Por Daniel Innerarity, profesor titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza (EL PAÍS, 20/11/07):
Que estemos celebrando oficialmente el año de la ciencia o que el primo de Rajoy se haya puesto de moda son cosas que sólo pueden explicarse porque la ciencia se ha convertido en un asunto público, en una cuestión de ciudadanía. Desde hace algunos años han hecho aparición en el escenario público una serie de temas y problemas que eran insólitos en la agenda política: conservación de la naturaleza, seguridad de la alimentación, clima mundial, código genético, contaminación, enfermedades, salud en general. En la política se tramitan asuntos que hasta ahora apenas eran objeto de atención o interesaban únicamente a unos técnicos especialistas.
En última instancia, este interés se debe a que estamos inmersos en unos experimentos colectivos que se escapan de los límites más o menos manejables de un laboratorio. Una de las peculiaridades de estos experimentos sociales consiste en que no se llevan a cabo en el interior de un laboratorio y que carecen de reglas establecidas. El científico tradicional trabajaba con modelos y simulaciones que podían ser repetidos, probados y asegurados. Era posible experimentar previamente con animales, materiales o software. El experimento clásico basaba su éxito en la posibilidad de reducir y simplificar la naturaleza en unas dimensiones que eran controlables en el laboratorio. Mientras que en el laboratorio se trabaja con un modelo más pequeño, nuestros experimentos colectivos se llevan a cabo en la magnitud original, sin que exista la posibilidad de repetir el experimento, reducirlo o acumular conocimientos acerca de las causas y consecuencias de nuestras acciones. No hay ninguna reducción posible del experimento colectivo, nada que lo sustituya, por lo que tiene que ser llevado a cabo sin la suficiente certeza. Esa extensión del laboratorio convierte a la sociedad en un ensayo general. De ahí que las cuestiones de la ciencia interesen ya a todos, generando preocupación y esperanza, o demandando participación.
Nuestra dificultad radica en la complicación que supone el hecho de que el laboratorio actual sea todo el planeta. Los experimentos se hacen a escala uno igual a uno, en tiempo real. El calentamiento de la tierra, la configuración global de la economía o la producción alimentaria son ejemplos elocuentes de este modo de experimentar. La especial inquietud o irritación que estos experimentos producen obedece a sus dimensiones incontrolables, a su carencia de regulación y a las dificultades de establecer algo parecido a una marcha atrás.
Paralelamente a todos estos procesos la ciencia ha perdido el monopolio del saber asegurado. La ciencia no puede sino decepcionar la expectativa de procurar un saber fiable, cierto y exento de riesgos. Los otros sistemas sociales vienen a compensar esta especie de inexactitud social. Los criterios para juzgar la calidad y la relevancia del saber ya no son definidos únicamente por los científicos. La producción del saber se convierte en algo reflexivo y con deudas sociales, que la sitúa frente a unas modificadas obligaciones de legitimación.
Nuestro gran problema consiste en cómo llevar a cabo la reintegración social de la ciencia cuando sabemos que están en juego asuntos demasiados importantes como para dejarlos únicamente en manos de los especialistas. En nuestros experimentos colectivos no funciona aquella división del trabajo en la que tenía sentido la figura del experto como mediador entre la producción del saber y la sociedad. Nadie es un mero aplicador de innovaciones que proceden de no se sabe dónde. No tiene nada de extraño que consumidores, ciudadanos, gobernantes aspiren a hacerse oír y participar en los experimentos colectivos. La política de la ciencia y de la naturaleza se ha constituido como un asunto central de la nueva ciudadanía. Ya no estamos en la época en la que los expertos hablaban acerca de datos incontrovertibles y gracias a su saber ponían punto final a toda discusión política. La democratización de la ciencia no significa abolir la diferencia entre el experto y el que no lo es, sino en politizar esa diferencia.
La democracia exige hoy una cierta recuperación de soberanía sobre las cosas y los procesos naturales bajo las condiciones de la actual complejidad. Se trataría de resistir al prejuicio de que no hay alternativa (o sea, política) porque el mundo es incontestable y está definido por unos privilegiados. Recientemente hablaba Hans Magnus Enzensberger de unos “golpistas en el laboratorio” que quieren poderes absolutos y no someter sus decisiones a procesos de deliberación pública. El ecologismo, los movimientos antiglobalización o las organizaciones de consumidores responden a esta exigencia de participación, con una lógica muy similar al combate que se libró, en otro tiempo, contra las monarquías absolutas para dejar de ser súbditos y pasar a codefinir el mundo común. Lo que menos ha cambiado es que se trata precisamente de la misma batalla por reducir las voces autoritarias a una conversación democrática.
Que estemos celebrando oficialmente el año de la ciencia o que el primo de Rajoy se haya puesto de moda son cosas que sólo pueden explicarse porque la ciencia se ha convertido en un asunto público, en una cuestión de ciudadanía. Desde hace algunos años han hecho aparición en el escenario público una serie de temas y problemas que eran insólitos en la agenda política: conservación de la naturaleza, seguridad de la alimentación, clima mundial, código genético, contaminación, enfermedades, salud en general. En la política se tramitan asuntos que hasta ahora apenas eran objeto de atención o interesaban únicamente a unos técnicos especialistas.
En última instancia, este interés se debe a que estamos inmersos en unos experimentos colectivos que se escapan de los límites más o menos manejables de un laboratorio. Una de las peculiaridades de estos experimentos sociales consiste en que no se llevan a cabo en el interior de un laboratorio y que carecen de reglas establecidas. El científico tradicional trabajaba con modelos y simulaciones que podían ser repetidos, probados y asegurados. Era posible experimentar previamente con animales, materiales o software. El experimento clásico basaba su éxito en la posibilidad de reducir y simplificar la naturaleza en unas dimensiones que eran controlables en el laboratorio. Mientras que en el laboratorio se trabaja con un modelo más pequeño, nuestros experimentos colectivos se llevan a cabo en la magnitud original, sin que exista la posibilidad de repetir el experimento, reducirlo o acumular conocimientos acerca de las causas y consecuencias de nuestras acciones. No hay ninguna reducción posible del experimento colectivo, nada que lo sustituya, por lo que tiene que ser llevado a cabo sin la suficiente certeza. Esa extensión del laboratorio convierte a la sociedad en un ensayo general. De ahí que las cuestiones de la ciencia interesen ya a todos, generando preocupación y esperanza, o demandando participación.
Nuestra dificultad radica en la complicación que supone el hecho de que el laboratorio actual sea todo el planeta. Los experimentos se hacen a escala uno igual a uno, en tiempo real. El calentamiento de la tierra, la configuración global de la economía o la producción alimentaria son ejemplos elocuentes de este modo de experimentar. La especial inquietud o irritación que estos experimentos producen obedece a sus dimensiones incontrolables, a su carencia de regulación y a las dificultades de establecer algo parecido a una marcha atrás.
Paralelamente a todos estos procesos la ciencia ha perdido el monopolio del saber asegurado. La ciencia no puede sino decepcionar la expectativa de procurar un saber fiable, cierto y exento de riesgos. Los otros sistemas sociales vienen a compensar esta especie de inexactitud social. Los criterios para juzgar la calidad y la relevancia del saber ya no son definidos únicamente por los científicos. La producción del saber se convierte en algo reflexivo y con deudas sociales, que la sitúa frente a unas modificadas obligaciones de legitimación.
Nuestro gran problema consiste en cómo llevar a cabo la reintegración social de la ciencia cuando sabemos que están en juego asuntos demasiados importantes como para dejarlos únicamente en manos de los especialistas. En nuestros experimentos colectivos no funciona aquella división del trabajo en la que tenía sentido la figura del experto como mediador entre la producción del saber y la sociedad. Nadie es un mero aplicador de innovaciones que proceden de no se sabe dónde. No tiene nada de extraño que consumidores, ciudadanos, gobernantes aspiren a hacerse oír y participar en los experimentos colectivos. La política de la ciencia y de la naturaleza se ha constituido como un asunto central de la nueva ciudadanía. Ya no estamos en la época en la que los expertos hablaban acerca de datos incontrovertibles y gracias a su saber ponían punto final a toda discusión política. La democratización de la ciencia no significa abolir la diferencia entre el experto y el que no lo es, sino en politizar esa diferencia.
La democracia exige hoy una cierta recuperación de soberanía sobre las cosas y los procesos naturales bajo las condiciones de la actual complejidad. Se trataría de resistir al prejuicio de que no hay alternativa (o sea, política) porque el mundo es incontestable y está definido por unos privilegiados. Recientemente hablaba Hans Magnus Enzensberger de unos “golpistas en el laboratorio” que quieren poderes absolutos y no someter sus decisiones a procesos de deliberación pública. El ecologismo, los movimientos antiglobalización o las organizaciones de consumidores responden a esta exigencia de participación, con una lógica muy similar al combate que se libró, en otro tiempo, contra las monarquías absolutas para dejar de ser súbditos y pasar a codefinir el mundo común. Lo que menos ha cambiado es que se trata precisamente de la misma batalla por reducir las voces autoritarias a una conversación democrática.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario