Por Andoni Pérez Ayala (EL CORREO DIGITAL, 20/11/07):
Los cinco meses transcurridos desde la celebración, el pasado 10 de junio, de las elecciones en Bélgica, sin que hasta el día de hoy haya sido posible la formación de un nuevo gobierno, son una muestra reveladora de la situación de crisis política que vive Bélgica en el momento presente. Pero más importante que la duración temporal, llamativamente excesiva en cualquier caso, del periodo de negociaciones entre las distintas formaciones políticas para conseguir cerrar un acuerdo de gobierno, es la naturaleza de los problemas que se están planteando en este proceso, que sobrepasan ampliamente los límites propios de las crisis gubernamentales para situarse en una dinámica que alimenta una crisis de Estado de desenlace incierto.
En relación con el Gobierno, cuyas dificultades para su formación originan la presente crisis, es preciso tener presente que en Bélgica, a diferencia de otros países, su composición viene predeterminada constitucionalmente sobre la base del principio de la paridad lingüística, exigiéndose un número igual de ministros pertenecientes a cada una de las dos grandes comunidades lingüísticas, neerlandófona y francófona. Así mismo, y por lo que se refiere a las cámaras parlamentarias, éstas funcionan sobre la base de los grupos lingüísticos -integrados por diputados y senadores francófonos o neerlandófonos- cuando se trata de aprobar determinadas leyes que puedan afectar a la estructura lingüístico-comunitaria del país (que es precisamente lo que más conflictividad suscita). Resulta obvio que con estos condicionantes relativos a la composición del gobierno y al funcionamiento de las cámaras parlamentarias, tanto la formación de aquél como asegurar el respaldo de éstas al ejecutivo comporta una complejidad y unas dificultades añadidas que inevitablemente repercuten en el funcionamiento institucional.
Pero más allá de estas peculiaridades en la configuración de las instituciones parlamentarias belgas, el auténtico problema de fondo nos remite a la aguda fractura comunitaria que segmenta a la población belga. Una fractura que no sólo tiene manifestaciones en el plano político -las actuales dificultades para formar gobierno serían una de ellas-, sino que tiene carácter global afectando a la sociedad belga en su conjunto, incluyendo también, cada vez con más nitidez, factores de orden económico y financieros (distribución de los recursos financieros del Estado). Se trata de una componente de carácter estructural, tanto por lo que se refiere a la sociedad como al Estado belgas, que condiciona de forma determinante el proceso político en su conjunto así como las diversas opciones y principales decisiones políticas en Bélgica.
A lo largo de las últimas décadas -desde finales de los sesenta a mediados de los noventa- Bélgica ha experimentado un proceso de profunda transformación del Estado, particularmente en lo que concierne a su forma de organización territorial. Partiendo de un modelo inicial de carácter unitario centralizado, ha seguido una evolución de signo progresivamente descentralizador a través de sucesivas revisiones constitucionales -las más importantes en 1970, 1980 y 1993, además de otras menores- que ha transformado a Bélgica, primero en Estado autonómico (revisiones constitucionales de 1970 y 1980) y finalmente (revisión constitucional de 1993) en un Estado federal con características muy peculiares. En especial por lo que se refiere a la doble estructura, comunitaria y regional, en que se basa su singular modelo federal.
A diferencia de otros sistemas federales (y también autonómicos), el belga se articula a través de una doble red: la comunitaria, integrada por las tres comunidades lingüístico-culturales -flamencos neerlandófonos, francófonos, tanto bruselenses como valones, y la pequeña comunidad germanófona de habla alemana-; y, simultáneamente, la regional, integrada por la región flamenca, la valona y la bruselense. Ni el ámbito competencial comunitario coincide con el regional ni tampoco el ámbito territorial ni el de la población que forma parte de cada una de ellas. Así, por ejemplo, Bruselas es una región (pero no una comunidad) que acoge tanto a miembros de la comunidad francófona como neerlandófona; y ni Flandes ni Valonia coinciden en su delimitación territorial con el ámbito territorial de la población de expresión lingüística neerlandófona o francófona. Se trata, en definitiva, de un modelo particularmente complejo que puede llegar a dificultar extraordinariamente, como ocurre ahora, llegar a acuerdos comunes; en efecto, es preciso conjugar no sólo los intereses enfrentados de las distintas comunidades lingüísticas, sino también los no menos enfrentados de las regiones, que no tienen por qué coincidir, como se está poniendo de manifiesto en esta crisis, con aquéllos; así, por ejemplo, los intereses de los valones (francófonos) tienen muy poco que ver, particularmente en el plano económico y social, con los de los bruselenses (mayoritariamente francófonos) por mucho que ambos pertenezcan a la misma comunidad lingüística.
Pero más allá de la complejidad y de las peculiaridades reseñadas en el singular modelo federal belga, lo que realmente constituye el dato más relevante en relación con la crisis política que vive Bélgica actualmente es la ausencia de mecanismos de cooperación entre las comunidades y regiones, y entre ambas y el Estado. A falta de instrumentos de cooperación intercomunitarios e interregionales, se ha ido configurando un modelo, primero autonómico y finalmente federal, basado de forma exclusiva en la sobreprotección de los intereses propios de cada comunidad y región frente a las demás (y frente al Estado), abriendo así una dinámica de confrontación intercomunitaria e interregional de creciente intensidad y de desenlace incierto. Esta es precisamente la situación actual y en este marco es preciso encuadrar la prolongada crisis gubernamental belga en el momento presente.
Sería erróneo considerar que se trata, simplemente, de una crisis de gobierno (aunque ésta sea su manifestación en este momento) de carácter coyuntural, que pueda ser cerrada mediante un acuerdo que haga posible la formación de una nueva coalición de gobierno para la legislatura que ahora se abre tras las elecciones. Siendo ello necesario, la cuestión decisiva en Bélgica es afrontar la crisis estructural, derivada de la aguda fractura intercomunitaria e interregional, que afecta de lleno al Estado en su conjunto y que conduce inevitablemente al bloqueo de su funcionamiento institucional (la actual crisis de gobierno es la muestra más expresiva). En este sentido, no estaría de más que la experiencia de estos últimos meses sirviese para que las formaciones políticas belgas tomasen conciencia colectivamente de la necesidad de abordar sin dilación esta cuestión.
Sólo el restablecimiento de instrumentos de cooperación entre las comunidades y las regiones, y entre éstas y el Estado, puede aportar los elementos que hagan posible una alternativa compartida, intercomunitaria e interregional, a la aguda crisis política que viene sufriendo Bélgica en este último periodo. De no ser así, lo más previsible es que esta crisis crónica se siga reproduciendo en lo sucesivo de forma recurrente pero con una carga de conflictividad intercomunitaria e interregional creciente que dificulte cada vez más encontrar salidas viables. Y bien podría ocurrir finalmente que en alguna de las próximas crisis lo que haya que dilucidar no sea ya la formación de un nuevo gobierno, sino la propia continuidad y existencia del Estado.
Los cinco meses transcurridos desde la celebración, el pasado 10 de junio, de las elecciones en Bélgica, sin que hasta el día de hoy haya sido posible la formación de un nuevo gobierno, son una muestra reveladora de la situación de crisis política que vive Bélgica en el momento presente. Pero más importante que la duración temporal, llamativamente excesiva en cualquier caso, del periodo de negociaciones entre las distintas formaciones políticas para conseguir cerrar un acuerdo de gobierno, es la naturaleza de los problemas que se están planteando en este proceso, que sobrepasan ampliamente los límites propios de las crisis gubernamentales para situarse en una dinámica que alimenta una crisis de Estado de desenlace incierto.
En relación con el Gobierno, cuyas dificultades para su formación originan la presente crisis, es preciso tener presente que en Bélgica, a diferencia de otros países, su composición viene predeterminada constitucionalmente sobre la base del principio de la paridad lingüística, exigiéndose un número igual de ministros pertenecientes a cada una de las dos grandes comunidades lingüísticas, neerlandófona y francófona. Así mismo, y por lo que se refiere a las cámaras parlamentarias, éstas funcionan sobre la base de los grupos lingüísticos -integrados por diputados y senadores francófonos o neerlandófonos- cuando se trata de aprobar determinadas leyes que puedan afectar a la estructura lingüístico-comunitaria del país (que es precisamente lo que más conflictividad suscita). Resulta obvio que con estos condicionantes relativos a la composición del gobierno y al funcionamiento de las cámaras parlamentarias, tanto la formación de aquél como asegurar el respaldo de éstas al ejecutivo comporta una complejidad y unas dificultades añadidas que inevitablemente repercuten en el funcionamiento institucional.
Pero más allá de estas peculiaridades en la configuración de las instituciones parlamentarias belgas, el auténtico problema de fondo nos remite a la aguda fractura comunitaria que segmenta a la población belga. Una fractura que no sólo tiene manifestaciones en el plano político -las actuales dificultades para formar gobierno serían una de ellas-, sino que tiene carácter global afectando a la sociedad belga en su conjunto, incluyendo también, cada vez con más nitidez, factores de orden económico y financieros (distribución de los recursos financieros del Estado). Se trata de una componente de carácter estructural, tanto por lo que se refiere a la sociedad como al Estado belgas, que condiciona de forma determinante el proceso político en su conjunto así como las diversas opciones y principales decisiones políticas en Bélgica.
A lo largo de las últimas décadas -desde finales de los sesenta a mediados de los noventa- Bélgica ha experimentado un proceso de profunda transformación del Estado, particularmente en lo que concierne a su forma de organización territorial. Partiendo de un modelo inicial de carácter unitario centralizado, ha seguido una evolución de signo progresivamente descentralizador a través de sucesivas revisiones constitucionales -las más importantes en 1970, 1980 y 1993, además de otras menores- que ha transformado a Bélgica, primero en Estado autonómico (revisiones constitucionales de 1970 y 1980) y finalmente (revisión constitucional de 1993) en un Estado federal con características muy peculiares. En especial por lo que se refiere a la doble estructura, comunitaria y regional, en que se basa su singular modelo federal.
A diferencia de otros sistemas federales (y también autonómicos), el belga se articula a través de una doble red: la comunitaria, integrada por las tres comunidades lingüístico-culturales -flamencos neerlandófonos, francófonos, tanto bruselenses como valones, y la pequeña comunidad germanófona de habla alemana-; y, simultáneamente, la regional, integrada por la región flamenca, la valona y la bruselense. Ni el ámbito competencial comunitario coincide con el regional ni tampoco el ámbito territorial ni el de la población que forma parte de cada una de ellas. Así, por ejemplo, Bruselas es una región (pero no una comunidad) que acoge tanto a miembros de la comunidad francófona como neerlandófona; y ni Flandes ni Valonia coinciden en su delimitación territorial con el ámbito territorial de la población de expresión lingüística neerlandófona o francófona. Se trata, en definitiva, de un modelo particularmente complejo que puede llegar a dificultar extraordinariamente, como ocurre ahora, llegar a acuerdos comunes; en efecto, es preciso conjugar no sólo los intereses enfrentados de las distintas comunidades lingüísticas, sino también los no menos enfrentados de las regiones, que no tienen por qué coincidir, como se está poniendo de manifiesto en esta crisis, con aquéllos; así, por ejemplo, los intereses de los valones (francófonos) tienen muy poco que ver, particularmente en el plano económico y social, con los de los bruselenses (mayoritariamente francófonos) por mucho que ambos pertenezcan a la misma comunidad lingüística.
Pero más allá de la complejidad y de las peculiaridades reseñadas en el singular modelo federal belga, lo que realmente constituye el dato más relevante en relación con la crisis política que vive Bélgica actualmente es la ausencia de mecanismos de cooperación entre las comunidades y regiones, y entre ambas y el Estado. A falta de instrumentos de cooperación intercomunitarios e interregionales, se ha ido configurando un modelo, primero autonómico y finalmente federal, basado de forma exclusiva en la sobreprotección de los intereses propios de cada comunidad y región frente a las demás (y frente al Estado), abriendo así una dinámica de confrontación intercomunitaria e interregional de creciente intensidad y de desenlace incierto. Esta es precisamente la situación actual y en este marco es preciso encuadrar la prolongada crisis gubernamental belga en el momento presente.
Sería erróneo considerar que se trata, simplemente, de una crisis de gobierno (aunque ésta sea su manifestación en este momento) de carácter coyuntural, que pueda ser cerrada mediante un acuerdo que haga posible la formación de una nueva coalición de gobierno para la legislatura que ahora se abre tras las elecciones. Siendo ello necesario, la cuestión decisiva en Bélgica es afrontar la crisis estructural, derivada de la aguda fractura intercomunitaria e interregional, que afecta de lleno al Estado en su conjunto y que conduce inevitablemente al bloqueo de su funcionamiento institucional (la actual crisis de gobierno es la muestra más expresiva). En este sentido, no estaría de más que la experiencia de estos últimos meses sirviese para que las formaciones políticas belgas tomasen conciencia colectivamente de la necesidad de abordar sin dilación esta cuestión.
Sólo el restablecimiento de instrumentos de cooperación entre las comunidades y las regiones, y entre éstas y el Estado, puede aportar los elementos que hagan posible una alternativa compartida, intercomunitaria e interregional, a la aguda crisis política que viene sufriendo Bélgica en este último periodo. De no ser así, lo más previsible es que esta crisis crónica se siga reproduciendo en lo sucesivo de forma recurrente pero con una carga de conflictividad intercomunitaria e interregional creciente que dificulte cada vez más encontrar salidas viables. Y bien podría ocurrir finalmente que en alguna de las próximas crisis lo que haya que dilucidar no sea ya la formación de un nuevo gobierno, sino la propia continuidad y existencia del Estado.
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