Por José Carlos Llop (ABC, 02/02/08):
Hace un par de años, se organizó en París una exposición sobre Camus y Sartre. Es difícil saber si ambos pensaron alguna vez en bailar juntos ese minué, después de tanta esgrima previa y con sable. Sartre supongo que sí: era un hombre que se creía tan merecedor de toda clase de homenajes, que incluso aquellos que acogieran lo que le incomodó en vida, cuestionándole, debían de parecerle bien. Albert Camus no sé, uno tiene la impresión de que ante tal posibilidad habría elegido una exposición privada, quizá al estilo del comienzo de El hombre que amaba a las mujeres y esa escena de las piernas de sus amantes desfilando ante su tumba en una deliciosa sucesión de pas-à-deux. Pero lo que no debieron imaginar nunca, ni uno, ni otro, es que en el cartel de esa exposición de personalidades y obras enfrentadas, ambos aparecerían mutilados. No, no les faltaba ni mano, ni brazo y tampoco se trataba, esa mutilación, de asuntos de pluma y máquina de escribir. Pero sí de algo casi tan importante en la literatura del siglo XX como la estilográfica o el teclado: me refiero al tabaco.
Habiéndose empleado dos conocidas fotografías de Camus y Sartre para ilustrar aquel cartel, en ambas aparecían sin un objeto que originariamente había estado ahí donde ahora no. El cigarrillo en los labios de Camus y la pipa en la mano de Sartre. La impresión era, efectivamente, de mutilación, de vacío, de herejía ya no sólo fotográfica -que también- sino contra toda una obra de pensamiento y literatura. O mejor: contra dos, sostenidas en cierto modo por la nicotina y la pose más fotogénica. Así me lo comentó Olivier Mony, crítico literario de Sud-Ouest, mientras nos fumábamos un par de aromáticos cigarrillos ingleses en el bar del Hotel Heritage de Cognac y charlábamos sobre Bernard Frank, que acababa de morir. Ante aquel atentado iconoclasta, Albert Camus clamaba venganza con mirada de seductor y Sartre con un puñetazo en la mesa; en el suelo, una colilla y una pipa rota. Frank, Camus, Sartre… Una cosa trajo la otra y recordé la primera vez que comí en Lipp.
Fue hace quince años y no me recibió su diplomático propietario, Roger Cazes -capaz de hacer sentirse bien a rivales acérrimos en un mismo espacio: por ejemplo, a Sartre y a Camus-, pero el camarero que lo hizo -Pierre, su nombre- me preguntó si queríamos «fumadores» o «no fumadores». En ese momento yo practicaba una de mis cíclicas abstinencias de tabaco, pero como siempre he preferido los lugares para fumadores que los otros -tan asépticos e higiénicos como desoladores- contesté que «fumadores». Menos mal. Mientras nos conducía a nuestra mesa, Pierre señaló con desprecio poco disimulado el lugar de los «no fumadores» que, además de oscuro, carecía de ángulos de visión, esa cosa tan importante en sitios como Lipp y sobre todo entonces, más que ahora, con casi todos muertos.
Al poco tiempo de habernos sentado llegó una señora mayor con vestido y sombrerito color ala de mosca, arrugada como una pasa de Corinto, que se sentó a nuestro lado con aire de no haber comido en su casa jamás. Inmediatamente se formó a su alrededor un solícito baile de camareros, dispuestos a traerle a su mesa desde un platillo de hígados de colibrí hasta polvo de cuerno de rinoceronte, si ella así lo pedía. Ella, simplemente, se dejaba querer. Nos preguntamos quién debía de ser esa señora. Por la edad podría haber sido cualquier personaje del París de los 20-30, salvo amante de Picasso, pues es sabido que de las mujeres, tras pasar por Picasso, no quedaba más que una sombra desmadejada y aquella presencia, de sombra, no tenía nada. Todo lo contrario. Tras dejarse querer un rato, pidió una bandeja de ostras que se le sirvió al momento y ella fue comiéndose -intercalando considerables sorbos de vino blanco- con una fruición y un placer inolvidables. De vez en cuando se le acercaba algún camarero a preguntar si todo estaba bien, o si deseaba algo más y ella sonreía y volvía a sus ostras y a su vino y a su placentera soledad.
Aquel día, en Lipp, no estaba Mitterand -que se convirtió casi en un souvenir de la casa-, ni Jane Birkin, y tampoco los editores de Gallimard, Seuil o Grasset. Ni siquiera estaba José Luis de Vilallonga, tan habitual. Pero aquella mujer los superaba a todos. Cuando acabó de comer, sacó un cigarrillo del bolso -no pude distinguir el paquete- y dos camareros salieron de la nada para encendérselo. Si se había comido las ostras con una delectación que creí insuperable, ese cigarrillo fue degustado con una delectación aún mayor. Entonces caí en la cuenta que saborear el tabaco con sensualidad transparente era no sólo una manera más del hedonismo solitario de aquella anciana, sino una manera de fumar muy parisina. En París se fuma como si sólo se hiciera ocasional y raramente. En París se fuma el tabaco como si fuera una droga oriental que ofreciera paraísos innombrables. Lo hacía aquella señora tan mayor en Lipp, pero lo hacen las jóvenes, los paseantes y las mujeres. Si no pareciera una exageración diría que fumar en París roza cierta categoría artística. Sea en la calle, en una terraza o en un local, nunca he visto fumar con tanto placer -y haciendo participar al otro, como voyeur, de ese placer íntimo hecho público- como en París. Y en ese placer, imagino, está la alegría de vivir y de ser en una ciudad que sigue manteniendo la memoria de bastantes de las cosas que más nos importan en el mundo. En fin…
Cuando aquella mujer apagó su cigarrillo, observó a los demás comensales. Lo había hecho a su llegada con una mirada rápida, poniéndose en situación. Ahora lo hacía con la misma calma con que los chinos se esmeran en su caligrafía o los tuaregs contemplan el desierto a lomos de un dromedario. Aquella mujer era una mujer satisfecha con la vida y con su vida, aunque en su rostro ya no quedara huella alguna de la sensualidad que había desplegado hacía pocos minutos. Volvía a estar entre la tortuga y el fruto seco, bajo un sombrerito que muy bien habría podido llevarse de casa de Léautaud, una mañana de los años veinte. Luego recogió su bolso y se levantó, ágil como una gacela. Pensé que las ostras hacen tantos milagros como el bridge o la felicidad y me giré para seguirla con la mirada. Antes de que llegara a la salida, de una de las mesas se levantó un caballero alto, bien vestido, que la saludó con una reverencia. Ella sonrió, más acostumbrada a esas cosas que María Antonieta, y dejó que aquel hombre le besara la mano. Luego salió de Lipp, acompañada por el maître y tres camareros. Por supuesto nunca he sabido quien era aquella dama, pero al marcharme me pareció distinguir en el hombre que se había levantado a despedirla, los rasgos del escritor Bernard Frank, quizá el mejor cronista de París y su literatura durante la segunda mitad del siglo XX. Bernard Frank -que fumaba puros- murió en 2006 y es bastante improbable que la dama de Lipp viva. Ambos se habrán ahorrado la tristeza de vivir en un París libre de humos de tabaco. Pero fueron Sartre y Camus, sin saberlo, los mensajeros de lo que había de venir.
Hace un par de años, se organizó en París una exposición sobre Camus y Sartre. Es difícil saber si ambos pensaron alguna vez en bailar juntos ese minué, después de tanta esgrima previa y con sable. Sartre supongo que sí: era un hombre que se creía tan merecedor de toda clase de homenajes, que incluso aquellos que acogieran lo que le incomodó en vida, cuestionándole, debían de parecerle bien. Albert Camus no sé, uno tiene la impresión de que ante tal posibilidad habría elegido una exposición privada, quizá al estilo del comienzo de El hombre que amaba a las mujeres y esa escena de las piernas de sus amantes desfilando ante su tumba en una deliciosa sucesión de pas-à-deux. Pero lo que no debieron imaginar nunca, ni uno, ni otro, es que en el cartel de esa exposición de personalidades y obras enfrentadas, ambos aparecerían mutilados. No, no les faltaba ni mano, ni brazo y tampoco se trataba, esa mutilación, de asuntos de pluma y máquina de escribir. Pero sí de algo casi tan importante en la literatura del siglo XX como la estilográfica o el teclado: me refiero al tabaco.
Habiéndose empleado dos conocidas fotografías de Camus y Sartre para ilustrar aquel cartel, en ambas aparecían sin un objeto que originariamente había estado ahí donde ahora no. El cigarrillo en los labios de Camus y la pipa en la mano de Sartre. La impresión era, efectivamente, de mutilación, de vacío, de herejía ya no sólo fotográfica -que también- sino contra toda una obra de pensamiento y literatura. O mejor: contra dos, sostenidas en cierto modo por la nicotina y la pose más fotogénica. Así me lo comentó Olivier Mony, crítico literario de Sud-Ouest, mientras nos fumábamos un par de aromáticos cigarrillos ingleses en el bar del Hotel Heritage de Cognac y charlábamos sobre Bernard Frank, que acababa de morir. Ante aquel atentado iconoclasta, Albert Camus clamaba venganza con mirada de seductor y Sartre con un puñetazo en la mesa; en el suelo, una colilla y una pipa rota. Frank, Camus, Sartre… Una cosa trajo la otra y recordé la primera vez que comí en Lipp.
Fue hace quince años y no me recibió su diplomático propietario, Roger Cazes -capaz de hacer sentirse bien a rivales acérrimos en un mismo espacio: por ejemplo, a Sartre y a Camus-, pero el camarero que lo hizo -Pierre, su nombre- me preguntó si queríamos «fumadores» o «no fumadores». En ese momento yo practicaba una de mis cíclicas abstinencias de tabaco, pero como siempre he preferido los lugares para fumadores que los otros -tan asépticos e higiénicos como desoladores- contesté que «fumadores». Menos mal. Mientras nos conducía a nuestra mesa, Pierre señaló con desprecio poco disimulado el lugar de los «no fumadores» que, además de oscuro, carecía de ángulos de visión, esa cosa tan importante en sitios como Lipp y sobre todo entonces, más que ahora, con casi todos muertos.
Al poco tiempo de habernos sentado llegó una señora mayor con vestido y sombrerito color ala de mosca, arrugada como una pasa de Corinto, que se sentó a nuestro lado con aire de no haber comido en su casa jamás. Inmediatamente se formó a su alrededor un solícito baile de camareros, dispuestos a traerle a su mesa desde un platillo de hígados de colibrí hasta polvo de cuerno de rinoceronte, si ella así lo pedía. Ella, simplemente, se dejaba querer. Nos preguntamos quién debía de ser esa señora. Por la edad podría haber sido cualquier personaje del París de los 20-30, salvo amante de Picasso, pues es sabido que de las mujeres, tras pasar por Picasso, no quedaba más que una sombra desmadejada y aquella presencia, de sombra, no tenía nada. Todo lo contrario. Tras dejarse querer un rato, pidió una bandeja de ostras que se le sirvió al momento y ella fue comiéndose -intercalando considerables sorbos de vino blanco- con una fruición y un placer inolvidables. De vez en cuando se le acercaba algún camarero a preguntar si todo estaba bien, o si deseaba algo más y ella sonreía y volvía a sus ostras y a su vino y a su placentera soledad.
Aquel día, en Lipp, no estaba Mitterand -que se convirtió casi en un souvenir de la casa-, ni Jane Birkin, y tampoco los editores de Gallimard, Seuil o Grasset. Ni siquiera estaba José Luis de Vilallonga, tan habitual. Pero aquella mujer los superaba a todos. Cuando acabó de comer, sacó un cigarrillo del bolso -no pude distinguir el paquete- y dos camareros salieron de la nada para encendérselo. Si se había comido las ostras con una delectación que creí insuperable, ese cigarrillo fue degustado con una delectación aún mayor. Entonces caí en la cuenta que saborear el tabaco con sensualidad transparente era no sólo una manera más del hedonismo solitario de aquella anciana, sino una manera de fumar muy parisina. En París se fuma como si sólo se hiciera ocasional y raramente. En París se fuma el tabaco como si fuera una droga oriental que ofreciera paraísos innombrables. Lo hacía aquella señora tan mayor en Lipp, pero lo hacen las jóvenes, los paseantes y las mujeres. Si no pareciera una exageración diría que fumar en París roza cierta categoría artística. Sea en la calle, en una terraza o en un local, nunca he visto fumar con tanto placer -y haciendo participar al otro, como voyeur, de ese placer íntimo hecho público- como en París. Y en ese placer, imagino, está la alegría de vivir y de ser en una ciudad que sigue manteniendo la memoria de bastantes de las cosas que más nos importan en el mundo. En fin…
Cuando aquella mujer apagó su cigarrillo, observó a los demás comensales. Lo había hecho a su llegada con una mirada rápida, poniéndose en situación. Ahora lo hacía con la misma calma con que los chinos se esmeran en su caligrafía o los tuaregs contemplan el desierto a lomos de un dromedario. Aquella mujer era una mujer satisfecha con la vida y con su vida, aunque en su rostro ya no quedara huella alguna de la sensualidad que había desplegado hacía pocos minutos. Volvía a estar entre la tortuga y el fruto seco, bajo un sombrerito que muy bien habría podido llevarse de casa de Léautaud, una mañana de los años veinte. Luego recogió su bolso y se levantó, ágil como una gacela. Pensé que las ostras hacen tantos milagros como el bridge o la felicidad y me giré para seguirla con la mirada. Antes de que llegara a la salida, de una de las mesas se levantó un caballero alto, bien vestido, que la saludó con una reverencia. Ella sonrió, más acostumbrada a esas cosas que María Antonieta, y dejó que aquel hombre le besara la mano. Luego salió de Lipp, acompañada por el maître y tres camareros. Por supuesto nunca he sabido quien era aquella dama, pero al marcharme me pareció distinguir en el hombre que se había levantado a despedirla, los rasgos del escritor Bernard Frank, quizá el mejor cronista de París y su literatura durante la segunda mitad del siglo XX. Bernard Frank -que fumaba puros- murió en 2006 y es bastante improbable que la dama de Lipp viva. Ambos se habrán ahorrado la tristeza de vivir en un París libre de humos de tabaco. Pero fueron Sartre y Camus, sin saberlo, los mensajeros de lo que había de venir.
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