Por Gustavo Martín Garzo, escritor (EL PAÍS, 03/02/08):
El sexo es la raíz, el erotismo es el tallo y el amor es la flor. ¿Y los frutos? Los frutos del amor son intangibles y ése es su verdadero misterio”. Esta frase pertenece a La llama doble, el último libro de Octavio Paz. Tenía más de 80 años cuando lo escribió, y puede considerarse su testamento poético y vital. Es raro que un anciano dedique los últimos momentos de su vida a hablar del amor, aunque lo cierto es que nunca dejamos de hacerlo. No importa la edad ni las historias que se hayan vivido, el amor sigue a nuestro lado, siempre diferente y desconocido, con sus frutos intangibles y su cortejo de titiriteros. Nos enfrenta al misterio de la presencia de las cosas, un misterio muy superior a esos vanos enigmas que alimentan la intriga de los grandes best sellers. Alguien dijo que nos hace ver al otro con los ojos de la divinidad. Pues bien, es de ese sentimiento, y de su hondo poder disruptivo, del que habla la última película de Ang Lee, Deseo, peligro (Lust, caution) del director taiwanés afincado en Hollywood.
Ang Lee es un caso singular en el cine actual. Tras sus primeras películas, El banquete de bodas o Comer, beber, amar, en que con un tono de comedia de costumbres, ácido y lúcido, se refiere a ese conflicto tan oriental entre modernidad y tradición, se instala en Hollywood, donde se mueve con sorprendente habilidad en los géneros más diversos. El resultado es media docena de películas tan distintas entre sí que no parecen haber sido dirigidas por la misma persona. Tormenta de hielo, es un retrato implacable sobre la hipocresía de la familia americana; El Tigre y el Dragón, una melancólica película de aventuras; Hulk, una revisión del mito de El doctor Jekyll y Mr. Hyde; Sentido y sensibilidad, un canto a ese mundo de la intimidad femenina siempre en lucha con las restricciones sociales; Cabalga con el diablo, un western crepuscular sobre la guerra de secesión norteamericana; la premiada Brokeback Mountain, una intensa y dolorosa historia de amor homosexual. Y por fin Deseo, peligro, que obtuvo el León de Oro veneciano y que es sin duda su mejor película hasta el momento.
Elías Canetti dijo que el poeta era el guardián de las metamorfosis y todo el cine de Ang Lee gira sobre ese cuerpo que pide transformarse a instancias del deseo. En sus primeras películas quiere escapar de la cárcel de la tradición, y en las últimas, pienso sobre todo en Brokeback Mountain y Deseo, peligro, lo hace siguiendo la oscura llamada del amor. El cine de Ang Lee habla de ese cuerpo que se transforma en otro siguiendo las leyes no escritas que rigen los encuentros de todos los amantes del mundo. “Yo he sido un niño, una muchacha, una zarza, un pájaro y un mudo pez que surge del mar”. Así resume Borges el misterio de ese cuerpo tocado por el deseo. Ang Lee sigue el rastro de ese cuerpo. Ése es el único tema de todo su cine, el descubrimiento del amor.
Y, ciertamente, Deseo, peligro contiene alguna de las imágenes más perturbadoras y hermosas jamás rodadas sobre el encuentro de los cuerpos en los instantes de la entrega. En realidad, Ang Lee no hace sino volver, a su manera, al mundo de El Cantar de los cantares. Y así vemos cómo, más allá de la violencia implícita en el deseo sexual, nos descubrimos de pronto en ese extraño jardín donde los amantes se confunden con las otras criaturas del mundo. Y son peces, corderos, ciervos, halcones, bandadas de palomas; y la alcoba en que se encuentran la cámara de un tesoro.
Ang Lee sitúa la acción de su película en la China de la Segunda Guerra Mundial. Su protagonista es un siniestro comisario que colabora con los japoneses. Un grupo de patriotas quiere matarle y se sirve de una hermosa muchacha. Pero enseguida ambos se verán arrebatados por una pasión tan intensa como fatal. La oscura violencia de los encuentros sexuales, y la forma casi alucinada en que la muchacha y el torturador se buscarán para repetirlos, hace recordar la frase de George Bataillle que relaciona el erotismo con la muerte.
Pero ¿es verdad que todos los amantes quieren morir? No es verdad. Puede que muchos terminen muriendo, pero no es eso lo que buscan. El amor es una afirmación del eros frente a las fuerzas disgregadoras de la muerte. Ésa es la enseñanza del Cantar: el amor nos devuelve al mundo del génesis, nos sitúa en el tiempo de la creación. La película de Ang Lee lejos de recordar el intenso y fúnebre mundo de El imperio de los sentidos de Oshima, recuerda a la casta y misteriosa Pickpocket de Robert Bresson, donde se habla de los caminos extraños que deben recorrer los que se aman para encontrarse. “Qué difícil ha sido llegar hasta ti”, le dice Hulk, el hombre masa, a la joven científica cuando finalmente recupera su figura humana. Ésa es la historia de Deseo, peligro, la historia de cómo alguien muerto encuentra inesperadamente en medio de la oscuridad un camino de conocimiento y vida. Las repetidas escenas sexuales, en las que Ang Lee se demora con el asombro lúcido del naturalista, hablan de las metamorfosis de los cuerpos en los instantes del deseo. Estamos en el mundo de El Cantar de los Cantares, aunque sin aquella dulce placidez. Los cuerpos son ríos, águilas que vuelan juntas, son rosales, espinos blancos, peces y felinos. Como en el romance del conde Niño, nada puede detener su deseo de enlazarse. Pocas películas han llegado más lejos en este afán de mostrar ese espacio ovidiano en que Deseo y Metamorfosis intercambian sin descanso sus nombres (en nuestro cine, sólo Pedro Almodóvar ha rodado escenas así).
Pero el problema no es sólo lo que se guarda en esa alcoba ardiente, ni siquiera qué les pasa a los que la visitan, sino sobre todo si es posible el regreso. Si hay un camino entre su alcoba y la vida real. Tal es la pregunta de todos los amantes, qué hacer con lo que encuentran en el corazón mismo de su entrega. Decir que los frutos del amor son intangibles no es distinto a pensar que no hay forma de saber en qué consisten ni qué puede hacerse con ellos. En Deseo, peligro esos frutos están simbolizados por el anillo que la muchacha recibe de su amante. A ella le basta con tenerlo en sus manos para arrepentirse de su traición. Y le confiesa su culpa, aún sabiendo lo que eso significa. A esas alturas, no le importa morir. El diamante es el símbolo de lo que hallaron, pero también de lo que no se podrán quedar. Su nombre procede del griego adamas, que significa inconquistable.
Ese diamante pertenece a la cueva de Alí Babá, al mundo del Cantar y de los ladrones de Las mil y una noches, y habla de bellezas sin nombre, de cámaras sumergidas llenas de tesoros. Pero también de la imposibilidad de traer esos tesoros al mundo. Siempre es así. Todos los amantes encuentran algo único en sus camas al enlazarse y buscan la manera de llevarlo con ellos cuando se levantan. ¿Puede hacerse? En Deseo, peligro se nos dice que no, por eso el diamante quedará abandonado y la película concluye con la separación de los que se aman. El diamante no es el símbolo de lo que tienen, sino de lo que inevitablemente deben perder para regresar al mundo y recuperar la razón. Ése será su último y más doloroso descubrimiento, que el amor es lo que nunca podrán tener de la vida.
El sexo es la raíz, el erotismo es el tallo y el amor es la flor. ¿Y los frutos? Los frutos del amor son intangibles y ése es su verdadero misterio”. Esta frase pertenece a La llama doble, el último libro de Octavio Paz. Tenía más de 80 años cuando lo escribió, y puede considerarse su testamento poético y vital. Es raro que un anciano dedique los últimos momentos de su vida a hablar del amor, aunque lo cierto es que nunca dejamos de hacerlo. No importa la edad ni las historias que se hayan vivido, el amor sigue a nuestro lado, siempre diferente y desconocido, con sus frutos intangibles y su cortejo de titiriteros. Nos enfrenta al misterio de la presencia de las cosas, un misterio muy superior a esos vanos enigmas que alimentan la intriga de los grandes best sellers. Alguien dijo que nos hace ver al otro con los ojos de la divinidad. Pues bien, es de ese sentimiento, y de su hondo poder disruptivo, del que habla la última película de Ang Lee, Deseo, peligro (Lust, caution) del director taiwanés afincado en Hollywood.
Ang Lee es un caso singular en el cine actual. Tras sus primeras películas, El banquete de bodas o Comer, beber, amar, en que con un tono de comedia de costumbres, ácido y lúcido, se refiere a ese conflicto tan oriental entre modernidad y tradición, se instala en Hollywood, donde se mueve con sorprendente habilidad en los géneros más diversos. El resultado es media docena de películas tan distintas entre sí que no parecen haber sido dirigidas por la misma persona. Tormenta de hielo, es un retrato implacable sobre la hipocresía de la familia americana; El Tigre y el Dragón, una melancólica película de aventuras; Hulk, una revisión del mito de El doctor Jekyll y Mr. Hyde; Sentido y sensibilidad, un canto a ese mundo de la intimidad femenina siempre en lucha con las restricciones sociales; Cabalga con el diablo, un western crepuscular sobre la guerra de secesión norteamericana; la premiada Brokeback Mountain, una intensa y dolorosa historia de amor homosexual. Y por fin Deseo, peligro, que obtuvo el León de Oro veneciano y que es sin duda su mejor película hasta el momento.
Elías Canetti dijo que el poeta era el guardián de las metamorfosis y todo el cine de Ang Lee gira sobre ese cuerpo que pide transformarse a instancias del deseo. En sus primeras películas quiere escapar de la cárcel de la tradición, y en las últimas, pienso sobre todo en Brokeback Mountain y Deseo, peligro, lo hace siguiendo la oscura llamada del amor. El cine de Ang Lee habla de ese cuerpo que se transforma en otro siguiendo las leyes no escritas que rigen los encuentros de todos los amantes del mundo. “Yo he sido un niño, una muchacha, una zarza, un pájaro y un mudo pez que surge del mar”. Así resume Borges el misterio de ese cuerpo tocado por el deseo. Ang Lee sigue el rastro de ese cuerpo. Ése es el único tema de todo su cine, el descubrimiento del amor.
Y, ciertamente, Deseo, peligro contiene alguna de las imágenes más perturbadoras y hermosas jamás rodadas sobre el encuentro de los cuerpos en los instantes de la entrega. En realidad, Ang Lee no hace sino volver, a su manera, al mundo de El Cantar de los cantares. Y así vemos cómo, más allá de la violencia implícita en el deseo sexual, nos descubrimos de pronto en ese extraño jardín donde los amantes se confunden con las otras criaturas del mundo. Y son peces, corderos, ciervos, halcones, bandadas de palomas; y la alcoba en que se encuentran la cámara de un tesoro.
Ang Lee sitúa la acción de su película en la China de la Segunda Guerra Mundial. Su protagonista es un siniestro comisario que colabora con los japoneses. Un grupo de patriotas quiere matarle y se sirve de una hermosa muchacha. Pero enseguida ambos se verán arrebatados por una pasión tan intensa como fatal. La oscura violencia de los encuentros sexuales, y la forma casi alucinada en que la muchacha y el torturador se buscarán para repetirlos, hace recordar la frase de George Bataillle que relaciona el erotismo con la muerte.
Pero ¿es verdad que todos los amantes quieren morir? No es verdad. Puede que muchos terminen muriendo, pero no es eso lo que buscan. El amor es una afirmación del eros frente a las fuerzas disgregadoras de la muerte. Ésa es la enseñanza del Cantar: el amor nos devuelve al mundo del génesis, nos sitúa en el tiempo de la creación. La película de Ang Lee lejos de recordar el intenso y fúnebre mundo de El imperio de los sentidos de Oshima, recuerda a la casta y misteriosa Pickpocket de Robert Bresson, donde se habla de los caminos extraños que deben recorrer los que se aman para encontrarse. “Qué difícil ha sido llegar hasta ti”, le dice Hulk, el hombre masa, a la joven científica cuando finalmente recupera su figura humana. Ésa es la historia de Deseo, peligro, la historia de cómo alguien muerto encuentra inesperadamente en medio de la oscuridad un camino de conocimiento y vida. Las repetidas escenas sexuales, en las que Ang Lee se demora con el asombro lúcido del naturalista, hablan de las metamorfosis de los cuerpos en los instantes del deseo. Estamos en el mundo de El Cantar de los Cantares, aunque sin aquella dulce placidez. Los cuerpos son ríos, águilas que vuelan juntas, son rosales, espinos blancos, peces y felinos. Como en el romance del conde Niño, nada puede detener su deseo de enlazarse. Pocas películas han llegado más lejos en este afán de mostrar ese espacio ovidiano en que Deseo y Metamorfosis intercambian sin descanso sus nombres (en nuestro cine, sólo Pedro Almodóvar ha rodado escenas así).
Pero el problema no es sólo lo que se guarda en esa alcoba ardiente, ni siquiera qué les pasa a los que la visitan, sino sobre todo si es posible el regreso. Si hay un camino entre su alcoba y la vida real. Tal es la pregunta de todos los amantes, qué hacer con lo que encuentran en el corazón mismo de su entrega. Decir que los frutos del amor son intangibles no es distinto a pensar que no hay forma de saber en qué consisten ni qué puede hacerse con ellos. En Deseo, peligro esos frutos están simbolizados por el anillo que la muchacha recibe de su amante. A ella le basta con tenerlo en sus manos para arrepentirse de su traición. Y le confiesa su culpa, aún sabiendo lo que eso significa. A esas alturas, no le importa morir. El diamante es el símbolo de lo que hallaron, pero también de lo que no se podrán quedar. Su nombre procede del griego adamas, que significa inconquistable.
Ese diamante pertenece a la cueva de Alí Babá, al mundo del Cantar y de los ladrones de Las mil y una noches, y habla de bellezas sin nombre, de cámaras sumergidas llenas de tesoros. Pero también de la imposibilidad de traer esos tesoros al mundo. Siempre es así. Todos los amantes encuentran algo único en sus camas al enlazarse y buscan la manera de llevarlo con ellos cuando se levantan. ¿Puede hacerse? En Deseo, peligro se nos dice que no, por eso el diamante quedará abandonado y la película concluye con la separación de los que se aman. El diamante no es el símbolo de lo que tienen, sino de lo que inevitablemente deben perder para regresar al mundo y recuperar la razón. Ése será su último y más doloroso descubrimiento, que el amor es lo que nunca podrán tener de la vida.
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