeros, José Couso, asesinado con la cámara en la mano por las fuerzas de los Estados Unidos en el hotel Palestina, de Bagdad, de lo que ha dado cabal cuenta José Yoldi en este diario.
En cualquier caso, todo ello hace imperativo que se establezcan y respeten los derechos y obligaciones de los informadores y los Estados, de los periodistas, los políticos y las empresas, y que el pluralismo sea la pauta hegemónica del ejercicio periodístico. Pluralidad ideológica de las diversas propuestas informativas, o pluralismo externo, sin olvidar el respeto a la diversidad ideológica en el seno de cada redacción, o pluralismo endógeno, compatible con la legítima exigencia de cada medio a imponer su línea editorial.
Los muchos encuentros que he tenido ocasión de mantener con periodistas con ocasión de la concesión del Premio José Couso de la Libertad de la Prensa, que el Colegio de Periodistas de Galicia y el Club de Prensa de Ferrol acaban de otorgarme, me han confirmado que, más allá de las clásicas y necesarias salvaguardas expresadas en la cláusula de conciencia y el secreto profesional, es capital y urgente establecer un estatuto de la Redacción y otro del periodista, que garanticen, laboralmente, la seguridad del puesto de trabajo y, profesionalmente, el pluralismo interno, regulando, al mismo tiempo, la acreditación profesional del periodista.
Sin olvidar que las instancias públicas deben obligarse a dar libre acceso a toda la documentación relativa a los sucesos importantes para la vida de su comunidad. Ya sé que hay quien pretende que el mejor estatuto periodístico es el que no existe, lo que me recuerda a los nostálgicos franquistas, diciéndonos que el mejor rojo era el rojo muerto. Pero ello nos ayudaría a superar el perturbador antagonismo entre periodistas y empresas informativas, que travisten su rivalidad a través de asociaciones de la prensa versus colegios y sindicatos de periodistas, y dotaría a una profesión cuyas consecuencias económicas y políticas son tan decisivas del marco pública y jurídicamente reconocido que reclama y necesita. ¿Por qué no le damos un empujón definitivo al proyecto que se presentó hace cuatro años?
Dar noticia y razón de nuestra tan compleja realidad contemporánea y hacerlo con la urgencia que imponen los usos informativos y con la brevedad a que obliga la parvedad del espacio y del tiempo de que se dispone, además de destinar el producto resultante a un público indiferenciado y masivo es configurar un destino mediático presidido por la simplificación y la banalidad. Destino que es globalmente resultado del ejercicio periodístico porque la realidad informativa es una materia que no cabe transmitir tal cual, dado que el informador no es un mero transmisor y que su obra, el entramado que forman las noticias, necesita ser conformado. Todo ello en función de que el contenido que soporta no se comunica sin más, no se difunde directamente, pues el informador no lo reproduce sino que lo produce. En consecuencia, sólo el análisis de las condiciones que acaban de referirse puede hacernos comprender el porqué y el cómo de ese proceso productivo.
Máxime en una situación como la actual en la que la información es antes que nada una actividad económica, un proceso mercantil, y la noticia es esencialmente una mercancía, a la que la digitalización ha dotado de una ubicuidad extraordinaria, que la ha convertido en un producto tan circulante y múltiple como el dinero. Lo que explica que hoy, partiendo de los medios de comunicación, se hayan constituido muy poderosos imperios mediáticos, que se han traducido en fortunas tan grandes y diversificadas como las de Robert Murdoch, Carlos Slim, etcétera.
Por lo demás, esa naturaleza mercantil coincide y convive con su condición de derecho básico a la información, que es un derecho fundamental que se declina según dos acepciones distintas y complementarias. En primer lugar, como derecho de todos los seres humanos, de cualquier condición y en cualquier lugar, a la libre expresión de sus ideas y opiniones, indisociablemente vinculado con su derecho incondicionable a ser informados de manera efectiva. Lo que quiere decir una información veraz y plural, no objetiva. Porque desde que Heisenberg, Heinz von Foerster y los más solventes científicos contemporáneos nos enseñaron que en todo proceso de conocimiento y experimentación, el simple hecho de iniciarlo modifica el objeto que se conoce o sobre el que se experimenta, los modestos científicos que somos los analistas sociales hemos de renunciar a la pretensión de alcanzar un conocimiento objetivo de la realidad social, es decir, de la sociedad y de sus principales procesos, tal y como en sí mismos son, y hemos de satisfacernos con la veracidad, es decir, con presentar y escarbar en los datos que sobre esa realidad se nos ofrecen, valorando su fiabilidad, completud y coherencia.
Reitero este planteamiento que presenté hace más de 30 años, en el marco del Comité Mundial de Comunicación, Conocimiento y Cultura que entonces presidía, con el propósito de sustituir el término objetividad por los de veracidad y pluralismo.
A ese derecho universal a la información de los individuos corresponde el deber, la obligación irrestrictible de los colectivos comunitarios y de quienes los presiden, de facilitar todo tipo de información sobre los temas esenciales para su funcionamiento. La proximidad entre información, económica y política, y la continua circulación, entre ellas, de bastantes de sus protagonistas ha suscitado la aparición de una clase político-mediática, volcada a la celebridad y al enriquecimiento, confortada por la polivalencia de sus protagonistas. El abultado pelotón cuyos nombres a todos nos constan, de quienes en democracia han saltado de la política al negocio y vuelta a empezar, sin perder pie en los medios, no necesita comentario alguno.
En todas partes, pero sobre todo en Italia y en España, abundan los ejemplos del periodista sin escrúpulos y de la empresa voraz que a golpe de agresiones y de chanchullos se impone en el feroz paisaje mediático. Claro que junto a esta actividad lamentable aparece una profesión hecha de nobleza y coraje, una práctica de alto riesgo, derivada no de su impericia o imprudencia, sino de la sustancia misma de su oficio: buscar la noticia. Ya en 1974 la Escuela de Chicago nos enseñó que las noticias por antonomasia son las malas noticias -News are only bad news-, y ¿qué peores noticias que la guerra? Los 168 conflictos bélicos en el mundo que han contado los polemólogos entre 1945 y 2005 tienen mucho que ver con el elevado precio que ha tenido que pagar la profesión de periodista. En un solo año, 2003, 106 muertos y 72 secuestrados; entre los primeros, José Couso, asesinado con la cámara en la mano por las fuerzas de los Estados Unidos en el hotel Palestina, de Bagdad, de lo que ha dado cabal cuenta José Yoldi en este diario.
En cualquier caso, todo ello hace imperativo que se establezcan y respeten los derechos y obligaciones de los informadores y los Estados, de los periodistas, los políticos y las empresas, y que el pluralismo sea la pauta hegemónica del ejercicio periodístico. Pluralidad ideológica de las diversas propuestas informativas, o pluralismo externo, sin olvidar el respeto a la diversidad ideológica en el seno de cada redacción, o pluralismo endógeno, compatible con la legítima exigencia de cada medio a imponer su línea editorial.
Los muchos encuentros que he tenido ocasión de mantener con periodistas con ocasión de la concesión del Premio José Couso de la Libertad de la Prensa, que el Colegio de Periodistas de Galicia y el Club de Prensa de Ferrol acaban de otorgarme, me han confirmado que, más allá de las clásicas y necesarias salvaguardas expresadas en la cláusula de conciencia y el secreto profesional, es capital y urgente establecer un estatuto de la Redacción y otro del periodista, que garanticen, laboralmente, la seguridad del puesto de trabajo y, profesionalmente, el pluralismo interno, regulando, al mismo tiempo, la acreditación profesional del periodista.
Sin olvidar que las instancias públicas deben obligarse a dar libre acceso a toda la documentación relativa a los sucesos importantes para la vida de su comunidad. Ya sé que hay quien pretende que el mejor estatuto periodístico es el que no existe, lo que me recuerda a los nostálgicos franquistas, diciéndonos que el mejor rojo era el rojo muerto. Pero ello nos ayudaría a superar el perturbador antagonismo entre periodistas y empresas informativas, que travisten su rivalidad a través de asociaciones de la prensa versus colegios y sindicatos de periodistas, y dotaría a una profesión cuyas consecuencias económicas y políticas son tan decisivas del marco pública y jurídicamente reconocido que reclama y necesita. ¿Por qué no le damos un empujón definitivo al proyecto que se presentó hace cuatro años?
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