Por Alvaro Redondo Hermida, fiscal del Tribunal Supremo y magistrado (EL MUNDO, 31/01/08):
Cuando se juzga un delito grave, especialmente si éste se enmarca en lo que se ha dado en llamar crimen organizado, la sociedad entera, y sobre todo aquellos de sus miembros que han sido sus víctimas, tienen derecho a saber la verdad de lo ocurrido. Muchos delitos graves, además de integrar un ataque a bienes jurídicos indispensables para la convivencia, a cuya reparación se atiende con la pena, suponen también un ataque a la víctima, de suerte que ésta no se puede ver reducida a la exclusiva condición de testigo de cargo. El reconocimiento de los derechos de la víctima representa una potenciación de su dignidad, esto es, del valor intrínseco de la persona. En este sentido podemos afirmar que el fin fundamental del proceso penal es la averiguación de la verdad, sin perjuicio del valor ético de la condena del culpable, y del cumplimiento de las finalidades de la pena, sin perjuicio del valor ético de la absolución de un inocente, sin perjuicio del profundo significado del proceso como demostración de la vigencia del Derecho. Aunque es cierto que la pretensión de averiguar la verdad debe garantizarse, con la misma convicción debemos afirmar que no es lícito averiguar dicha verdad a cualquier precio. Es preferible permanecer en la duda antes que permitir que, para que se haga Justicia, se lesione de modo innecesario y desproporcionado cualquier derecho fundamental.
Ahora bien, en ocasiones es necesario que agentes de las fuerzas de seguridad se introduzcan en la organización delictiva para permitir su persecución, pero dicha actuación ha de ser respetuosa con la legalidad, sin perjuicio de su eficacia. Nuestra legislación procesal prevé esta modalidad de actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, mediante la cual determinados funcionarios especializados asumen, con gran riesgo personal y con motivación vocacional de servicio a la sociedad, la función de investigar el núcleo humano del crimen organizado, para permitir su prevención. Nuestra legislación establece que cuando se trate de investigaciones que afecten a actividades de delincuencia organizada, el juez, o el fiscal dando cuenta al juez, pueden autorizar a los funcionarios de la Policía Judicial a actuar bajo identidad supuesta, a adquirir y transportar los objetos, efectos e instrumentos del delito, a diferir la incautación de dichos efectos. Esta regulación se refiere a lo que denominamos agente encubierto o agente infiltrado.
No debemos confundir al agente infiltrado con el confidente, o más técnicamente, informador policial. El informador policial es un particular que colabora con las fuerzas de seguridad aportando datos útiles para la buena marcha de la investigación. Es figura aceptada por la jurisprudencia, pero que no puede confundirse con el agente, puesto que aquél no forma parte de las fuerzas de seguridad.
El secreto de las fuentes de información policiales está admitido, lo que permite la actuación del agente infiltrado, y que éste pueda aportar su información a la Justicia. Dicho sea todo ello con independencia de los requisitos que deben reunir las pruebas de cargo practicadas en el juicio. El testimonio del agente debe ser prestado personalmente en juicio para tener validez como prueba.
El Tribunal Supremo ha determinado cuál es el límite de legalidad en la actuación del agente infiltrado, al afirmar que ésta es lícita si no se convierte en provocación al delito y no afecta a derechos fundamentales. Si la actuación del agente es desencadenante del delito investigado, y se despliega con anterioridad a su comisión, nos hallamos ante una figura ilegítima, la del llamado agente provocador. La figura del agente provocador es inaceptable, puesto que no puede permitirse que se incite a alguien a delinquir para luego perseguirle por haber delinquido. Ahora bien, no cabe confundir el delito provocado con el que ha venido en denominarse delito comprobado, que tiene lugar cuando la actividad policial pretende descubrir delitos ya cometidos. El agente infiltrado no genera la comisión del delito, sino pretende recoger las pruebas de una ilícita actividad ya realizada. En el delito provocado no se da en el acusado una decisión libre y soberana de delinquir. En el delito comprobado esa decisión es libre. En nuestro sistema jurídico no es admisible la figura del agente provocador, a diferencia de la legislación italiana, que la contempla en ciertos casos.
El problema que encontramos en relación con la actividad del agente encubierto es el hecho de que toda persona tiene derecho a la intimidad, derecho que es consecuencia de su dignidad y que en nuestro sistema jurídico resulta de la vigencia combinada de los artículos 10 y 18 de la Constitución. Este derecho debe ceder cuando por razones de seguridad pública un agente ha de introducirse en el círculo íntimo del investigado.
Se afirma por el Tribunal Europeo, en el caso Lüdi, que la actuación del agente infiltrado puede invadir lícitamente el ámbito de intimidad del investigado, la cual debe ceder ante las exigencias de seguridad pública. La posibilidad del descubrimiento de la intimidad por parte del agente es un riesgo que debe asumir quien se dedica a la actividad delictiva. Se asume así por la Corte Europea la moderna teoría del riesgo delictivo.
Es importante determinar cuál ha de ser el límite de la licitud de la injerencia del agente encubierto, la frontera cuyo traspaso deja sin autorización legal la conducta del funcionario. Nuestra legislación prevé, respecto de determinados delitos graves de criminalidad organizada, que el agente encubierto no responderá por aquellas actuaciones que sean consecuencia necesaria de su investigación, siempre que sean proporcionadas y no constituyan provocación al delito. La autorización judicial para actuar como agente infiltrado confiere seguridad procesal al funcionario y se erige en condición de perseguibilidad de las conductas que, no amparadas por la ley, hayan sido no obstante realizadas.
Sin embargo, los bienes jurídicos relativos a derechos fundamentales, tales como la vida, la integridad física, la indemnidad sexual o la libertad no pueden verse lesionados por la actuación del agente.
Una importante salvedad es la ya referida al derecho a la intimidad, proclamado en el artículo 18 de la Constitución, el cual cede ante la necesidad de actuación del agente encubierto. De todos modos, no cabe descartar que, excepcionalmente, pueda afectarse de modo indirecto otro derecho fundamental, con autorización del juez, en forma mínima y colateral.
Como interesante comparación, podemos señalar que la Suprema Corte de Estados Unidos ha seguido un camino algo variable en esta materia. En un primer momento, en el caso Gouled, la Corte determinó que la obtención de pruebas en el domicilio de un ciudadano es nula, si se realizó tras una entrada clandestina de la policía. Sin embargo, en el caso Lewis, la Corte declaró que, dado que es lícito engañar a un delincuente, ocupar droga mediante actitud falsaria no anula la validez de la prueba. En el caso White la Corte consideró lícita la grabación de las conversaciones telefónicas del agente infiltrado con un investigado.
En Italia, la ley permite a la policía provocar un delito de difusión de pornografía infantil, como medio para detectar al responsable. En nuestro sistema, dicha conducta provocada sería impune, aplicando la doctrina antes comentada.
Un aspecto interesante de la actuación del agente infiltrado se refiere a la posibilidad de ser considerado como perito judicial, en cuanto miembro de un Servicio de Inteligencia, además de actuar como testigo de sus propias observaciones. La información obtenida a través del operativo, que puede provenir de un informador policial, ha de elaborarse con arreglo a determinadas pautas de análisis, pasando a convertirse en Inteligencia. La forma de actuación de un grupo organizado, las técnicas propias del crimen internacional, los códigos de conducta de los terroristas, las prácticas destructivas de las sectas, todo ello es propio de la investigación altamente técnica desarrollada por un Servicio de Inteligencia.
La más reciente doctrina del Tribunal Supremo admite que la prueba de inteligencia policial sirve para ilustrar sobre una realidad no comprobable por el juez. Los Servicios de Inteligencia están llamados a convertirse, cada vez más, en asesores técnicos de los tribunales, y la inteligencia policial pasa a ser considerada también como pericia. Ello determina que dichos servicios se transforman, de departamentos técnicos de las fuerzas de seguridad, en órganos de asesoramiento pericial de los tribunales de Justicia en su difícil tarea de restaurar el orden social y jurídico quebrantado por el delito.
Las anteriores consideraciones, relativas a nuestra legislación y a la doctrina de nuestro Tribunal más alto, nos permiten valorar la conveniencia de estrechar aún más la colaboración entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el fiscal, órgano constitucional a quien procede encomendar la dirección de las investigaciones. De este modo, en colaboración con dichos cuerpos de seguridad, podrá el fiscal cumplir mejor su función de promover la Justicia, valor superior de nuestra sociedad, valor sobre el que la paz social debe ser construida.
Cuando se juzga un delito grave, especialmente si éste se enmarca en lo que se ha dado en llamar crimen organizado, la sociedad entera, y sobre todo aquellos de sus miembros que han sido sus víctimas, tienen derecho a saber la verdad de lo ocurrido. Muchos delitos graves, además de integrar un ataque a bienes jurídicos indispensables para la convivencia, a cuya reparación se atiende con la pena, suponen también un ataque a la víctima, de suerte que ésta no se puede ver reducida a la exclusiva condición de testigo de cargo. El reconocimiento de los derechos de la víctima representa una potenciación de su dignidad, esto es, del valor intrínseco de la persona. En este sentido podemos afirmar que el fin fundamental del proceso penal es la averiguación de la verdad, sin perjuicio del valor ético de la condena del culpable, y del cumplimiento de las finalidades de la pena, sin perjuicio del valor ético de la absolución de un inocente, sin perjuicio del profundo significado del proceso como demostración de la vigencia del Derecho. Aunque es cierto que la pretensión de averiguar la verdad debe garantizarse, con la misma convicción debemos afirmar que no es lícito averiguar dicha verdad a cualquier precio. Es preferible permanecer en la duda antes que permitir que, para que se haga Justicia, se lesione de modo innecesario y desproporcionado cualquier derecho fundamental.
Ahora bien, en ocasiones es necesario que agentes de las fuerzas de seguridad se introduzcan en la organización delictiva para permitir su persecución, pero dicha actuación ha de ser respetuosa con la legalidad, sin perjuicio de su eficacia. Nuestra legislación procesal prevé esta modalidad de actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, mediante la cual determinados funcionarios especializados asumen, con gran riesgo personal y con motivación vocacional de servicio a la sociedad, la función de investigar el núcleo humano del crimen organizado, para permitir su prevención. Nuestra legislación establece que cuando se trate de investigaciones que afecten a actividades de delincuencia organizada, el juez, o el fiscal dando cuenta al juez, pueden autorizar a los funcionarios de la Policía Judicial a actuar bajo identidad supuesta, a adquirir y transportar los objetos, efectos e instrumentos del delito, a diferir la incautación de dichos efectos. Esta regulación se refiere a lo que denominamos agente encubierto o agente infiltrado.
No debemos confundir al agente infiltrado con el confidente, o más técnicamente, informador policial. El informador policial es un particular que colabora con las fuerzas de seguridad aportando datos útiles para la buena marcha de la investigación. Es figura aceptada por la jurisprudencia, pero que no puede confundirse con el agente, puesto que aquél no forma parte de las fuerzas de seguridad.
El secreto de las fuentes de información policiales está admitido, lo que permite la actuación del agente infiltrado, y que éste pueda aportar su información a la Justicia. Dicho sea todo ello con independencia de los requisitos que deben reunir las pruebas de cargo practicadas en el juicio. El testimonio del agente debe ser prestado personalmente en juicio para tener validez como prueba.
El Tribunal Supremo ha determinado cuál es el límite de legalidad en la actuación del agente infiltrado, al afirmar que ésta es lícita si no se convierte en provocación al delito y no afecta a derechos fundamentales. Si la actuación del agente es desencadenante del delito investigado, y se despliega con anterioridad a su comisión, nos hallamos ante una figura ilegítima, la del llamado agente provocador. La figura del agente provocador es inaceptable, puesto que no puede permitirse que se incite a alguien a delinquir para luego perseguirle por haber delinquido. Ahora bien, no cabe confundir el delito provocado con el que ha venido en denominarse delito comprobado, que tiene lugar cuando la actividad policial pretende descubrir delitos ya cometidos. El agente infiltrado no genera la comisión del delito, sino pretende recoger las pruebas de una ilícita actividad ya realizada. En el delito provocado no se da en el acusado una decisión libre y soberana de delinquir. En el delito comprobado esa decisión es libre. En nuestro sistema jurídico no es admisible la figura del agente provocador, a diferencia de la legislación italiana, que la contempla en ciertos casos.
El problema que encontramos en relación con la actividad del agente encubierto es el hecho de que toda persona tiene derecho a la intimidad, derecho que es consecuencia de su dignidad y que en nuestro sistema jurídico resulta de la vigencia combinada de los artículos 10 y 18 de la Constitución. Este derecho debe ceder cuando por razones de seguridad pública un agente ha de introducirse en el círculo íntimo del investigado.
Se afirma por el Tribunal Europeo, en el caso Lüdi, que la actuación del agente infiltrado puede invadir lícitamente el ámbito de intimidad del investigado, la cual debe ceder ante las exigencias de seguridad pública. La posibilidad del descubrimiento de la intimidad por parte del agente es un riesgo que debe asumir quien se dedica a la actividad delictiva. Se asume así por la Corte Europea la moderna teoría del riesgo delictivo.
Es importante determinar cuál ha de ser el límite de la licitud de la injerencia del agente encubierto, la frontera cuyo traspaso deja sin autorización legal la conducta del funcionario. Nuestra legislación prevé, respecto de determinados delitos graves de criminalidad organizada, que el agente encubierto no responderá por aquellas actuaciones que sean consecuencia necesaria de su investigación, siempre que sean proporcionadas y no constituyan provocación al delito. La autorización judicial para actuar como agente infiltrado confiere seguridad procesal al funcionario y se erige en condición de perseguibilidad de las conductas que, no amparadas por la ley, hayan sido no obstante realizadas.
Sin embargo, los bienes jurídicos relativos a derechos fundamentales, tales como la vida, la integridad física, la indemnidad sexual o la libertad no pueden verse lesionados por la actuación del agente.
Una importante salvedad es la ya referida al derecho a la intimidad, proclamado en el artículo 18 de la Constitución, el cual cede ante la necesidad de actuación del agente encubierto. De todos modos, no cabe descartar que, excepcionalmente, pueda afectarse de modo indirecto otro derecho fundamental, con autorización del juez, en forma mínima y colateral.
Como interesante comparación, podemos señalar que la Suprema Corte de Estados Unidos ha seguido un camino algo variable en esta materia. En un primer momento, en el caso Gouled, la Corte determinó que la obtención de pruebas en el domicilio de un ciudadano es nula, si se realizó tras una entrada clandestina de la policía. Sin embargo, en el caso Lewis, la Corte declaró que, dado que es lícito engañar a un delincuente, ocupar droga mediante actitud falsaria no anula la validez de la prueba. En el caso White la Corte consideró lícita la grabación de las conversaciones telefónicas del agente infiltrado con un investigado.
En Italia, la ley permite a la policía provocar un delito de difusión de pornografía infantil, como medio para detectar al responsable. En nuestro sistema, dicha conducta provocada sería impune, aplicando la doctrina antes comentada.
Un aspecto interesante de la actuación del agente infiltrado se refiere a la posibilidad de ser considerado como perito judicial, en cuanto miembro de un Servicio de Inteligencia, además de actuar como testigo de sus propias observaciones. La información obtenida a través del operativo, que puede provenir de un informador policial, ha de elaborarse con arreglo a determinadas pautas de análisis, pasando a convertirse en Inteligencia. La forma de actuación de un grupo organizado, las técnicas propias del crimen internacional, los códigos de conducta de los terroristas, las prácticas destructivas de las sectas, todo ello es propio de la investigación altamente técnica desarrollada por un Servicio de Inteligencia.
La más reciente doctrina del Tribunal Supremo admite que la prueba de inteligencia policial sirve para ilustrar sobre una realidad no comprobable por el juez. Los Servicios de Inteligencia están llamados a convertirse, cada vez más, en asesores técnicos de los tribunales, y la inteligencia policial pasa a ser considerada también como pericia. Ello determina que dichos servicios se transforman, de departamentos técnicos de las fuerzas de seguridad, en órganos de asesoramiento pericial de los tribunales de Justicia en su difícil tarea de restaurar el orden social y jurídico quebrantado por el delito.
Las anteriores consideraciones, relativas a nuestra legislación y a la doctrina de nuestro Tribunal más alto, nos permiten valorar la conveniencia de estrechar aún más la colaboración entre las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el fiscal, órgano constitucional a quien procede encomendar la dirección de las investigaciones. De este modo, en colaboración con dichos cuerpos de seguridad, podrá el fiscal cumplir mejor su función de promover la Justicia, valor superior de nuestra sociedad, valor sobre el que la paz social debe ser construida.
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