Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 26/01/08):
Entre las películas que no he vuelto a ver nunca más y que te han quedado fijas, como grabadas en el cerebro, tanto que las podrías recuperar plano a plano en tu ya frágil memoria, hay una que forma parte de nuestra educación escasamente sentimental. Se titulaba La soledad del corredor de fondo y debió de llegar a España ya muy avanzados los sesenta. Estaba basada en un relato de un autor entonces influyente, Alan Sillitoe. La dirigió Tony Richardson, y el inolvidable protagonista no era otro que el gran actor de teatro Tom Courtenay, a quien acompañaba el no menos grande y veterano Michael Redgrave. Todos británicos, de la generación denominada de los jóvenes airados,de la que creo que sólo sobrevivió, como airado,Harold Pinter. El filme narraba una historia en torno a un reformatorio donde un muchacho especialmente dotado para la resistencia y el atletismo lograba competir en un maratón y sobrepasar a todos sus contrincantes, chicos de familias asentadas y gozosas del deporte.
Pero en el momento de cruzar la meta, y a mucha distancia de sus competidores, se quedaba quieto, y para escándalo de profesores, amigos y enemigos, dejaba que le ganaran. Vencer sin recoger ni disfrutar de los laureles de la victoria. Ese gesto insólito constituía la mayor provocación, inimaginable para todos; decir que no, rechazar en su persona lo que ansiaban los demás y él se había ganado. No era ni vanidad, ni orgullo, ni prepotencia, sino la respuesta más brutal a la norma; romper la escala de valores que consiente a unos otorgar medallas y a otros matarse por conquistarlas. Echar abajo la convención según la cual unos se han hecho merecedores, con su esfuerzo, del derecho a recibir los premios que otorgan quienes jamás podrían ganar nada que no fuera comprándolo.
Recordé esta historia al leer las necrológicas sobre el genial ajedrecista Bobby Fischer. Un tipo único por su inteligencia, del que aseguraban que alcanzaba un coeficiente intelectual superior al de Einstein, cosa que a mí siempre me dejó muy frío, porque la verdad sea dicha, fuera del campo del ajedrez, Fischer era un analfabeto funcional que había dejado la escuela elemental y cuyos conocimientos generales de la vida, de la cultura, de la civilización, los había aprendido no sin mucho esfuerzo y ya de adulto.
En una sociedad donde la gente se lo pasa pipa jugando con una PlayStation o donde el deporte ha devenido religión, con sus dioses, sus teólogos, sus templos y sus fieles fundamentalistas, en esa sociedad decir que el ajedrez es un mundo especialísimo que trasciende en mucho cualquier concepción del juego resulta casi una simpleza. Pero bastaría el coeficiente de inteligencia de Fischer sumado a su biografía para dar un giro espectacular a la apreciación del personaje y de su talento. Judío y antisionista en una familia nada convencional, anticomunista furibundo formado en un entorno de militantes prosoviéticos, apasionado amante sin demasiado interés en conservar las conquistas. Hay una foto de Fischer a los 14 años, durante una partida en Manhattan, que conmueve: un adulto concentrado y más allá del bien y del mal que está mordiéndose las uñas. Nada es humano en ese retrato, nada está aquí, ni el tablero, ni el muchacho del flequillo, ni las piezas en posición de ataque, nada. Lo único cercano y terreno son las uñas que se mordisquea.
Cuando uno es excepcionalmente bueno en algo y se convierte en una estrella de verdad, contemplada con admiración perpleja por millones de ciudadanos, eso no puede ser ajeno al poder. Pero es que además Fischer era excepcional en aquello que constituía el punto débil de la competición social durante la guerra fría. La primacía ruso-soviética en el ajedrez parecía indiscutible, y he aquí que un hombre como Fischer, que tenía el tablero como único lenguaje y abecedario de su vida, se convierte en peón, o en alfil, da lo mismo, de una partida en la que todos juegan a matar. Ahora sabemos lo que les ocurría a los ajedrecistas soviéticos cuando perdían, y de verdad que su riesgo sólo era comparable a los jugadores de la ruleta rusa; no morían en el empeño, pero quedaban malheridos y desterrados de todo cuanto habían disfrutado hasta aquel momento. En Fischer había mucho del sueño americano, elevado a la máxima potencia de su individualismo suicida. Exhibía una libertad total, y así fue posible que despreciara las prohibiciones de entrar en Cuba y lograra que nadie se diera por enterado de sus partidas en La Habana, avaladas por Fidel Castro, en 1965. Pero llegó el gran torneo, el momento de ganar a los soviéticos en 1972 y el propio Kissinger, secretario de Estado, le dejó las cosas muy claritas. Occidente jugaba en su persona, frente al comunismo que representaba Spasky. Y ganó, tras muchos incidentes y pejiguerías, pero ganó indiscutiblemente.
Ganó y creyó que podía seguir siendo el mismo, decir las mismas cosas que se le ocurrían y contravenir las normas del imperio que había declarado el boicot a Yugoslavia en 1992. Aseguraban que era por amor, que si la joven jugadora Zita Rajcsani le había convencido. Da lo mismo, él se fue a Montenegro aceptando la revancha de Spasky. Ya no tenía edad para ocultarse y en un gesto de provocador escupió, ante las cámaras de televisión, sobre la prohibición expresa del gobierno de Estados Unidos. Había roto las normas que conceden a las estrellas su estatus de representantes de un mundo. Cuando un imperio te declara la guerra, da lo mismo que sea de Occidente o de Oriente, estás sentenciado. Dijeron de él las cosas más increíbles y las autoridades norteamericanas le pisaron los talones hasta que Islandia, ¡trescientos mil habitantes!, le concedió asilo político; no por nada en Reikiavik había ganado su primacía mundial frente a Spasky.
Hay algo en este Bobby Fischer que me recuerda a Tom Courtenay en La soledad del corredor de fondo.Y me evoca también aquella otra foto, única, porque si bien todo ocurrió ante millones de espectadores que seguían los Juegos Olímpicos de México, sólo un fotógrafo de Life,John Dominis, apareció con la exclusiva. Ocurrió el 16 de octubre de 1968, sobre el césped del gran estadio del Distrito Federal, subían al podio los tres ganadores de los 200 metros; dos negros norteamericanos, Tommie Smith y John Carlos, y un australiano, Peter Norman. Empezó a sonar el himno estadounidense y ante la perplejidad de todo el mundo los dos yanquis, con los pies desnudos, alzaron el puño calzado con un guante negro, como ellos, y bajaron la cabeza mostrando que uno lleva un pañuelo al cuello y el otro una especie de collar que recordaba al mundo lo que era ser negro en Estados Unidos. No habían pasado seis meses del asesinato de Martin Luther King. Fue una imagen inconmovible que no podré olvidar nunca. La temeridad de los que dicen no.
Nadie nos contó lo que siguió luego. El estadio se vino abajo de pitos y abucheos ( “¡negros, volveos a África!”). La gente que va al circo no soporta otra cosa que trapecistas o payasos, y este número exigía mucho más. Fueron expulsados inmediatamente de la ciudad olímpica y hasta de México. Tommie Smith, que había conseguido la medalla de oro en los 200, con 19,83 segundos, la gloria de la universidad californiana de San José, tras ser desposeído de la medalla y de todo - su esposa se divorció de él- sobrevivió durante diez años como limpiador de coches ( “a tres dólares la hora”). Tuvo más suerte que John Carlos, medalla de bronce; su mujer no pudo soportar la situación y se suicidó. Y queda el australiano. Peter Norman, medalla de plata, se solidarizó con sus dos colegas negros - se puso una camiseta con un lema contra el racismo- y lo tuvo muy difícil en Australia; ni siquiera le permitieron participar en los siguientes Juegos de Munich.
La primera condición para que un icono se mantenga es la sumisión. Ricos y sumisos. Y la gente lo aprueba, porque de otra manera les parecería un ejercicio de soberbia; ser rico y arriesgarlo todo por la osadía de decir que no.
No ambicionaban ni el poder ni la gloria, sino sencillamente ser consecuentes con sus propias creencias. Eso que se llama tener dignidad y no asumir el papel asignado a las estrellas: un poco excéntricas y un mucho payasas.
Entre las películas que no he vuelto a ver nunca más y que te han quedado fijas, como grabadas en el cerebro, tanto que las podrías recuperar plano a plano en tu ya frágil memoria, hay una que forma parte de nuestra educación escasamente sentimental. Se titulaba La soledad del corredor de fondo y debió de llegar a España ya muy avanzados los sesenta. Estaba basada en un relato de un autor entonces influyente, Alan Sillitoe. La dirigió Tony Richardson, y el inolvidable protagonista no era otro que el gran actor de teatro Tom Courtenay, a quien acompañaba el no menos grande y veterano Michael Redgrave. Todos británicos, de la generación denominada de los jóvenes airados,de la que creo que sólo sobrevivió, como airado,Harold Pinter. El filme narraba una historia en torno a un reformatorio donde un muchacho especialmente dotado para la resistencia y el atletismo lograba competir en un maratón y sobrepasar a todos sus contrincantes, chicos de familias asentadas y gozosas del deporte.
Pero en el momento de cruzar la meta, y a mucha distancia de sus competidores, se quedaba quieto, y para escándalo de profesores, amigos y enemigos, dejaba que le ganaran. Vencer sin recoger ni disfrutar de los laureles de la victoria. Ese gesto insólito constituía la mayor provocación, inimaginable para todos; decir que no, rechazar en su persona lo que ansiaban los demás y él se había ganado. No era ni vanidad, ni orgullo, ni prepotencia, sino la respuesta más brutal a la norma; romper la escala de valores que consiente a unos otorgar medallas y a otros matarse por conquistarlas. Echar abajo la convención según la cual unos se han hecho merecedores, con su esfuerzo, del derecho a recibir los premios que otorgan quienes jamás podrían ganar nada que no fuera comprándolo.
Recordé esta historia al leer las necrológicas sobre el genial ajedrecista Bobby Fischer. Un tipo único por su inteligencia, del que aseguraban que alcanzaba un coeficiente intelectual superior al de Einstein, cosa que a mí siempre me dejó muy frío, porque la verdad sea dicha, fuera del campo del ajedrez, Fischer era un analfabeto funcional que había dejado la escuela elemental y cuyos conocimientos generales de la vida, de la cultura, de la civilización, los había aprendido no sin mucho esfuerzo y ya de adulto.
En una sociedad donde la gente se lo pasa pipa jugando con una PlayStation o donde el deporte ha devenido religión, con sus dioses, sus teólogos, sus templos y sus fieles fundamentalistas, en esa sociedad decir que el ajedrez es un mundo especialísimo que trasciende en mucho cualquier concepción del juego resulta casi una simpleza. Pero bastaría el coeficiente de inteligencia de Fischer sumado a su biografía para dar un giro espectacular a la apreciación del personaje y de su talento. Judío y antisionista en una familia nada convencional, anticomunista furibundo formado en un entorno de militantes prosoviéticos, apasionado amante sin demasiado interés en conservar las conquistas. Hay una foto de Fischer a los 14 años, durante una partida en Manhattan, que conmueve: un adulto concentrado y más allá del bien y del mal que está mordiéndose las uñas. Nada es humano en ese retrato, nada está aquí, ni el tablero, ni el muchacho del flequillo, ni las piezas en posición de ataque, nada. Lo único cercano y terreno son las uñas que se mordisquea.
Cuando uno es excepcionalmente bueno en algo y se convierte en una estrella de verdad, contemplada con admiración perpleja por millones de ciudadanos, eso no puede ser ajeno al poder. Pero es que además Fischer era excepcional en aquello que constituía el punto débil de la competición social durante la guerra fría. La primacía ruso-soviética en el ajedrez parecía indiscutible, y he aquí que un hombre como Fischer, que tenía el tablero como único lenguaje y abecedario de su vida, se convierte en peón, o en alfil, da lo mismo, de una partida en la que todos juegan a matar. Ahora sabemos lo que les ocurría a los ajedrecistas soviéticos cuando perdían, y de verdad que su riesgo sólo era comparable a los jugadores de la ruleta rusa; no morían en el empeño, pero quedaban malheridos y desterrados de todo cuanto habían disfrutado hasta aquel momento. En Fischer había mucho del sueño americano, elevado a la máxima potencia de su individualismo suicida. Exhibía una libertad total, y así fue posible que despreciara las prohibiciones de entrar en Cuba y lograra que nadie se diera por enterado de sus partidas en La Habana, avaladas por Fidel Castro, en 1965. Pero llegó el gran torneo, el momento de ganar a los soviéticos en 1972 y el propio Kissinger, secretario de Estado, le dejó las cosas muy claritas. Occidente jugaba en su persona, frente al comunismo que representaba Spasky. Y ganó, tras muchos incidentes y pejiguerías, pero ganó indiscutiblemente.
Ganó y creyó que podía seguir siendo el mismo, decir las mismas cosas que se le ocurrían y contravenir las normas del imperio que había declarado el boicot a Yugoslavia en 1992. Aseguraban que era por amor, que si la joven jugadora Zita Rajcsani le había convencido. Da lo mismo, él se fue a Montenegro aceptando la revancha de Spasky. Ya no tenía edad para ocultarse y en un gesto de provocador escupió, ante las cámaras de televisión, sobre la prohibición expresa del gobierno de Estados Unidos. Había roto las normas que conceden a las estrellas su estatus de representantes de un mundo. Cuando un imperio te declara la guerra, da lo mismo que sea de Occidente o de Oriente, estás sentenciado. Dijeron de él las cosas más increíbles y las autoridades norteamericanas le pisaron los talones hasta que Islandia, ¡trescientos mil habitantes!, le concedió asilo político; no por nada en Reikiavik había ganado su primacía mundial frente a Spasky.
Hay algo en este Bobby Fischer que me recuerda a Tom Courtenay en La soledad del corredor de fondo.Y me evoca también aquella otra foto, única, porque si bien todo ocurrió ante millones de espectadores que seguían los Juegos Olímpicos de México, sólo un fotógrafo de Life,John Dominis, apareció con la exclusiva. Ocurrió el 16 de octubre de 1968, sobre el césped del gran estadio del Distrito Federal, subían al podio los tres ganadores de los 200 metros; dos negros norteamericanos, Tommie Smith y John Carlos, y un australiano, Peter Norman. Empezó a sonar el himno estadounidense y ante la perplejidad de todo el mundo los dos yanquis, con los pies desnudos, alzaron el puño calzado con un guante negro, como ellos, y bajaron la cabeza mostrando que uno lleva un pañuelo al cuello y el otro una especie de collar que recordaba al mundo lo que era ser negro en Estados Unidos. No habían pasado seis meses del asesinato de Martin Luther King. Fue una imagen inconmovible que no podré olvidar nunca. La temeridad de los que dicen no.
Nadie nos contó lo que siguió luego. El estadio se vino abajo de pitos y abucheos ( “¡negros, volveos a África!”). La gente que va al circo no soporta otra cosa que trapecistas o payasos, y este número exigía mucho más. Fueron expulsados inmediatamente de la ciudad olímpica y hasta de México. Tommie Smith, que había conseguido la medalla de oro en los 200, con 19,83 segundos, la gloria de la universidad californiana de San José, tras ser desposeído de la medalla y de todo - su esposa se divorció de él- sobrevivió durante diez años como limpiador de coches ( “a tres dólares la hora”). Tuvo más suerte que John Carlos, medalla de bronce; su mujer no pudo soportar la situación y se suicidó. Y queda el australiano. Peter Norman, medalla de plata, se solidarizó con sus dos colegas negros - se puso una camiseta con un lema contra el racismo- y lo tuvo muy difícil en Australia; ni siquiera le permitieron participar en los siguientes Juegos de Munich.
La primera condición para que un icono se mantenga es la sumisión. Ricos y sumisos. Y la gente lo aprueba, porque de otra manera les parecería un ejercicio de soberbia; ser rico y arriesgarlo todo por la osadía de decir que no.
No ambicionaban ni el poder ni la gloria, sino sencillamente ser consecuentes con sus propias creencias. Eso que se llama tener dignidad y no asumir el papel asignado a las estrellas: un poco excéntricas y un mucho payasas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario