Por Daniel Barenboim, pianista y director, fundador de la Orquesta East Western Divan junto con el fallecido ensayista palestino Edward W. Said. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PÁIS, 02/02/08):
He afirmado con frecuencia que los destinos de los pueblos israelí y palestino están inextricablemente ligados y que el conflicto no tiene solución militar. El hecho de que, hace poco, haya aceptado la nacionalidad palestina, me ofrece la oportunidad de demostrarlo de forma más tangible.
Cuando mi familia se trasladó de Argentina a Israel en los años cincuenta, una de las intenciones de mis padres era ahorrarme la experiencia de crecer como parte de una minoría, una minoría judía. Querían que creciera siendo parte de una mayoría, una mayoría judía. Lo trágico es que mi generación, a pesar de haberse educado en una sociedad cuyos aspectos positivos y cuyos valores humanos han enriquecido enormemente mis ideas, ignoró la existencia en Israel de una minoría -una minoría no judía- que había sido la mayoría en toda Palestina hasta la creación del Estado israelí en 1948. Parte de la población no judía permaneció en Israel, y otros se fueron por miedo o se vieron desplazados por la fuerza.
En el conflicto palestino-israelí ha habido y hay una incapacidad de reconocer la interdependencia de las dos voces. La creación del Estado de Israel fue resultado de una idea de judíos y europeos que, si pretende proyectar su principio básico hacia el futuro, debe aceptar la identidad palestina como otro principio igualmente válido. Es imposible ignorar el desarrollo demográfico; los palestinos que viven en Israel son una minoría, pero una minoría que crece sin cesar, y hoy más que nunca es preciso escuchar su voz. Constituyen en la actualidad aproximadamente el 22% de la población de Israel. Es un porcentaje mayor que el que jamás representó una minoría judía en cualquier país, en cualquier periodo histórico. El número total de palestinos que viven en Israel y los territorios ocupados (es decir, el gran Israel para los israelíes o la gran Palestina para los palestinos) supera ya a la población judía.
Israel se enfrenta hoy a tres problemas al mismo tiempo: la naturaleza del Estado judío democrático moderno, su propia identidad; el problema de la identidad palestina dentro de Israel, y el problema de la creación de un Estado palestino fuera de Israel.
Con Jordania y Egipto se ha podido alcanzar lo que podría llamarse una paz congelada, sin poner en tela de juicio la existencia de Israel como Estado judío. Por el contrario, el problema de los palestinos dentro de Israel es mucho más difícil de resolver, tanto en la teoría como en la práctica. Para Israel significa, entre otras cosas, hacerse a la idea de que su tierra no estaba vacía ni despoblada, no era “una tierra sin gente”, la idea que se propagó en el momento de su creación. Para los palestinos, significa aceptar que Israel es un Estado judío y que no va a desaparecer.
Pero los israelíes tienen que aceptar la integración de la minoría palestina aunque signifique cambiar ciertos aspectos de la naturaleza del Estado; también tienen que aceptar la justificación y la necesidad de la creación de un Estado palestino vecino al Estado de Israel. No sólo no hay alternativa ni una varita mágica que haga desaparecer a los palestinos, sino que su integración es una condición indispensable -por motivos morales, sociales y políticos- para la propia supervivencia de Israel. Cuanto más se prolonga la ocupación y más tiempo sigue desatendida la insatisfacción palestina, más difícil es encontrar incluso los mínimos elementos comunes. En la historia moderna de Oriente Próximo hemos visto demasiadas veces cómo las oportunidades de reconciliación desaprovechadas han tenido consecuencias terriblemente negativas para ambas partes.
Por lo que a mí respecta, cuando me ofrecieron el pasaporte palestino, lo acepté con ánimo de reconocer el destino palestino que yo, como israelí, comparto. Un auténtico ciudadano de Israel debe tender la mano abierta a los palestinos y, por lo menos, tratar de entender lo que la creación del Estado de Israel ha significado para ellos. El 15 de mayo de 1948 es el Día de la Independencia para los judíos, pero ese mismo día es Al Nakba, la catástrofe, para los palestinos. Un auténtico ciudadano de Israel debe preguntarse qué han hecho los judíos, famosos por ser un pueblo inteligente, lleno de erudición y cultura, para compartir su legado cultural con los palestinos. Un auténtico ciudadano de Israel debe preguntarse asimismo por qué los palestinos están condenados a vivir en los barrios más pobres y aceptar peores niveles de educación y atención sanitaria, en vez de que la fuerza de ocupación les proporcione unas condiciones de vida decentes, dignas y tolerables, un derecho común a todos los seres humanos.
En cualquier territorio ocupado, los ocupantes son responsables de la calidad de vida de los ocupados, y, en el caso de los palestinos, los sucesivos gobiernos israelíes de los últimos 40 años han fallado miserablemente en ese aspecto.
Los palestinos, como es natural, deben seguir resistiéndose a la ocupación y a todo intento de negarles las necesidades individuales básicas y el Estado. Sin embargo, por su propio bien, esa resistencia no debe manifestarse mediante la violencia. Cruzar el límite que separa la resistencia firme (incluidas manifestaciones y protestas no violentas) de la violencia no produce más que nuevas víctimas inocentes y, a la larga, no beneficia los intereses del pueblo palestino.
Al mismo tiempo, los ciudadanos de Israel tienen tantos motivos para estar pendientes de las necesidades y los derechos de los palestinos (tanto dentro como fuera de Israel) como de los suyos propios. Al fin y al cabo, en la medida en que compartimos una misma tierra y un mismo destino, todos deberíamos tener doble ciudadanía.
He afirmado con frecuencia que los destinos de los pueblos israelí y palestino están inextricablemente ligados y que el conflicto no tiene solución militar. El hecho de que, hace poco, haya aceptado la nacionalidad palestina, me ofrece la oportunidad de demostrarlo de forma más tangible.
Cuando mi familia se trasladó de Argentina a Israel en los años cincuenta, una de las intenciones de mis padres era ahorrarme la experiencia de crecer como parte de una minoría, una minoría judía. Querían que creciera siendo parte de una mayoría, una mayoría judía. Lo trágico es que mi generación, a pesar de haberse educado en una sociedad cuyos aspectos positivos y cuyos valores humanos han enriquecido enormemente mis ideas, ignoró la existencia en Israel de una minoría -una minoría no judía- que había sido la mayoría en toda Palestina hasta la creación del Estado israelí en 1948. Parte de la población no judía permaneció en Israel, y otros se fueron por miedo o se vieron desplazados por la fuerza.
En el conflicto palestino-israelí ha habido y hay una incapacidad de reconocer la interdependencia de las dos voces. La creación del Estado de Israel fue resultado de una idea de judíos y europeos que, si pretende proyectar su principio básico hacia el futuro, debe aceptar la identidad palestina como otro principio igualmente válido. Es imposible ignorar el desarrollo demográfico; los palestinos que viven en Israel son una minoría, pero una minoría que crece sin cesar, y hoy más que nunca es preciso escuchar su voz. Constituyen en la actualidad aproximadamente el 22% de la población de Israel. Es un porcentaje mayor que el que jamás representó una minoría judía en cualquier país, en cualquier periodo histórico. El número total de palestinos que viven en Israel y los territorios ocupados (es decir, el gran Israel para los israelíes o la gran Palestina para los palestinos) supera ya a la población judía.
Israel se enfrenta hoy a tres problemas al mismo tiempo: la naturaleza del Estado judío democrático moderno, su propia identidad; el problema de la identidad palestina dentro de Israel, y el problema de la creación de un Estado palestino fuera de Israel.
Con Jordania y Egipto se ha podido alcanzar lo que podría llamarse una paz congelada, sin poner en tela de juicio la existencia de Israel como Estado judío. Por el contrario, el problema de los palestinos dentro de Israel es mucho más difícil de resolver, tanto en la teoría como en la práctica. Para Israel significa, entre otras cosas, hacerse a la idea de que su tierra no estaba vacía ni despoblada, no era “una tierra sin gente”, la idea que se propagó en el momento de su creación. Para los palestinos, significa aceptar que Israel es un Estado judío y que no va a desaparecer.
Pero los israelíes tienen que aceptar la integración de la minoría palestina aunque signifique cambiar ciertos aspectos de la naturaleza del Estado; también tienen que aceptar la justificación y la necesidad de la creación de un Estado palestino vecino al Estado de Israel. No sólo no hay alternativa ni una varita mágica que haga desaparecer a los palestinos, sino que su integración es una condición indispensable -por motivos morales, sociales y políticos- para la propia supervivencia de Israel. Cuanto más se prolonga la ocupación y más tiempo sigue desatendida la insatisfacción palestina, más difícil es encontrar incluso los mínimos elementos comunes. En la historia moderna de Oriente Próximo hemos visto demasiadas veces cómo las oportunidades de reconciliación desaprovechadas han tenido consecuencias terriblemente negativas para ambas partes.
Por lo que a mí respecta, cuando me ofrecieron el pasaporte palestino, lo acepté con ánimo de reconocer el destino palestino que yo, como israelí, comparto. Un auténtico ciudadano de Israel debe tender la mano abierta a los palestinos y, por lo menos, tratar de entender lo que la creación del Estado de Israel ha significado para ellos. El 15 de mayo de 1948 es el Día de la Independencia para los judíos, pero ese mismo día es Al Nakba, la catástrofe, para los palestinos. Un auténtico ciudadano de Israel debe preguntarse qué han hecho los judíos, famosos por ser un pueblo inteligente, lleno de erudición y cultura, para compartir su legado cultural con los palestinos. Un auténtico ciudadano de Israel debe preguntarse asimismo por qué los palestinos están condenados a vivir en los barrios más pobres y aceptar peores niveles de educación y atención sanitaria, en vez de que la fuerza de ocupación les proporcione unas condiciones de vida decentes, dignas y tolerables, un derecho común a todos los seres humanos.
En cualquier territorio ocupado, los ocupantes son responsables de la calidad de vida de los ocupados, y, en el caso de los palestinos, los sucesivos gobiernos israelíes de los últimos 40 años han fallado miserablemente en ese aspecto.
Los palestinos, como es natural, deben seguir resistiéndose a la ocupación y a todo intento de negarles las necesidades individuales básicas y el Estado. Sin embargo, por su propio bien, esa resistencia no debe manifestarse mediante la violencia. Cruzar el límite que separa la resistencia firme (incluidas manifestaciones y protestas no violentas) de la violencia no produce más que nuevas víctimas inocentes y, a la larga, no beneficia los intereses del pueblo palestino.
Al mismo tiempo, los ciudadanos de Israel tienen tantos motivos para estar pendientes de las necesidades y los derechos de los palestinos (tanto dentro como fuera de Israel) como de los suyos propios. Al fin y al cabo, en la medida en que compartimos una misma tierra y un mismo destino, todos deberíamos tener doble ciudadanía.
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