Por Mateo Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 28/01/09):
Al calor de sus fabulosas reservas de hidrocarburos, pero sin olvidar la añeja retórica de la solidaridad paneslava, la Rusia de Vladimir Putin avanza sus peones en Europa con voluntad estratégica de recuperar parte del terreno perdido desde el ocaso del comunismo y la extinción de la URSS. La ofensiva económico-diplomática no oculta el designio de que la OTAN siga alejada del “extranjero próximo”, espacio integrado por las repúblicas exsoviéticas, al tiempo que preserva el entendimiento con China frente a la hegemonía estadounidense y secunda el reproche de proselitismo que el patriarca de Moscú dirige al Vaticano.
Sin referirse al clima de guerra fría con algunos países occidentales, especialmente con EEUU y Gran Bretaña, en su primer discurso electoral, Dmitri Medvédev, que sucederá a Putin tras las elecciones del 2 de marzo, abogó por la más estricta continuidad, una vez superado el caos postsoviético, y expuso sus objetivos con nitidez: “Rusia será una de las cinco primeras economías del mundo en 10 o 15 años”. La marcha hacia el oeste, esta vez sin tanques y sin doctrinas de soberanía limitada, sigue con renovados bríos.
EL NACIONALISMO serbio, amenazado por la actitud occidental ante la independencia de Kosovo, mira hacia Moscú, esgrime la solidaridad ortodoxa y se deja arrullar por las inversiones y promesas de Gazprom, la primera empresa gasista del mundo, que acaba de adquirir el 51% del monopolio estatal serbio (NIS) e invertirá 500 millones de euros para modernizar las infraestructuras. Belgrado se incorporará a la red de gasoductos que partiendo de Siberia llegan o se proponen llegar al corazón de Europa.
La visita de Putin a Sofía, el 17 y 18 de enero, concluyó con un acuerdo para que Bulgaria, la hermana menor de los eslavófilos rusos, se incorpore al gasoducto llamado South Stream que construye el consorcio de Gazprom con el grupo estatal italiano ENI, en competencia con el proyecto denominado Nabucco, que desde Irán y el Caspio, a través de Turquía, debe llegar hasta Viena, patrocinado por la Unión Europea (UE) con el objetivo de diversificar los suministros y reducir la dependencia del gas ruso.
Como se deduce de la actitud italiana, el señuelo de hacer buenos negocios sienta mal a la solidaridad europea. Las mismas vacilaciones pueden observarse en Berlín, cuya marcha hacia al este se alimenta de la codicia que despierta la inmensidad del espacio ruso. El gasoducto marino llamado North Stream, también construido por Gazprom con capitales alemanes, en un consorcio presidido por el excanciller Gerhard Schröder, unirá el territorio ruso con el alemán atravesando el Báltico, con evidente quebranto para los países por los que discurre el que ahora funciona (Bielorrusia, Polonia y países bálticos).
Mientras el gasoducto con patrocinio de Bruselas se resiente de problemas logísticos, pero, sobre todo, de la ausencia de una voluntad política común en la UE y de las disputas sobre su financiación, los que construye Gazprom con el concurso de Alemania, Bulgaria, Hungría e Italia avanzan sin demora. La división europea, augurio de fracaso, contrasta con la firme voluntad del Kremlin.
La nueva situación tiene otras repercusiones geoestratégicas. El proyecto de EEUU de un escudo antimisiles, asumido por la OTAN, empieza a suscitar reticencias en los países destinatarios, Polonia y República Checa, mientras crece el rechazo en la que fuera Europa del Este, como destapó el 21 de enero el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, ante la Asamblea del Consejo de Europa. El mismo día, el ministro polaco de Exteriores señaló en Moscú que su Gobierno se proponía consultar con el Kremlin sobre el sistema antibalístico.
Como en los rituales soviéticos, el jefe del Estado Mayor, general Yuri Baluyevski, advirtió de que Rusia estaba dispuesta a emplear armas nucleares para defenderse del terrorismo internacional y de las potencias que buscan una hegemonía global o regional. Luego se anunció que el próximo 1 de mayo los tanques y los misiles regresarán a la plaza Roja para el desfile tradicional y la exhibición de la panoplia militar dedicada a los clientes. Rusia no solo alardea como un nuevo rico, sino que despliega su orgullo recuperado.
POCO IMPORTAN las doctrinas que se elaboran en Washington o Londres, con ribetes de guerra fría, para menoscabar la empresa restauradora de Putin y sus amigos de los servicios secretos. La última que he leído en la revista Foreign Affairs, debida a dos universitarios de Stanford, da por sentado que Rusia vive ya bajo un régimen autoritario y sostiene que “los aparentes progresos bajo Putin habrían sido mayores si la democracia hubiera sobrevivido”. Una premisa poco convincente y una hipótesis indemostrable y sin influencia sobre el ruso medio.
Siempre he pensado que los destinos de Rusia y Europa deberían ser convergentes, de cooperación y no de conflicto, para dominar tanto la fragilidad europea como la tentación asiática y autocrática que periódicamente sacude los cimientos del Kremlin. Pero la idea gaullista de una Europa del Atlántico a los Urales yace en los anaqueles polvorientos. Ninguna aproximación será convincente mientras la UE actúe en orden disperso y sus socios antepongan las ventajas coyunturales dictadas por la penuria energética a los beneficios a largo plazo.
Al calor de sus fabulosas reservas de hidrocarburos, pero sin olvidar la añeja retórica de la solidaridad paneslava, la Rusia de Vladimir Putin avanza sus peones en Europa con voluntad estratégica de recuperar parte del terreno perdido desde el ocaso del comunismo y la extinción de la URSS. La ofensiva económico-diplomática no oculta el designio de que la OTAN siga alejada del “extranjero próximo”, espacio integrado por las repúblicas exsoviéticas, al tiempo que preserva el entendimiento con China frente a la hegemonía estadounidense y secunda el reproche de proselitismo que el patriarca de Moscú dirige al Vaticano.
Sin referirse al clima de guerra fría con algunos países occidentales, especialmente con EEUU y Gran Bretaña, en su primer discurso electoral, Dmitri Medvédev, que sucederá a Putin tras las elecciones del 2 de marzo, abogó por la más estricta continuidad, una vez superado el caos postsoviético, y expuso sus objetivos con nitidez: “Rusia será una de las cinco primeras economías del mundo en 10 o 15 años”. La marcha hacia el oeste, esta vez sin tanques y sin doctrinas de soberanía limitada, sigue con renovados bríos.
EL NACIONALISMO serbio, amenazado por la actitud occidental ante la independencia de Kosovo, mira hacia Moscú, esgrime la solidaridad ortodoxa y se deja arrullar por las inversiones y promesas de Gazprom, la primera empresa gasista del mundo, que acaba de adquirir el 51% del monopolio estatal serbio (NIS) e invertirá 500 millones de euros para modernizar las infraestructuras. Belgrado se incorporará a la red de gasoductos que partiendo de Siberia llegan o se proponen llegar al corazón de Europa.
La visita de Putin a Sofía, el 17 y 18 de enero, concluyó con un acuerdo para que Bulgaria, la hermana menor de los eslavófilos rusos, se incorpore al gasoducto llamado South Stream que construye el consorcio de Gazprom con el grupo estatal italiano ENI, en competencia con el proyecto denominado Nabucco, que desde Irán y el Caspio, a través de Turquía, debe llegar hasta Viena, patrocinado por la Unión Europea (UE) con el objetivo de diversificar los suministros y reducir la dependencia del gas ruso.
Como se deduce de la actitud italiana, el señuelo de hacer buenos negocios sienta mal a la solidaridad europea. Las mismas vacilaciones pueden observarse en Berlín, cuya marcha hacia al este se alimenta de la codicia que despierta la inmensidad del espacio ruso. El gasoducto marino llamado North Stream, también construido por Gazprom con capitales alemanes, en un consorcio presidido por el excanciller Gerhard Schröder, unirá el territorio ruso con el alemán atravesando el Báltico, con evidente quebranto para los países por los que discurre el que ahora funciona (Bielorrusia, Polonia y países bálticos).
Mientras el gasoducto con patrocinio de Bruselas se resiente de problemas logísticos, pero, sobre todo, de la ausencia de una voluntad política común en la UE y de las disputas sobre su financiación, los que construye Gazprom con el concurso de Alemania, Bulgaria, Hungría e Italia avanzan sin demora. La división europea, augurio de fracaso, contrasta con la firme voluntad del Kremlin.
La nueva situación tiene otras repercusiones geoestratégicas. El proyecto de EEUU de un escudo antimisiles, asumido por la OTAN, empieza a suscitar reticencias en los países destinatarios, Polonia y República Checa, mientras crece el rechazo en la que fuera Europa del Este, como destapó el 21 de enero el primer ministro de Eslovaquia, Robert Fico, ante la Asamblea del Consejo de Europa. El mismo día, el ministro polaco de Exteriores señaló en Moscú que su Gobierno se proponía consultar con el Kremlin sobre el sistema antibalístico.
Como en los rituales soviéticos, el jefe del Estado Mayor, general Yuri Baluyevski, advirtió de que Rusia estaba dispuesta a emplear armas nucleares para defenderse del terrorismo internacional y de las potencias que buscan una hegemonía global o regional. Luego se anunció que el próximo 1 de mayo los tanques y los misiles regresarán a la plaza Roja para el desfile tradicional y la exhibición de la panoplia militar dedicada a los clientes. Rusia no solo alardea como un nuevo rico, sino que despliega su orgullo recuperado.
POCO IMPORTAN las doctrinas que se elaboran en Washington o Londres, con ribetes de guerra fría, para menoscabar la empresa restauradora de Putin y sus amigos de los servicios secretos. La última que he leído en la revista Foreign Affairs, debida a dos universitarios de Stanford, da por sentado que Rusia vive ya bajo un régimen autoritario y sostiene que “los aparentes progresos bajo Putin habrían sido mayores si la democracia hubiera sobrevivido”. Una premisa poco convincente y una hipótesis indemostrable y sin influencia sobre el ruso medio.
Siempre he pensado que los destinos de Rusia y Europa deberían ser convergentes, de cooperación y no de conflicto, para dominar tanto la fragilidad europea como la tentación asiática y autocrática que periódicamente sacude los cimientos del Kremlin. Pero la idea gaullista de una Europa del Atlántico a los Urales yace en los anaqueles polvorientos. Ninguna aproximación será convincente mientras la UE actúe en orden disperso y sus socios antepongan las ventajas coyunturales dictadas por la penuria energética a los beneficios a largo plazo.
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