Por Norman Birnbaum, catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 20/11/07):
Los partidos políticos reformistas y socialistas de Occidente tienen que debatirse con la distancia creciente -incluso hostilidad- que existe entre los ciudadanos y las clases políticas. Los partidos capaces de movilizar por agravios concretos consiguen conservar sus bases o adquirir otras nuevas, pero los partidos con proyectos a largo plazo tienen que esforzarse para mantenerse a flote. La senadora Hillary Clinton cree aconsejable hacer campaña para la presidencia sin un proyecto. Los socialdemócratas alemanes están tratando desesperadamente de volver a sus raíces ideológicas, los socialistas franceses están en pleno caos conceptual, y los laboristas, que están en el poder, también tienen sus problemas. El nuevo Partido Demócrata de Italia intentará reparar el tejido político y social desgarrado por la derecha, pero no promete una gran transformación institucional.
Los partidos actuales, seguramente, disponen de tanto talento como sus predecesores, pero tienen menos capacidad de movilización. Sus dificultades programáticas nacen de que el mundo se ha vuelto mucho más complejo. Nuestro lenguaje político es incapaz de captar las transformaciones contra las que nos enfrentamos. No es extraño que los ciudadanos de a pie, medio siglo después de que Raymond Aron proclamara le fin de l’age idéologique, se sientan escépticos ante los llamamientos a avanzar hacia horizontes lejanos. La vida en sus calles y sus lugares de trabajo ya es bastante dura. La clara pérdida de energía del bloque reformista y socialista pone de manifiesto su falta de convicción. De hecho, en muchas partes de Europa, algunos han confiscado el término “reforma” con el fin de usarlo para referirse a la reducción del Estado de bienestar.
El conflicto entre los defensores del mercado y los protagonistas del Estado de bienestar es real. También es real la posición de los procesos económicos en las instituciones y tradiciones sociales. Las recetas esquemáticas no sirven. La “movilidad laboral” es un lema abstracto, mientras que las familias, los hogares y las redes sociales de apoyo tienen una concreción histórica. Ningún país puede soportar grandes disparidades de rentas durante mucho tiempo sin perder su sentido de nación. Entonces, en el vacío que se produce, florecen las locuras ultranacionalistas. Al final, los incentivos diferenciales, teóricamente necesarios para aumentar la riqueza nacional, pueden acabar destruyendo la capacidad productiva total del país.
La defensa compulsiva de las identidades nacionales (o étnicas y regionales, dentro de los Estados) aumenta a medida que las fronteras externas e internas son cada vez más porosas. Es visible la corriente de inmigrantes hacia Europa occidental y Estados Unidos (y la Rusia europea). Las migraciones del campo a la ciudad dentro de Brasil, China, India y Suráfrica tienen también serias repercusiones sociales internacionales. Los miles de millones de trabajadores baratos añadidos a la fuerza del trabajo industrial en todo el mundo amenazan a la antigua aristocracia laboral mundial en Europa y Estados Unidos.
Está claro que los grandes bancos y empresas industriales y de servicios son internacionalistas. Para ellos, el aumento de la rentabilidad va unido al incremento de escala, de modo que lo que buscan no es un consenso con Washington sino un consenso de dimensiones mundiales, con repercusiones desastrosas para un sector importante de la población estadounidense. Las inversiones internacionales no mejoran necesariamente el desarrollo a largo plazo de las infraestructuras, la expansión de los recursos sociales ni el bienestar de los sistemas que las reciben. Unos gobiernos que no quieren ni pueden mantener controlado el capital nacional mucho menos pueden regular el capital internacional del que depende. El poder militar estadounidense no puede mejorar, ni siquiera defender, el nivel de vida del país. Y absorbe unos recursos morales y materiales que, por tanto, no pueden utilizarse para cubrir nuestras carencias culturales y sociales. La democracia occidental y su acompañamiento indispensable, el Estado de bienestar, presuponían la función central del homo faber, el ser humano productivo. ¿En qué queda la dignidad del trabajo cuando a cualquier empleado se le puede sustituir de forma instantánea? Una cultura derivada de las ideas cristianas de comunidad, aunque después se secularizaran, nos hizo pensar en la feliz coexistencia del ámbito público y el personal. La producción homogeneizada e industrializada de la cultura borra las diferencias entre lo público y lo privado, lo internacional y lo nacional, lo nacional y lo local. La defensa de la identidad se ha vuelto patológicamente agresiva, a menudo xenófoba, sobre todo cuando las identidades son, en parte, ficticias. Hay millones de personas que, liberadas del trono y el altar tras un siglo de modernidad y dos siglos de Ilustración, no pueden soportar la mezcla de una aparente autonomía cultural y una subordinación económica de hecho. Hoy volvemos a encontrarnos con las guerras civiles espirituales de los años treinta y cuarenta, y no sólo en Polonia, sino en el corazón de Europa occidental.
No es exclusivo de los europeos. Sin un pasado medieval ni la experiencia de la Revolución francesa, Estados Unidos cuenta con una violenta derecha cristiana que se siente incómoda ante la sexualidad franca y la libre curiosidad científica. El confucianismo en China, el budismo en Japón, el hinduismo en India, el islam y el judaísmo tienen sus propios fundamentalismos. Marx creía que la modernización capitalista disolvería inevitablemente los cultos locales y la religión universalista. Su más duro crítico en el siglo XX, Max Weber, pensaba lo mismo. Se equivocaron. Ahora disponemos de un capitalismo desmesuradamente celebrado y una modernidad en retroceso. Los seres humanos están contribuyendo a hacer la tierra inhabitable, pero ése es un problema que no podrá resolverse mientras no nos ofrezcan un principio de gobierno a escala mundial. Es comprensible la perplejidad de quienes redactan los programas de los partidos: se enfrentan a una complejidad abrumadora y no saben por dónde empezar.
Los partidos políticos reformistas y socialistas de Occidente tienen que debatirse con la distancia creciente -incluso hostilidad- que existe entre los ciudadanos y las clases políticas. Los partidos capaces de movilizar por agravios concretos consiguen conservar sus bases o adquirir otras nuevas, pero los partidos con proyectos a largo plazo tienen que esforzarse para mantenerse a flote. La senadora Hillary Clinton cree aconsejable hacer campaña para la presidencia sin un proyecto. Los socialdemócratas alemanes están tratando desesperadamente de volver a sus raíces ideológicas, los socialistas franceses están en pleno caos conceptual, y los laboristas, que están en el poder, también tienen sus problemas. El nuevo Partido Demócrata de Italia intentará reparar el tejido político y social desgarrado por la derecha, pero no promete una gran transformación institucional.
Los partidos actuales, seguramente, disponen de tanto talento como sus predecesores, pero tienen menos capacidad de movilización. Sus dificultades programáticas nacen de que el mundo se ha vuelto mucho más complejo. Nuestro lenguaje político es incapaz de captar las transformaciones contra las que nos enfrentamos. No es extraño que los ciudadanos de a pie, medio siglo después de que Raymond Aron proclamara le fin de l’age idéologique, se sientan escépticos ante los llamamientos a avanzar hacia horizontes lejanos. La vida en sus calles y sus lugares de trabajo ya es bastante dura. La clara pérdida de energía del bloque reformista y socialista pone de manifiesto su falta de convicción. De hecho, en muchas partes de Europa, algunos han confiscado el término “reforma” con el fin de usarlo para referirse a la reducción del Estado de bienestar.
El conflicto entre los defensores del mercado y los protagonistas del Estado de bienestar es real. También es real la posición de los procesos económicos en las instituciones y tradiciones sociales. Las recetas esquemáticas no sirven. La “movilidad laboral” es un lema abstracto, mientras que las familias, los hogares y las redes sociales de apoyo tienen una concreción histórica. Ningún país puede soportar grandes disparidades de rentas durante mucho tiempo sin perder su sentido de nación. Entonces, en el vacío que se produce, florecen las locuras ultranacionalistas. Al final, los incentivos diferenciales, teóricamente necesarios para aumentar la riqueza nacional, pueden acabar destruyendo la capacidad productiva total del país.
La defensa compulsiva de las identidades nacionales (o étnicas y regionales, dentro de los Estados) aumenta a medida que las fronteras externas e internas son cada vez más porosas. Es visible la corriente de inmigrantes hacia Europa occidental y Estados Unidos (y la Rusia europea). Las migraciones del campo a la ciudad dentro de Brasil, China, India y Suráfrica tienen también serias repercusiones sociales internacionales. Los miles de millones de trabajadores baratos añadidos a la fuerza del trabajo industrial en todo el mundo amenazan a la antigua aristocracia laboral mundial en Europa y Estados Unidos.
Está claro que los grandes bancos y empresas industriales y de servicios son internacionalistas. Para ellos, el aumento de la rentabilidad va unido al incremento de escala, de modo que lo que buscan no es un consenso con Washington sino un consenso de dimensiones mundiales, con repercusiones desastrosas para un sector importante de la población estadounidense. Las inversiones internacionales no mejoran necesariamente el desarrollo a largo plazo de las infraestructuras, la expansión de los recursos sociales ni el bienestar de los sistemas que las reciben. Unos gobiernos que no quieren ni pueden mantener controlado el capital nacional mucho menos pueden regular el capital internacional del que depende. El poder militar estadounidense no puede mejorar, ni siquiera defender, el nivel de vida del país. Y absorbe unos recursos morales y materiales que, por tanto, no pueden utilizarse para cubrir nuestras carencias culturales y sociales. La democracia occidental y su acompañamiento indispensable, el Estado de bienestar, presuponían la función central del homo faber, el ser humano productivo. ¿En qué queda la dignidad del trabajo cuando a cualquier empleado se le puede sustituir de forma instantánea? Una cultura derivada de las ideas cristianas de comunidad, aunque después se secularizaran, nos hizo pensar en la feliz coexistencia del ámbito público y el personal. La producción homogeneizada e industrializada de la cultura borra las diferencias entre lo público y lo privado, lo internacional y lo nacional, lo nacional y lo local. La defensa de la identidad se ha vuelto patológicamente agresiva, a menudo xenófoba, sobre todo cuando las identidades son, en parte, ficticias. Hay millones de personas que, liberadas del trono y el altar tras un siglo de modernidad y dos siglos de Ilustración, no pueden soportar la mezcla de una aparente autonomía cultural y una subordinación económica de hecho. Hoy volvemos a encontrarnos con las guerras civiles espirituales de los años treinta y cuarenta, y no sólo en Polonia, sino en el corazón de Europa occidental.
No es exclusivo de los europeos. Sin un pasado medieval ni la experiencia de la Revolución francesa, Estados Unidos cuenta con una violenta derecha cristiana que se siente incómoda ante la sexualidad franca y la libre curiosidad científica. El confucianismo en China, el budismo en Japón, el hinduismo en India, el islam y el judaísmo tienen sus propios fundamentalismos. Marx creía que la modernización capitalista disolvería inevitablemente los cultos locales y la religión universalista. Su más duro crítico en el siglo XX, Max Weber, pensaba lo mismo. Se equivocaron. Ahora disponemos de un capitalismo desmesuradamente celebrado y una modernidad en retroceso. Los seres humanos están contribuyendo a hacer la tierra inhabitable, pero ése es un problema que no podrá resolverse mientras no nos ofrezcan un principio de gobierno a escala mundial. Es comprensible la perplejidad de quienes redactan los programas de los partidos: se enfrentan a una complejidad abrumadora y no saben por dónde empezar.
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