Por Rafael Iturriaga Nieva (EL CORREO DIGITAL, 29/01/08):
En su libro de memorias ‘Con nombre propio’, el economista canadiense-norteamericano John Kenneth Galbraith señala el hecho de que los políticos conservadores, aún mejor cuanto más radicales, pueden permitirse el lujo de obtener brillantes victorias mediante procedimientos de negociación que sin embargo están vedados a los liberales (liberales, dicho sea, en el sentido que se utiliza el término en Estados Unidos, algo parecido a lo que para nosotros sería socialdemócratas).
Resulta ilustrativo el caso, mencionado por Galbraith, del presidente demócrata Harry Truman, que en el verano de 1952, después de la derrota norteamericana en Corea y el cese del general Mac Arthur, pudo (y debió) aceptar los términos en los que se le ofrecía la paz: la partición de la península por lo que era entonces la línea de fuego (el paralelo 38) y que aún hoy en día sigue siendo la frontera entre los dos Estados en los que está dividido el país. No lo hizo por evitar una impresión de debilidad ante el nuevo escenario de ‘guerra fría’ que se avecinaba.
En la siguiente campaña electoral (el mismo año de 1952) el general Dwight David Eisenhower, un indiscutido héroe de guerra republicano y conservador, prometió que en caso de resultar elegido «iría en persona a Corea y buscaría una solución». El candidato demócrata en aquella ocasión, el liberal Adlai Stevenson, un típico representante de la casta de ricos progresistas del Este en la estela de Franklin Delano Roosevelt, replicó, echando mano del discurso políticamente correcto, que donde debería irse es «a Moscú, por ser allí desde donde se controla todo el poder en el mundo comunista». Es más que probable que la promesa de Eisenhower fuera lo que allanó su camino hacia la Casa Blanca.
En cualquier caso, especulaciones aparte, el hecho cierto es que un año después de la negativa del demócrata Truman, el republicano Eisenhower aceptó la paz en los términos propuestos y que cuatro años después de terminada la guerra, en 1956, ‘Ike’ revalidó su presidencia en medio de una enorme popularidad como ‘el hombre que nos sacó de Corea’.
¿Tiene algo que ver todo esto con la distinta manera de percibir, por ejemplo, el intento negociador de Aznar y el de Zapatero con respecto a ETA? Yo creo que sí.
La derecha puede emitir un discurso de ‘mano dura’ coherente con su ideología, su cultura política, los sentimientos de sus votantes e incluso con su imagen pública. En la medida en que una vez alcanzado el poder se aleje del anunciado radicalismo, su actuación no será percibida como una defección sino como un sacrificio necesario, una concesión al principio de ‘un gobierno para todos’, algo frente a lo que la izquierda poco tendrá que oponer.
El caso es que si los electores otorgan el sufragio mayoritario a propuestas políticas duras es porque sienten miedo. Si tal estado de opinión tuviera un fundamento real, es decir, si la libertad o el bienestar de los ciudadanos estuviesen seriamente comprometidos, una respuesta de ese tipo sería bien recibida aun cuando implicara una merma efectiva de las libertades. Como señaló James Madison: «Es una verdad universal que la pérdida de la libertad en el país debe ser atribuida a las provisiones contra el peligro, verdadero o fingido, del exterior».
Si la sensación de pánico es fruto (como suele ocurrir generalmente) de la agitación demagógica de la opinión pública, el político tremendista sabe que dispone de un sobrado colchón de realidad para aflojar en la práctica sus proclamas de autoridad. En realidad, la elección misma de ‘un duro’ opera un efecto taumatúrgico sobre los miedos previamente inducidos. Lo importante desde el punto de vista político no es ‘estar’ seguro, sino ’sentirse’ seguro.
Los políticos de izquierda, por el contrario, si están en el gobierno serán objeto de una pertinaz acusación de falta de firmeza para atajar problemas que tengan que ver con la percepción de seguridad tales como la delincuencia (relativa a la seguridad física y patrimonial) o la inmigración (que concierne a la seguridad identitaria, cultural y económica en último término). Señalar que este tipo de amenazas derivadas de la naturaleza humana son tan viejas como el mundo es irrelevante. Para la derecha siempre se tratará de un fenómeno cuya causa se encuentra en la manifiesta cobardía o debilidad del gobierno progresista de turno.
Frente al posible desgaste que este tipo de discursos puedan producir en su base electoral, la reacción de los políticos socialdemócratas suele consistir en la exhibición de una impostada firmeza, más incentivada por las críticas de los adversarios que por las propias convicciones, que peca las más de las veces de excesiva, inoportuna o extravagante, con lo que consigue la desafección de los propios, la desmoralización de militantes o simpatizantes y, posiblemente también, la de ciudadanos informados y críticos menos susceptibles de ser embaucados por las campañas de agitación catastrofista, que no podrán reconocerse con comodidad en un gobierno progresista disfrazado de ‘rey de bastos’.
Hay un efecto paradójico más. Si se trata de gestionar (a través de la negociación o de la fuerza) el conflicto con un verdadero enemigo del Estado, un grupo terrorista por ejemplo, debemos tener en cuenta que éste también evalúa desde su trinchera los discursos y las actitudes de los dirigentes políticos, por lo que tenderá a esperar pocas concesiones de un gobierno de derechas mientras que, en la medida en que también para el enemigo cale el discurso de la blandura innata de un ejecutivo progresista, terminará elevando su postura en la mesa de negociación muy por encima de lo que lo hubiera hecho frente a un gobierno conservador.
Fundamentalmente, pues, más allá de zarandajas éticas en las que mejor no tiramos ninguno la primera piedra, por si acaso, ésta es la razón estratégica que impone la unidad de los demócratas frente al terrorismo. Unidad tantas veces invocada en público como despreciada en realidad.
Si trasladamos esta reflexión a nuestras coordenadas de tiempo y de lugar vemos la enorme dificultad que tiene el Gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para desarrollar una política autónoma (acertada o no, pero propia) mientras guíen sus pasos las percepciones prospectivas y mediáticas sobre el efecto que en la opinión pública hayan de tener sus iniciativas. Es algo que rompe la lógica del mandato representativo y nos sitúa en un enloquecido escenario de campaña electoral permanente.
Posiblemente no sea recomendable el ensimismamiento monclovita del que se ha acusado tradicionalmente a los presidentes de gobierno desde la Transición, pero peor aún sería ofrecer una imagen de animal aterrorizado en el incendio del bosque, que lo mismo avanza que retrocede en un sentido o en otro.
¿Por qué la izquierda no puede, como tanto presume la derecha, actuar ’sin complejos’ y desarrollar un programa político progresista, pacifista, laico, moderno, tolerante, igualitario, etcétera, y hacerlo con firmeza, que es algo que no tiene nada que ver con el autoritarismo?
En su libro de memorias ‘Con nombre propio’, el economista canadiense-norteamericano John Kenneth Galbraith señala el hecho de que los políticos conservadores, aún mejor cuanto más radicales, pueden permitirse el lujo de obtener brillantes victorias mediante procedimientos de negociación que sin embargo están vedados a los liberales (liberales, dicho sea, en el sentido que se utiliza el término en Estados Unidos, algo parecido a lo que para nosotros sería socialdemócratas).
Resulta ilustrativo el caso, mencionado por Galbraith, del presidente demócrata Harry Truman, que en el verano de 1952, después de la derrota norteamericana en Corea y el cese del general Mac Arthur, pudo (y debió) aceptar los términos en los que se le ofrecía la paz: la partición de la península por lo que era entonces la línea de fuego (el paralelo 38) y que aún hoy en día sigue siendo la frontera entre los dos Estados en los que está dividido el país. No lo hizo por evitar una impresión de debilidad ante el nuevo escenario de ‘guerra fría’ que se avecinaba.
En la siguiente campaña electoral (el mismo año de 1952) el general Dwight David Eisenhower, un indiscutido héroe de guerra republicano y conservador, prometió que en caso de resultar elegido «iría en persona a Corea y buscaría una solución». El candidato demócrata en aquella ocasión, el liberal Adlai Stevenson, un típico representante de la casta de ricos progresistas del Este en la estela de Franklin Delano Roosevelt, replicó, echando mano del discurso políticamente correcto, que donde debería irse es «a Moscú, por ser allí desde donde se controla todo el poder en el mundo comunista». Es más que probable que la promesa de Eisenhower fuera lo que allanó su camino hacia la Casa Blanca.
En cualquier caso, especulaciones aparte, el hecho cierto es que un año después de la negativa del demócrata Truman, el republicano Eisenhower aceptó la paz en los términos propuestos y que cuatro años después de terminada la guerra, en 1956, ‘Ike’ revalidó su presidencia en medio de una enorme popularidad como ‘el hombre que nos sacó de Corea’.
¿Tiene algo que ver todo esto con la distinta manera de percibir, por ejemplo, el intento negociador de Aznar y el de Zapatero con respecto a ETA? Yo creo que sí.
La derecha puede emitir un discurso de ‘mano dura’ coherente con su ideología, su cultura política, los sentimientos de sus votantes e incluso con su imagen pública. En la medida en que una vez alcanzado el poder se aleje del anunciado radicalismo, su actuación no será percibida como una defección sino como un sacrificio necesario, una concesión al principio de ‘un gobierno para todos’, algo frente a lo que la izquierda poco tendrá que oponer.
El caso es que si los electores otorgan el sufragio mayoritario a propuestas políticas duras es porque sienten miedo. Si tal estado de opinión tuviera un fundamento real, es decir, si la libertad o el bienestar de los ciudadanos estuviesen seriamente comprometidos, una respuesta de ese tipo sería bien recibida aun cuando implicara una merma efectiva de las libertades. Como señaló James Madison: «Es una verdad universal que la pérdida de la libertad en el país debe ser atribuida a las provisiones contra el peligro, verdadero o fingido, del exterior».
Si la sensación de pánico es fruto (como suele ocurrir generalmente) de la agitación demagógica de la opinión pública, el político tremendista sabe que dispone de un sobrado colchón de realidad para aflojar en la práctica sus proclamas de autoridad. En realidad, la elección misma de ‘un duro’ opera un efecto taumatúrgico sobre los miedos previamente inducidos. Lo importante desde el punto de vista político no es ‘estar’ seguro, sino ’sentirse’ seguro.
Los políticos de izquierda, por el contrario, si están en el gobierno serán objeto de una pertinaz acusación de falta de firmeza para atajar problemas que tengan que ver con la percepción de seguridad tales como la delincuencia (relativa a la seguridad física y patrimonial) o la inmigración (que concierne a la seguridad identitaria, cultural y económica en último término). Señalar que este tipo de amenazas derivadas de la naturaleza humana son tan viejas como el mundo es irrelevante. Para la derecha siempre se tratará de un fenómeno cuya causa se encuentra en la manifiesta cobardía o debilidad del gobierno progresista de turno.
Frente al posible desgaste que este tipo de discursos puedan producir en su base electoral, la reacción de los políticos socialdemócratas suele consistir en la exhibición de una impostada firmeza, más incentivada por las críticas de los adversarios que por las propias convicciones, que peca las más de las veces de excesiva, inoportuna o extravagante, con lo que consigue la desafección de los propios, la desmoralización de militantes o simpatizantes y, posiblemente también, la de ciudadanos informados y críticos menos susceptibles de ser embaucados por las campañas de agitación catastrofista, que no podrán reconocerse con comodidad en un gobierno progresista disfrazado de ‘rey de bastos’.
Hay un efecto paradójico más. Si se trata de gestionar (a través de la negociación o de la fuerza) el conflicto con un verdadero enemigo del Estado, un grupo terrorista por ejemplo, debemos tener en cuenta que éste también evalúa desde su trinchera los discursos y las actitudes de los dirigentes políticos, por lo que tenderá a esperar pocas concesiones de un gobierno de derechas mientras que, en la medida en que también para el enemigo cale el discurso de la blandura innata de un ejecutivo progresista, terminará elevando su postura en la mesa de negociación muy por encima de lo que lo hubiera hecho frente a un gobierno conservador.
Fundamentalmente, pues, más allá de zarandajas éticas en las que mejor no tiramos ninguno la primera piedra, por si acaso, ésta es la razón estratégica que impone la unidad de los demócratas frente al terrorismo. Unidad tantas veces invocada en público como despreciada en realidad.
Si trasladamos esta reflexión a nuestras coordenadas de tiempo y de lugar vemos la enorme dificultad que tiene el Gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero para desarrollar una política autónoma (acertada o no, pero propia) mientras guíen sus pasos las percepciones prospectivas y mediáticas sobre el efecto que en la opinión pública hayan de tener sus iniciativas. Es algo que rompe la lógica del mandato representativo y nos sitúa en un enloquecido escenario de campaña electoral permanente.
Posiblemente no sea recomendable el ensimismamiento monclovita del que se ha acusado tradicionalmente a los presidentes de gobierno desde la Transición, pero peor aún sería ofrecer una imagen de animal aterrorizado en el incendio del bosque, que lo mismo avanza que retrocede en un sentido o en otro.
¿Por qué la izquierda no puede, como tanto presume la derecha, actuar ’sin complejos’ y desarrollar un programa político progresista, pacifista, laico, moderno, tolerante, igualitario, etcétera, y hacerlo con firmeza, que es algo que no tiene nada que ver con el autoritarismo?
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