Por Josep Borrell, presidente de la Comisión de Desarrollo del Parlamento Europeo (EL PERIÓDICO, 29/01/08):
La Comisión Europea ha hecho encaje de bolillos para elaborar su plan sobre energía y cambio climático, presentado al Parlamento Europeo, reunido en sesión extraordinaria. Pero, apenas expuesto, las críticas han llovido de todos los sectores afectados. Es normal que así sea, pues se trata de una propuesta que implica un esfuerzo considerable para la sociedad y la industria europeas, y difícil de repartir entre países de forma eficaz y equitativa.
La propuesta es el resultado de meses de duras negociaciones entre la Comisión y los estados miembros que van a continuar ahora contra reloj en el Consejo y el Parlamento para conseguir aprobarla antes de las próximas elecciones europeas. Se trata de definir cómo va a conseguir la UE reducir un 20% sus emisiones de gases de efecto invernadero en el 2020 con respecto a las de 1990 y aumentar hasta el 20% la parte de las energías renovables.
Cuando este objetivo fue adoptado por el Consejo Europeo bajo presidencia alemana, fue presentado enfáticamente como un gran momento de la construcción europea que nos daba el liderazgo en la lucha contra el cambio climático. Pero a la hora de bajar de las musas al teatro, se ha visto cuán difícil es repartir esfuerzos sin perjudicar a la competitividad de la industria europea ni incurrir en costes socialmente inasumibles.
LA COMISIÓN cifra esos costes en el 0,5% anual del PIB, lo que equivale a menos de medio euro diario para cada europeo. Pero, siguiendo las pautas del informe Stern, el coste de no hacer nada sería entre 20 y 40 veces superior. Su aplicación permitirá reducir las importaciones de petróleo y gas en 50.000 millones de euros, el 0,3% del PIB, y poner en marcha un proceso de inversión innovadora generadora de crecimiento y empleo que situará a Europa a la cabeza de la transformación tecnológica necesaria para afrontar la economía del pospetróleo.
La propuesta de la Comisión implica un enorme impulso al desarrollo de las energías renovables de todo tipo. Eso no quiere decir que se deje de contar con el carbón como recurso energético, que para algunos países del Este sigue teniendo una gran importancia. El paquete legislativo propuesto contiene una directiva que da el marco jurídico necesario a las tecnologías de captura y almacenamiento del CO.
Entre los aspectos mas polémicos, y hay muchos, de la propuesta, destacan el mantenimiento del objetivo del 10% de biocarburantes, el nuevo sistema de asignación de cuotas de emisión y la forma de evitar deslocalizaciones industriales hacia países menos comprometidos en la lucha contra el cambio climático.
El impulso a los biocarburantes ha sido objeto de una intensa polémica y muy criticado por quienes consideran que su uso plantea problemas ambientales, provoca desplazamientos de la población y crea penuria alimentaría. Pero la Comisión lo ha mantenido para impulsar el desarrollo de los biocarburantes de segunda generación, acompañándolo de criterios muy estrictos, de forma que solo puedan contabilizarse los biocarburantes que reduzcan las emisiones un 35% con respecto a los combustibles clásicos.
Las cuotas de emisión ya no serán asignadas a la industria por los estados —cuya conducta ha sido muy laxa en algunos casos, lo que ha provocado el hundimiento del precio de la tonelada de carbono en el mercado de derechos de emisión—, sino que las fijará a escala europea la Comisión. Y ya no serán gratuitos: se asignarán progresivamente a través de subastas que pueden generar entre 25.000 y 50.000 millones de euros anuales, parte de los cuales deberán ser reinvertidos en la transferencia de tecnología a los países en desarrollo.
Pero esos mayores costes pueden afectar a la competitividad de la industria europea. Y en nada ayudaría a la lucha contra el cambio climático que se deslocalizara a otros países para desde allí seguir emitiendo un dióxido de carbono cuyos efectos sobre el calentamiento atmosférico no dependen del lugar desde donde se emitan. Prudentemente, la Comisión se da un margen de maniobra para decidir de aquí al 2011 qué hacer con las industrias muy energívoras y sometidas a una fuerte competencia internacional, en función de los acuerdos que se alcancen para el periodo pos-Kyoto, que empieza en el 2012.
Una de las soluciones puede ser entonces la aplicación de un impuesto-carbono a las importaciones para ponerlas en igualdad de condiciones con la producción en Europa. Esta idea, perfectamente razonable y defendida enérgicamente por Francia y el Reino Unido, ha acabado por abrirse paso, frente a las reticencias de los que veían en ella un retorno a la tentación proteccionista.
A ESPAÑA, además, le favorece esta propuesta. Incorpora muchos de sus planteamientos, en particular la consideración de la renta per cápita para repartir el esfuerzo, como aproximación al criterio de población, que es, sin duda, el más equitativo. Y la senda de ajuste en el horizonte 2020 es menos exigente que la que se negoció en 1997 para cumplir con Kyoto.
Pero, sobre todo, esta propuesta debe tener un efecto arrastre sobre el comportamiento de otras economías, sobre todo las emergentes, que aumentan aceleradamente sus emisiones. Las de la UE son solo el 14% de las mundiales y, aunque las elimináramos del todo, no resolveríamos el problema. Pero si nosotros no hacemos todo lo posible, menos lo van a hacer los que viven mucho peor que los europeos.
La Comisión Europea ha hecho encaje de bolillos para elaborar su plan sobre energía y cambio climático, presentado al Parlamento Europeo, reunido en sesión extraordinaria. Pero, apenas expuesto, las críticas han llovido de todos los sectores afectados. Es normal que así sea, pues se trata de una propuesta que implica un esfuerzo considerable para la sociedad y la industria europeas, y difícil de repartir entre países de forma eficaz y equitativa.
La propuesta es el resultado de meses de duras negociaciones entre la Comisión y los estados miembros que van a continuar ahora contra reloj en el Consejo y el Parlamento para conseguir aprobarla antes de las próximas elecciones europeas. Se trata de definir cómo va a conseguir la UE reducir un 20% sus emisiones de gases de efecto invernadero en el 2020 con respecto a las de 1990 y aumentar hasta el 20% la parte de las energías renovables.
Cuando este objetivo fue adoptado por el Consejo Europeo bajo presidencia alemana, fue presentado enfáticamente como un gran momento de la construcción europea que nos daba el liderazgo en la lucha contra el cambio climático. Pero a la hora de bajar de las musas al teatro, se ha visto cuán difícil es repartir esfuerzos sin perjudicar a la competitividad de la industria europea ni incurrir en costes socialmente inasumibles.
LA COMISIÓN cifra esos costes en el 0,5% anual del PIB, lo que equivale a menos de medio euro diario para cada europeo. Pero, siguiendo las pautas del informe Stern, el coste de no hacer nada sería entre 20 y 40 veces superior. Su aplicación permitirá reducir las importaciones de petróleo y gas en 50.000 millones de euros, el 0,3% del PIB, y poner en marcha un proceso de inversión innovadora generadora de crecimiento y empleo que situará a Europa a la cabeza de la transformación tecnológica necesaria para afrontar la economía del pospetróleo.
La propuesta de la Comisión implica un enorme impulso al desarrollo de las energías renovables de todo tipo. Eso no quiere decir que se deje de contar con el carbón como recurso energético, que para algunos países del Este sigue teniendo una gran importancia. El paquete legislativo propuesto contiene una directiva que da el marco jurídico necesario a las tecnologías de captura y almacenamiento del CO.
Entre los aspectos mas polémicos, y hay muchos, de la propuesta, destacan el mantenimiento del objetivo del 10% de biocarburantes, el nuevo sistema de asignación de cuotas de emisión y la forma de evitar deslocalizaciones industriales hacia países menos comprometidos en la lucha contra el cambio climático.
El impulso a los biocarburantes ha sido objeto de una intensa polémica y muy criticado por quienes consideran que su uso plantea problemas ambientales, provoca desplazamientos de la población y crea penuria alimentaría. Pero la Comisión lo ha mantenido para impulsar el desarrollo de los biocarburantes de segunda generación, acompañándolo de criterios muy estrictos, de forma que solo puedan contabilizarse los biocarburantes que reduzcan las emisiones un 35% con respecto a los combustibles clásicos.
Las cuotas de emisión ya no serán asignadas a la industria por los estados —cuya conducta ha sido muy laxa en algunos casos, lo que ha provocado el hundimiento del precio de la tonelada de carbono en el mercado de derechos de emisión—, sino que las fijará a escala europea la Comisión. Y ya no serán gratuitos: se asignarán progresivamente a través de subastas que pueden generar entre 25.000 y 50.000 millones de euros anuales, parte de los cuales deberán ser reinvertidos en la transferencia de tecnología a los países en desarrollo.
Pero esos mayores costes pueden afectar a la competitividad de la industria europea. Y en nada ayudaría a la lucha contra el cambio climático que se deslocalizara a otros países para desde allí seguir emitiendo un dióxido de carbono cuyos efectos sobre el calentamiento atmosférico no dependen del lugar desde donde se emitan. Prudentemente, la Comisión se da un margen de maniobra para decidir de aquí al 2011 qué hacer con las industrias muy energívoras y sometidas a una fuerte competencia internacional, en función de los acuerdos que se alcancen para el periodo pos-Kyoto, que empieza en el 2012.
Una de las soluciones puede ser entonces la aplicación de un impuesto-carbono a las importaciones para ponerlas en igualdad de condiciones con la producción en Europa. Esta idea, perfectamente razonable y defendida enérgicamente por Francia y el Reino Unido, ha acabado por abrirse paso, frente a las reticencias de los que veían en ella un retorno a la tentación proteccionista.
A ESPAÑA, además, le favorece esta propuesta. Incorpora muchos de sus planteamientos, en particular la consideración de la renta per cápita para repartir el esfuerzo, como aproximación al criterio de población, que es, sin duda, el más equitativo. Y la senda de ajuste en el horizonte 2020 es menos exigente que la que se negoció en 1997 para cumplir con Kyoto.
Pero, sobre todo, esta propuesta debe tener un efecto arrastre sobre el comportamiento de otras economías, sobre todo las emergentes, que aumentan aceleradamente sus emisiones. Las de la UE son solo el 14% de las mundiales y, aunque las elimináramos del todo, no resolveríamos el problema. Pero si nosotros no hacemos todo lo posible, menos lo van a hacer los que viven mucho peor que los europeos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario