sábado, febrero 23, 2008

Bush y las actuales tormentas financieras

Por Paul A. Samuelson, economista y premio Nobel estadounidense. Traducción de M. L. Rodríguez Tapia. © Paul Samuelson. Distribuido por Tribune Media Services, 2008 (EL PAÍS, 28/01/08):

Ojalá tus hijos vivan tiempos interesantes”. Estas palabras eran una antigua maldición, no un deseo de buena voluntad: las guerras y las revoluciones son épocas apasionantes. Una prosperidad prudente y pacífica es muy aburrida. Y así pareció evolucionar la macroeconomía entre 1980 y 2005, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Qué engaño.

1. En teoría, se había controlado ya la inflación, y el coste no habían sido más que dos breves recesiones sucesivas en el periodo 1980-1981, cuando Paul Volcker era presidente de la Reserva Federal.

2. Después vino la “saludable burbuja” del mercado de Wall Street que Merlín el Mago, encarnado por el astuto Alan Greenspan, dejó que se enconara a lo loco.

“Al fin y al cabo”, decía el doctor Greenspan recordando su época en la camada de Ayn Rand [fundadora del objetivismo], “si unas personas invierten en acciones o valores que están revalorizándose, ¿quiénes somos nosotros para poner en duda lo que hacen y bajar los márgenes permitidos de compra con financiación ajena o aumentar los tipos de interés de la Reserva Federal?” Con suerte, podía contarse con que las innovaciones de Joseph Schumpeter fueran beneficiosas para todos.

Lo que era inevitable sucedió precisamente cuando George W. Bush se hizo con la presidencia en 2000 y los republicanos obtuvieron mayoría en las dos Cámaras del Congreso.

El “conservadurismo compasivo” de Bush se tradujo en compasivos regalos fiscales a los plutócratas, además de una nueva desregulación de la contabilidad empresarial.

En Wall Street, los cínicos llamaron a esta nueva etapa “la nueva era de Harvey Pitt”. Pitt fue nombrado presidente de la Comisión del Mercado de Valores estadounidense (SEC en sus siglas en inglés) precisamente porque había sido asesor legal de las Cuatro Grandes, las principales empresas de contabilidad. El primer discurso de Pitt proclamó el amanecer de “una SEC más amable”.

Los abogados, contables y consejeros delegados entendieron lo que insinuaba Pitt: si uno se acogía a tal o cual vacío dudoso para eludir impuestos, a Hacienda no le iba a importar. Era posible ocultar las pérdidas y exagerar los beneficios mediante unos manejos de los balances que violaban las estrictas normas de contabilidad legisladas en los años anteriores a Bush.

¿Por qué traer a colación esta vieja historia? Por una buena razón.

Las bancarrotas y las ciénagas macroeconómicas que sufre hoy el mundo tienen relación directa con los chanchullos de ingeniería financiera que el aparato oficial aprobó e incluso esti-muló durante la era de Bush. El joven George Bush no sólo metió la pata en la política de Oriente Próximo. Además, la versión Bush-Rove de la democracia plutocrática logró la peculiar alquimia de convertir un ciclo normal de expansión y contracción en la vivienda en un pánico financiero mundial a la vieja usanza y difícil de controlar.

En esta ocasión, Estados Unidos fue la Eva del Paraíso que tentó a los banqueros suizos, alemanes y británicos para que comieran la perversa manzana de la no transparencia y la inconsciente utilización desmesurada de fondos ajenos para comprar. ¿Previeron Ayn Rand y el libertario Milton Friedman que el Edén del mercado de Adam Smith iba a convertirse en el desorden actual? ¿Dónde estaban el gobernador del Banco de Inglaterra, Mervyn King, y los responsables del Banco Central Europeo y el Banco de Japón mientras empezaban a venirse encima estos desastres?

Ni los habituales consejeros delegados mediocres ni los dirigentes mundiales prestaron nunca la suficiente atención a los peligrosos vientos que empezaban a soplar. Si estuviéramos en 1929, la actual epidemia financiera sería el preludio de una larga depresión mundial. Por fortuna, la historia económica nos ha enseñado mucho desde entonces.

Los bancos centrales, como explicaron Walter Bagehot en el siglo XIX y Charles Kindleberger en el XX, son, sobre todo, los prestamistas de último recurso. Como diría Kipling, “¿qué saben de dinero si sólo el dinero conocen?” Cuando las acciones y los bonos se calientan o se congelan, la preocupación de la inflación, el mantra inicial de Bernanke, no es suficiente, ni mucho menos.

La calle, en todo el mundo, está pendiente de ver cómo hacen frente los Gobiernos al torbellino sembrado por ese exceso de desregulación: pérdida de puestos de trabajo; ahorros dilapidados; aumento de precios en la energía y las materias primas; ganancias de capital negativas en la vivienda y las carteras diversificadas. Por supuesto, algunos problemas se derivan de nuestros propios pecados de omisión y comisión. Otros, de las conmociones en el suministro: interrupciones en las perforaciones de petróleo de Oriente Próximo, inflación en las materias primas y los alimentos debido a la nueva demanda de un nivel de vida mejor en China. No obstante, son más los que proceden de los fallos cometidos por los administradores sociales a los que los votantes, ricos y pobres, eligieron para los más altos cargos.

Parece que, por fin, ha entrado en la Casa Blanca el viejo lema: “Es la economía, estúpido”. Y el presidente George W. Bush -a quien enseñaron algo mejor que eso en Yale- se ha lanzado a formular, en serio, la propuesta de hacer permanentes las apresuradas ventajas fiscales y desregulaciones causantes de los escándalos económicos de hoy.

Varios asesores del circo que fueron los primeros años de Reagan, partidarios de la economía de la oferta, miembros desacreditados de la derecha radical, han salido de su retiro para volver a pedir que no haya impuestos sobre las ganancias de capital y que determinados servicios esenciales del Gobierno pasen a depender por completo de un impuesto de tipo único para los asalariados.

Cuando el miedo al riesgo ahoga tanto la inversión como el consumo, la receta para que los bancos bajen más los tipos de interés es un gasto presupuestario sensato y mesurado.

Las locuras de los electorados se pueden remediar en futuras elecciones. Sin embargo, todo el mundo sabe que, hoy en día, el dinero sirve para comprar votos legalmente. Por eso los realistas matizan su optimismo con cierta cautela.

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