Por Jesús López-Medel, presidente de la Comisión de Derechos Humanos y Democracia de la Asamblea de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (EL MUNDO, 26/01/08):
Los Reyes Magos habían traído a mi hijo Francisco un atlas. Le hizo gran ilusión aunque, 20 días después, él sigue disfrutando más los regalos lúdicos mientras que soy yo quien se entretiene mirando los continentes y países. La curiosidad me hizo compararlo con otros antiguos mapas que estaban en casa. Aunque eran muy sugerentes los cambios en Africa, mi interés se centró en el denominado Viejo Continente, que paradójicamente ha sido el más cambiante. Resultaba fascinante comparar el atlas de mi hijo con el que reflejaba una realidad vigente hace apenas 20 años, remontándome incluso a otros aún más antiguos de 1937 y 1941 que eran de su abuela. Entre estos últimos, resultan particularmente llamativas las diferencias producidas por el hecho de que, bajo el nombre de Alemania (inicialmente unida, a diferencia de los atlas posteriores a 1945), estaban incluidos países que en el mapa de sólo cuatro años antes eran estados independientes y volverían a serlo tras el fin de la II Guerra Mundial: Polonia, Austria y República Checa. Al mismo tiempo, en ese segundo atlas, resulta expresivo el hecho de que Letonia, Lituania y Estonia hubiesen perdido su propia soberanía y estaban englobados, tras el pacto del reparto germano-soviético, en el color verde que definía el imperio soviético en los mapas de la época.
Pero muy recientemente es cuando se pueden visualizar nítidamente los cambios producidos, dos hechos históricos importantes que determinan un estallido de nuevos estados. El primero ha sido la desaparición de la Unión Soviética. Desde la Revolución de 1917, junto con la caída del zarismo y su sustitución por un sistema aún más opresivo, Rusia fue incorporando en años posteriores como repúblicas soviéticas varias naciones con gran diversidad cultural y étnica.
El fracaso del golpe de Estado contra Gorbachov, en agosto de 1991, propiciado por el sector duro de los comunistas frente a las reformas de la perestroika, precipitó el final de un Estado que agrupaba a varias repúblicas. Tras su retención en Crimea, el líder ruso exclamaría: «Me he encontrado un país que ya no es el mismo». En efecto, en esos días, primero las repúblicas bálticas, y luego otros países como Bielorrusia y Ucrania, declararían ya su independencia de una organización que se despedazaba.
El golpe de Estado fracasaría, pero trágicamente el propio Estado desaparecería, y quien padeció su intentona no saldría reforzado, siendo sustituido por el abiertamente reformista y nacionalista Boris Yeltsin. El acta de defunción de la URSS en diciembre vino acompañada por el intento de darle una nueva forma, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que nació muerta.
Del imperio soviético surgirían 15 nuevos estados independientes, situados geográficamente en Europa, salvo cinco en Asia Central. Estos últimos (muy olvidados pese a su posición geoestratégica y de recursos naturales) ocupan un territorio casi semejante al de la actual Unión Europea de los 27. Mientras que los estados bálticos están ya democratizados e integrados en esta organización supranacional, otros siguen estelas diversas. Así, en algunos continúan gobernando dirigentes soviéticos, mientras en otros ha habido cambios significativos como en Ucrania y Georgia, con sus revoluciones de terciopelo, que miran claramente a Europa, a la vez que lo hace Moldavia. En el caso de Ucrania, tiene gran actualidad el proceso de recuperación de la memoria histórica de los millones de muertos provocados por la hambruna artificial generada por Stalin en los años 30.
Los otros nuevos estados que han cambiado el atlas europeo son los surgidos de la eclosión de la antigua Yugoslavia, que se mantuvo unida con alfileres durante el largo mandato del mariscal Tito. En un espacio mucho más reducido que el de la URSS, el mosaico de culturas y etnias era mucho más complejo y la convivencia más dificultosa. No debe olvidarse que la chispa que hizo estallar la I Guerra Mundial fue el magnicidio acontecido en Sarajevo.
Sería el ultranacionalismo y la uniformidad que pretendió imponer Milosevic con violencia genocida lo que produciría el estallido de dicho Estado y su conversión progresiva en siete nuevos países independientes. El primero fue Eslovenia, bella tierra de apenas dos millones de habitantes, que ejerce este semestre la presidencia de la Unión Europea tras la ampliación de 15 a 25 estados miembros experimentada hace dos años y la inclusión más reciente de Bulgaria y Rumanía. El último país en acceder a su independencia, en un emocionante referéndum celebrado en mayo de 2006 (y que ya había tenido soberanía hasta 1918), ha sido Montenegro. Desde allí, como observador internacional, pude conocer el nulo paralelismo de este caso con lo que, desde Euskadi, pretendía utilizar el lehendakari Ibarretxe en su peregrinaje identitario a la búsqueda de formulas homologables.
Sin embargo, no será éste el último eslabón, pues en camino hay otro nuevo Estado. Aunque esa fragmentación siga provocando dudas razonables, Kosovo está próximo a convertirse plenamente en un Estado soberano. A aquella amputación que le privaría de acceso al mar [la separación de Montenegro], Serbia sumará otra nueva, que intentará ser compensada impulsando su incorporación a la Unión Europea, aunque dos modelos de país van a dilucidarse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en las que parte con ventaja el candidato antioccidental y aislacionista Tomislav Nikolic. Pronto Kosovo será independiente, más por interés de EEUU, que es quien más ha empujado en este sentido, que por convencimiento de una Europa que asistió impasible a lo que estaba aconteciendo en los Balcanes hace 15 años. Los Acuerdos de Dayton, promovidos por Bill Clinton, trajeron la paz a la zona, aunque no la racionalidad en países como Bosnia, divididos a su vez en tres comunidades muy diferenciadas administrativamente.
Otro cambio apreciable es la fragmentación de Checoslovaquia, un Estado también artificial surgido tras la I Guerra Mundial en el Tratado de Versalles gracias a la doctrina Wilson y que, durante la segunda, se fragmentó. Su división entre República Checa y Eslovaquia se produjo de forma cordial y nada traumática.
A lo expuesto hasta ahora, cabe añadir diversos temas, en unos casos pueblos que tienen una percepción creciente de ser naciones con un elemento de identidad basado más en la cultura que en la etnia y que no son Estados o, en otros, la diseminación de amplios colectivos de rusos, tras la explosión de la URSS, y que son utilizados por Moscú como elementos desestabilizadores. Ejemplos de estas naciones sin Estado son Absajia u Osetia del Sur, en Georgia; Transniertre en Moldavia, o Nagorno Karabaj (con un millón de desplazados) entre Azerbaiyán y Armenia. De la Guerra Fría pasaron a la categoría de conflictos congelados.
Al acercarme al atlas de mi hijo y a los otros encontrados en casa y reflexionar sobre la cambiante (a veces con vuelta a situaciones pasadas) realidad europea, tras cerrar el libro, entorné los ojos preguntándome como será el atlas que Francisco regale en el futuro a los que sean mis nietos. Espero que la inestabilidad que ha tenido el siglo XX y comienzos del XXI, en su caso, sea superada por el condicionante de que estemos tratando de países democráticos, en paz y cuyos conflictos se aborden desde instancias multilaterales y por una progresiva, apenas existente hoy, política exterior común europea.
Los Reyes Magos habían traído a mi hijo Francisco un atlas. Le hizo gran ilusión aunque, 20 días después, él sigue disfrutando más los regalos lúdicos mientras que soy yo quien se entretiene mirando los continentes y países. La curiosidad me hizo compararlo con otros antiguos mapas que estaban en casa. Aunque eran muy sugerentes los cambios en Africa, mi interés se centró en el denominado Viejo Continente, que paradójicamente ha sido el más cambiante. Resultaba fascinante comparar el atlas de mi hijo con el que reflejaba una realidad vigente hace apenas 20 años, remontándome incluso a otros aún más antiguos de 1937 y 1941 que eran de su abuela. Entre estos últimos, resultan particularmente llamativas las diferencias producidas por el hecho de que, bajo el nombre de Alemania (inicialmente unida, a diferencia de los atlas posteriores a 1945), estaban incluidos países que en el mapa de sólo cuatro años antes eran estados independientes y volverían a serlo tras el fin de la II Guerra Mundial: Polonia, Austria y República Checa. Al mismo tiempo, en ese segundo atlas, resulta expresivo el hecho de que Letonia, Lituania y Estonia hubiesen perdido su propia soberanía y estaban englobados, tras el pacto del reparto germano-soviético, en el color verde que definía el imperio soviético en los mapas de la época.
Pero muy recientemente es cuando se pueden visualizar nítidamente los cambios producidos, dos hechos históricos importantes que determinan un estallido de nuevos estados. El primero ha sido la desaparición de la Unión Soviética. Desde la Revolución de 1917, junto con la caída del zarismo y su sustitución por un sistema aún más opresivo, Rusia fue incorporando en años posteriores como repúblicas soviéticas varias naciones con gran diversidad cultural y étnica.
El fracaso del golpe de Estado contra Gorbachov, en agosto de 1991, propiciado por el sector duro de los comunistas frente a las reformas de la perestroika, precipitó el final de un Estado que agrupaba a varias repúblicas. Tras su retención en Crimea, el líder ruso exclamaría: «Me he encontrado un país que ya no es el mismo». En efecto, en esos días, primero las repúblicas bálticas, y luego otros países como Bielorrusia y Ucrania, declararían ya su independencia de una organización que se despedazaba.
El golpe de Estado fracasaría, pero trágicamente el propio Estado desaparecería, y quien padeció su intentona no saldría reforzado, siendo sustituido por el abiertamente reformista y nacionalista Boris Yeltsin. El acta de defunción de la URSS en diciembre vino acompañada por el intento de darle una nueva forma, la Comunidad de Estados Independientes (CEI), que nació muerta.
Del imperio soviético surgirían 15 nuevos estados independientes, situados geográficamente en Europa, salvo cinco en Asia Central. Estos últimos (muy olvidados pese a su posición geoestratégica y de recursos naturales) ocupan un territorio casi semejante al de la actual Unión Europea de los 27. Mientras que los estados bálticos están ya democratizados e integrados en esta organización supranacional, otros siguen estelas diversas. Así, en algunos continúan gobernando dirigentes soviéticos, mientras en otros ha habido cambios significativos como en Ucrania y Georgia, con sus revoluciones de terciopelo, que miran claramente a Europa, a la vez que lo hace Moldavia. En el caso de Ucrania, tiene gran actualidad el proceso de recuperación de la memoria histórica de los millones de muertos provocados por la hambruna artificial generada por Stalin en los años 30.
Los otros nuevos estados que han cambiado el atlas europeo son los surgidos de la eclosión de la antigua Yugoslavia, que se mantuvo unida con alfileres durante el largo mandato del mariscal Tito. En un espacio mucho más reducido que el de la URSS, el mosaico de culturas y etnias era mucho más complejo y la convivencia más dificultosa. No debe olvidarse que la chispa que hizo estallar la I Guerra Mundial fue el magnicidio acontecido en Sarajevo.
Sería el ultranacionalismo y la uniformidad que pretendió imponer Milosevic con violencia genocida lo que produciría el estallido de dicho Estado y su conversión progresiva en siete nuevos países independientes. El primero fue Eslovenia, bella tierra de apenas dos millones de habitantes, que ejerce este semestre la presidencia de la Unión Europea tras la ampliación de 15 a 25 estados miembros experimentada hace dos años y la inclusión más reciente de Bulgaria y Rumanía. El último país en acceder a su independencia, en un emocionante referéndum celebrado en mayo de 2006 (y que ya había tenido soberanía hasta 1918), ha sido Montenegro. Desde allí, como observador internacional, pude conocer el nulo paralelismo de este caso con lo que, desde Euskadi, pretendía utilizar el lehendakari Ibarretxe en su peregrinaje identitario a la búsqueda de formulas homologables.
Sin embargo, no será éste el último eslabón, pues en camino hay otro nuevo Estado. Aunque esa fragmentación siga provocando dudas razonables, Kosovo está próximo a convertirse plenamente en un Estado soberano. A aquella amputación que le privaría de acceso al mar [la separación de Montenegro], Serbia sumará otra nueva, que intentará ser compensada impulsando su incorporación a la Unión Europea, aunque dos modelos de país van a dilucidarse en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en las que parte con ventaja el candidato antioccidental y aislacionista Tomislav Nikolic. Pronto Kosovo será independiente, más por interés de EEUU, que es quien más ha empujado en este sentido, que por convencimiento de una Europa que asistió impasible a lo que estaba aconteciendo en los Balcanes hace 15 años. Los Acuerdos de Dayton, promovidos por Bill Clinton, trajeron la paz a la zona, aunque no la racionalidad en países como Bosnia, divididos a su vez en tres comunidades muy diferenciadas administrativamente.
Otro cambio apreciable es la fragmentación de Checoslovaquia, un Estado también artificial surgido tras la I Guerra Mundial en el Tratado de Versalles gracias a la doctrina Wilson y que, durante la segunda, se fragmentó. Su división entre República Checa y Eslovaquia se produjo de forma cordial y nada traumática.
A lo expuesto hasta ahora, cabe añadir diversos temas, en unos casos pueblos que tienen una percepción creciente de ser naciones con un elemento de identidad basado más en la cultura que en la etnia y que no son Estados o, en otros, la diseminación de amplios colectivos de rusos, tras la explosión de la URSS, y que son utilizados por Moscú como elementos desestabilizadores. Ejemplos de estas naciones sin Estado son Absajia u Osetia del Sur, en Georgia; Transniertre en Moldavia, o Nagorno Karabaj (con un millón de desplazados) entre Azerbaiyán y Armenia. De la Guerra Fría pasaron a la categoría de conflictos congelados.
Al acercarme al atlas de mi hijo y a los otros encontrados en casa y reflexionar sobre la cambiante (a veces con vuelta a situaciones pasadas) realidad europea, tras cerrar el libro, entorné los ojos preguntándome como será el atlas que Francisco regale en el futuro a los que sean mis nietos. Espero que la inestabilidad que ha tenido el siglo XX y comienzos del XXI, en su caso, sea superada por el condicionante de que estemos tratando de países democráticos, en paz y cuyos conflictos se aborden desde instancias multilaterales y por una progresiva, apenas existente hoy, política exterior común europea.
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